[Ensayo] «Pi»: Sobre la búsqueda del orden tras el caos aparente del mundo

Este fue el largometraje de ficción que catapultó hacia la fama a nivel mundial al director estadounidense Darren Aronofsky, y el filme que significó un punto de inflexión en la carrera creativa de uno de los mayores autores cinematográficos de la hora actual.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 14.3.2022

Donde la mente se halla sin temor y la cabeza se yergue alta
donde el conocimiento es libre
donde el mundo no se ha roto en pedazos
por estrechas paredes domésticas
donde las palabras vienen del fondo de la verdad
en ese cielo de libertad. Nada más. Nada más.
Rabindranath Tagore

Es este el primer largometraje del laureado guionista y director neoyorquino Darren Aronofsky (1969) quien destaca por crear atmósferas surrealistas y perturbadoras. Se trata de un originalísimo thriller de ritmo frenético que invita a reflexionar sobre distintos aspectos trascendentales.

Está rodado en un excelente blanco y negro que transmite con gran fuerza el sentir y el vivenciar del protagonista, lo refrendan las imágenes y también la aturdidora banda sonora.

Max (Sean Gullette, en una gran interpretación, qué mirada la suya) es un brillante matemático que está obsesionado por encontrar el supuesto modelo numérico que rige los vaivenes bursátiles y así mismo llegar a la «fórmula original» de todo lo creado; en definitiva, la suya es la búsqueda de un patrón ordenado tras el caos aparente del mundo.

Una búsqueda que interesará también a unos especuladores mafiosos e incluso a una congregación religiosa ansiosa de alcanzar la llave del paraíso.

Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

Entre la genialidad y la locura

Y en el caos vive Max en una vivienda que más que hogar humano es el espacio en donde se encuentra dominándolo todo su macro ordenador Euclides, nombre que alude al gran sabio griego que fue el padre de la geometría.

Un ordenador que es como una prolongación del matemático, de ahí su preocupación cuando de repente este deja de funcionar, ese colapso como reflejo del colapso que amenaza a Max sumido como está en un vórtice de cálculos sin resultado.

Y es que vive encerrado entre cables y pantallas con miedo y actitud obsesiva de tintes psicóticos. Miedo a la luz cegadora solar que siendo niño le provocó la activación mental que le define, miedo a los recurrentes ataques de migraña que le torturan desde el día que desobedeciendo a su madre miró al sol sin pestañear hasta la extenuación en negro. Y miedo a las paranoias psicóticas que afloran en sus picos de tensión.

De ahí la conveniencia del blanco luz solar y el negro oscuridad empleados, contraste visual que es el cual él encarna en inquietante desequilibrio. En este sentido a mi entender las mejores escenas son las de sus visiones luminosas en las que revive el trauma infantil; en una de ellas lo vemos en pleno ataque ingiriendo convulsivamente todo tipo de medicamentos, se nos muestra su dolor y su perturbación y cómo esa luz solar temida logra vencer todos los cerrojos protectores de la puerta de su apartamento para deslumbrarle de nuevo.

Tras cada fogonazo luminoso, el despertar desubicado de un hombre que transita entre la genialidad y la locura.

La genialidad de Max está en su capacidad de relacionar secuencias numéricas y geométricas, y en su brillantísimo cálculo mental que fascina a una niña vecina quien calculadora en mano lo pone constantemente a prueba.

 

Mentes egoicas, soledades destructivas

Todo en él es mental. Max vivencia sólo desde la mente, no atiende apenas ni al corazón ni al cuerpo. Y eso que una joven vecina se interesa por él, Max la oye en éxtasis sexual a través de la pared, ella grita su placer mientras él grita su tortura cerebral.

Vivir desde la mente, encerrarse en el pensar, elucubrar y elucubrar, así funciona el matemático y así funcionan en mayor o menor medida muchas personas, en especial hombres, quienes tienen dificultades para sentir y en consecuencia para relacionarse. Las suyas son mentes egoicas que tienden a generar soledades destructivas.

Su maestro —una de las pocas personas con las que habla nuestro solitario protagonista— se lo dice bien claro por propia experiencia, él también se obsesionó estudiando el número pi y finalmente supo frenar: le hace ver la necesidad de parar de pensar y pasar a usar la intuición, de este modo tal vez en el descanso mental le llegue la inspiración. Y en todo caso —acierta a añadir— si no lo hace «no habrá ningún orden, sólo caos», un caos que realmente ya está en Max.

El anciano matemático lo ve claro y le ilustra acerca del antiquísimo juego oriental Go con el que se entretienen mientras charlan, para él ese tablero con sus fichas: «representa un universo sumamente complejo y caótico, y esa es la verdad de nuestro mundo. No hay ningún modelo simple que lo resuma».

Pero Max no puede parar, lo domina una obsesión honda y subterránea de tintes psicóticos que Aronofsky muestra magistralmente en su transitar por el metropolitano, allí se expresan las sombras y las pesadillas de un hombre perdido en su mente y que simbólicamente «ve» cerebros ensangrentados.

 

Más allá y más egos

Poco sale Max de su apartamento, alguna visita al profesor y a un bar próximo donde se le acerca un hombre creyente que le hablará de numerología cabalística. En principio el matemático se declara agnóstico y aferrándose a su condición de científico nada quiere saber de todo eso.

Pero late en él una búsqueda que va «más allá de», así lo vemos cada vez más interesado en las proporciones naturales áureas. En este sentido es bella la imagen —en ese bar— de la leche que derramada sobre su café adquiere forma espiral mientras el humo de los cigarrillos ajenos también adopta esta simbólica forma de crecimiento que estudiara el legendario Fibonacci.

Así que decide investigar la posible relación entre la numerología y la deseada fórmula del orden de todo lo creado. Y en ese entender místico acaba defendiendo su condición de «elegido» frente a la congregación religiosa judía a la que pertenece el hombre del bar.

Max cree que en esa recurrente luz blanca cegadora de su infancia vio y ve aún a Dios pero el jefe espiritual lo niega afirmando que él «no es puro» y que sólo los puros pueden verlo. Discuten, Max cree que Dios está dentro de él y lo está cambiando mientras que el rabino sostiene que está matándole porque no está listo para recibirlo.

En esa disputa entre los dos se evidencia la tristemente común lucha de egos que se creen en posesión de la verdad, y en esa hinchazón egoica ambos hombres están encolerizados compitiendo por el favor divino, ambos quieren destacar como únicos elegidos.

Pero es sabido que un favor de este tipo no puede concederse a los egos llenos de autosuficiencia y orgullo… Todo lo contrario, se necesita el vacío, el silencio, la inocencia, la humildad del que se abre a recibir sin más…

Se necesita esta actitud para recibir el favor divino y entiendo también para resonar al favor de la inspiración que tradicionalmente se atribuye a las musas.

 

Frenar

Max sale de la sinagoga afirmando que está «empezando a ver». Y ya en su vivienda sufre un nuevo ataque, lo vemos destruyendo Euclides o renunciando a seguir dando vueltas a su investigación. Y se ve a sí mismo en la luz blanca imaginando que la vecina le consuela, la joven como imagen de la feminidad, del sentir la vida que tanto anhela.

Pero es él mismo el que se abraza en su soledad destructiva. Y frente al espejo del baño quebrado por su rabia y dolor, Max quema una serie numérica del profesor y se taladra —la vecina le comentó que la ciencia es la percusión del conocimiento— el cráneo buscando abruptamente la liberación de su vorágine mental.

Finalmente lo vemos tranquilo mirando las copas de los árboles sentado en un banco. Y la niña —la imagen de la inocencia— que lo retaba a calcular le ofrece una hoja recalcando su belleza —la belleza sin medida que aprecia el que siente— y le plantea una operación matemática, él sonríe y dice que no sabe la respuesta.

Ya no es el obsesivo rey del cálculo, sonriendo vuelve a mirar hacia arriba al cielo de libertad que ensalza el gran Tagore en el poema del encabezado.

¿Max ha fracasado definitivamente o se abre una oportunidad de una vida más plena? Cada cual lo entenderá a su manera, esa es la grandeza de los finales abiertos.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Pi, fe en el caos (1998).