[Ensayo] «Rebelión en la pampa salitrera»: El trágico ying-yang de la historia de Chile

La novela del autor alemán Theodor Plievier —publicada originalmente en Holanda, en 1936— corresponde a una pintura de espacios y de caracteres sociológicos conocidos, donde recrea el karma trascendente del pueblo nacional, desposeído de amor paterno en un momento político, y el cual el narrador germano se encargó de investigar y de recrear valiéndose de una mirada inquisitiva y de la precisión de su palabra.

Por Hernán Ortega Parada

Publicado el 14.9.2021

«La lengua es un hecho social y, como dijo Pisani; es algo que no existe cuando todos los hablantes de ella duermen y no sueñan.”
Federico Schopf

Me ha tocado ser testigo de la evolución política de Chile y, grosso modo, del resto del mundo desde 1950. Por aquel año, en la entonces tranquila ciudad de Quilpué, emergiendo de la adolescencia, participé en la fundación del departamento juvenil de un potente y activo movimiento político que a los pocos años ejecutó profundas transformaciones en la educación, en el agro y en la economía chilena, como asimismo en un modo de buen e hipócrita gobierno según se ve a la distancia.

Dicha actividad consignó cierto pensamiento de redención social. En aquel entonces la difusión de nombres de candidatos y de banderas se hacía a pulso, por así decirlo: pegar carteles con engrudo en muros y postes, pegar bandas también de papel en soleras, aparte de utilizar pinturas blancas en pavimentos y cuanto lugar sirviera para ello.

Era legal y no lo era porque el entusiasmo solía enceguecernos. Había que hacerlo de noche. Estar atentos para esquivar la vigilancia policial. Pero más atentos al encuentro con efectivos de ideologías contrarias. Así es que muchas veces nos vimos envueltos en guerrillas de pedradas en calles centrales o vías más alejadas. A la distancia, todo eso parece juego de niños.

Años después, secuestrado por ideales, esta vez independientemente, desde otros puntos del país, estuve atento a las enormes erupciones políticas que finalmente nos condujeron al cierre del siglo XX. No vi más ese idealismo de los 50 y 60 que vibraba en jóvenes y mayores, de clase media hacia abajo. Mi otero no es de rencores ni complejos, sólo una impresión de la realidad viajera. Pero la lucha es inevitable.

Este especial prolegómeno es para establecer en autos que siempre he estado pendiente de la cosa social. Es decir, de acuerdo con Pisano, no he dormido y no he parado de soñar.

Mi cercanía a la literatura me ha permitido ingresar a los subterráneos de la vida humana. Principalmente a través de lectura de ensayo, filosofía —nunca mística—, historia, textos memorialistas y de crónica. Estas experiencias, la mayoría de las veces críticas, provocan meditaciones.

Las meditaciones permiten desconfiar de las apariencias, entender que un texto puede contener subtexto, que un discurso encierra una orientación que a su vez esconde otra, que la verdadera historia no está escrita, que la historia que se está viviendo hoy en Chile es de dudosa reputación.

En consecuencia, he estado atento a la gran interrogante sicológica en el sentido de pretender a evaluar la importancia del padre en el ser humano.

Reconozco la validez de dicho espectro en las religiones. Reconozco la existencia del complejo antimachista.

Sin embargo, mi derrotero es muy distinto. Ni siquiera el padre biológico.

Me ha interesado el padre simbólico. Es aquel que sublimado está en un círculo mayor (o intermedio, como quiera el amable lector) y que está, es evidente, en el territorio que nos da, en los mejores casos naturales, una lengua, una identidad, una realidad.

Pero, en el fondo cierto de que no todo se perfecciona en su totalidad ya que siempre estamos en evolución, pues tal sueño, tal esperanza suele acercarse hasta cubrirnos protectora o, dipsómana, huye dejándonos a veces tristes, a veces decepcionados y predispuestos a la aceptación de un sino desafortunado, incómodo, penoso.

Así, ¿no es justo pensar que un gobernante debiera ser un padre para la nación?

 

Los espantosos y habituales genocidios

Conozco el pasado de nuestra historia nacional. Hoy me detengo en aquellos primeros cincuenta años del siglo anterior. ¡Cuántos muros cierran exprofesso la realidad de una época en que el mundo, dando tumbos y explosiones, cambió en definitiva como cosa no soñada! Claro, la expansión de nuevos imperios, el poder de las armas, el poder del dinero internacional.

Incluso los progenitores de las más grandes religiones entraron en la carrera. Discúlpenme, pero ha sido así desde mucho más atrás. Y esa mirada al pasado nuestro, cada vez que levanto un velo, o remuevo un adobe, me sobrecoge y espanta pues una y otra vez se repiten capítulos de inaceptables abusos de poder, de increíbles saqueos de bienes de la nación y de espantosos genocidios. En nuestro país.

Tenía que desahogarme primero.

Recién llegó a mis manos Rebelión en la pampa salitrera, del escritor alemán Theodor Plievier (1892 – 1955), en una primera versión al castellano de Judy Berry-Bravo y Pedro Bravo Elizondo, académicos en los EE.UU. Es una muy buena edición bajo los sellos compartidos de Campus Universidad Arturo Prat y El Jote Errante (Iquique, 2003, 416 páginas). El original se publicó en Holanda, en 1936, y de inmediato fue traducido al inglés (Londres, 1937).

En resumen, significa que dicho texto, escrito en tercera persona bajo el formato de novela, trata de escenarios desconocidos para el europeo y contiene una voluntad ideológica que, lejos de desmerecer la obra de arte —la novela lo es—, la enriquece y le proporciona una vitalidad extraordinaria.

En lo esencial del argumento, éste alcanza su clímax al situarse en el fondo de la tragedia política nacional de los años 20 y 30 que, a su vez, se agravó con la enorme crisis económica mundial de ese tiempo.

La novela está dividida en tres libros: Uno, «De Hamburgo a la Costa Oeste», Dos «En las tierras de Atahualpa»; y Tres «La rebelión de los condenados».

Hay que advertir que siempre donde se menciona Atahualpa, debe entenderse Tarapacá; y ello, a mi parecer, es una ingenuidad del autor que han respetado sus traductores y editores en forma no muy convincente; ocurre que si muchos nombres de protagonistas se esconden bajo alias muy simples, en cambio se mencionan lugares geográficos exactos y se individualizan personajes de histórica importancia, como Recabarren, la República Socialista de América —de Marmaduque Grove y su gobierno de 12 días—, y, enseguida, el ciento de Carlos Dávila —un ambicioso diplomático que, a río revuelto, se tomó el mando de la nación—.

El nudo de la trama se aprieta en este Libro Tres, donde las escenografías y los movimientos de los personajes están influidos por las decisiones emanadas de los gobernantes.

Quizás esta es la mecánica errada de los percances sociales Hay mención de la sublevación de la escuadra, de norteamericanos que tratan de asegurar sus intereses económicos en Tarapacá y el infaltable y cruel tiranuelo sito en Iquique en el cargo de jefe.

Podría, tal vez, seguirse el itinerario de acontecimientos comparándolo con la información de un buen manual de historia. Muchas situaciones coinciden con exactitud y otras aparecen como imaginados entendidos del narrador omnisciente.

Por ejemplo, el supuesto lanzamiento al océano de mil obreros nortinos, encadenados, desde la cubierta de un buque de guerra chileno, en la primera época de Carlos Ibáñez. Están la Derecha y la Izquierda. Pero están las muertes injustificadas de otros cientos de obreros y cesantes, a manos de soldados y policías.

El pueblo de Tarapacá, indignado por el desgobierno y los abusos, toma las armas de los cuarteles y se apronta a defender la región coordinándose con líderes de la capital y de Valparaíso. Son, en suma, los crueles años 31 y 32.

Theodor Plievier, es un nombre desconocido para el lector común de nuestro país. Pero ocurre que tiene un currículo literario y una biografía interesantísimos, todo ello revelado en páginas preliminares del libro en cuestión.

Obras como Stalingrado (1945), Moscú (1952) y Berlín (1954), pusieron al autor en primera línea. Certifican estas impresiones mediante escritos en la prensa, Carl Weiskoft en Suiza, Arthur Koestler («Un Jack London marxista»…»poder dinámico en la estructura de la trama»), y Graham Greene entre otros («Herr Plievier muestra un inmenso poder como narrador…»).

Esa personal ideología de izquierda es un rechazo absoluto a todo orden de cosas que limiten la libertad de pensar y actuar del individuo. Así como dicho autor pasó la Segunda Guerra Mundial en la URSS por su repudio al nazismo hitleriano, y, al término de ella, en la Alemania Oriental, termina su búsqueda de ideal en el otro Berlín, el de los aliados, a donde llegó finalmente arriesgando su vida.

Durante la Guerra del 14, prestó servicios en la armada de su patria y, al término de ella, instaló una modesta editorial; pero, recién después del 30, publica varios libros de narraciones propias que recogen sus experiencias como imberbe navegante y como observador inteligente de ambientes sudamericanos.

Por su abierto izquierdismo fue perseguido y sus libros fueron quemados por la Gestapo. Se le quitó la nacionalidad. Y se refugió en Rusia.

Ahora bien, su arribo a este lado de América transcurrió con más precisión cuando huye de su hogar, a los 17 años de edad, y se esconde en un velero, en Hamburgo, para venir a desembarcarse —también sin permiso— en nuestro Iquique.

Por esta razón Rebelión en la pampa salitrera es una pintura de espacios y de caracteres sociológicos conocidos, donde recrea, años después, la tragedia del pueblo chileno desposeído de amor paterno en un momento político que el autor se encargó de investigar desde lejos. Tiene para ello, la mirada inquisitiva y la precisión de la palabra.

Es comparable, además, con Joseph Conrad y Herman Melville, básicamente por una entrañable relación con el mar. Pero se aleja de ellos por una tendencia ideológica exacerbada, a lo mejor con justicia, a lo mejor con una clarividencia que nuestra cultura y carácter nacionales no acostumbran a sustentar con devoción y honestidad: el rechazo de toda hegemonía tiránica.

Porque si se habla en nuestros tiempos de la «muerte de las ideologías», ello es una falacia que sólo permite, en la palabra y la práctica, otra de mayor profundidad y perversidad porque involucra una anestesia a veces mortal sin que se perciba su veneno.

Mi preocupación por las cosas que han ocurrido en el norte del país, en el siglo pasado, tenían que ver con la matanza en la Escuela Domingo Santa María, de Iquique, en 1907. Hecho que nuestra educación media esconde, que nuestro relato de la historia menciona como un hecho ocurrido en otro planeta. Esto es indignante.

He visto algunas crónicas. Rechacé previamente las cantatas y la lectura de una novela porque esa gestualidad «idealiza» así como también Plievier ha colocado tintas personales —al margen de su habilidad literaria— en una narración, por lo demás, entretenida y a veces alucinante.

Esa inquietud íntima permitió que solicitara, y llegaran a mis manos, además, dos libros que me parecen testimonios parciales pero reveladores.

 

El escritor alemán Theodor Plievier

 

Esconder los crímenes políticos

Uno es Los mártires de Tarapacá, escrito por Vera y Riquelme, dos testigos directos de la matanza en la Escuela Santa María, ocurrida el 21 de diciembre de 1907. De estos cronistas no se conoce identidad ni nombres completos, pero firman la primera edición impresa en Valparaíso, en enero del 1908.

El otro libro es 21 de diciembre, escrito por Leoncio Marín y publicado en Iquique el 15 de febrero de 1908. En la presentación de éste, se dice: «La memoria nacionalista apoyada fuertemente por el Estado, por la escuela y los medios de comunicación de masas, imponen los términos del recuerdo y una lectura fundacional del pasado que no da espacio para que otros discursos, en este caso, el de la clase obrera, interfiera en su despliegue».

Sentencia que corrobora no solamente mi impresión en evidencia sino que titula un fenómeno real que se da en muchas partes.

¿Es la vergüenza o el arrepentimiento lo que motiva a los detentores del poder, ligados por ideologías a los causantes directos de tanta tragedia, esconder sus crímenes? ¿Cómo pudo un presidente de la República, seguir impávido después de la matanza del Seguro, en Santiago, ocurrida a menos de 100 metros de su escritorio?

Para qué seguir.

Plievier estuvo en Tarapacá entre 1909 y 1910, donde recogió impresiones directas de la tragedia ocurrida en la Escuela de Santa María. De modo que la difusión de sus sentimientos a través de la literatura es plenamente comprensible. Iquique ya había sido eje de la política nacional después de la Guerra del Pacífico.

En efecto, al Presidente Balmaceda el Partido Conservador ya le había negado el presupuesto para el año 1891 y así el Ejecutivo adoptó la decisión de anunciar la revalidación (inconstitucional) del presupuesto anterior.

Fue el pretexto para que los mismos que le negaron las finanzas para gobernar declararan la rebelión, o «revolución», o «guerra civil» que suena mejor para la historia, que duró ocho meses y cuyo costo en vidas humanas se puede medir como una tragedia entre políticos y castas con ambiciones desmedidas. Fue una guerra a muerte entre dos castas dominantes.

Para algunos, las luchas de clases se inician en Valparaíso, el 11 de mayo de 1903, a raíz de la gran huelga de estibadores (exigían disminución de las horas de trabajo —de 12 a 9 horas diarias—, pago de salarios atrasados y aumento de las remuneraciones, a fin de mejorar sus condiciones de vida).

Se suman panaderos, personal de ferrocarriles y trabajadores de grandes empresas, por el mismo motivo de fondo. Si bien el despertar lo produce la unión de la clase abrumada, tras ellos está la nueva ideología social que transformará a la mitad del mundo y apurará en parte los abusos de la otra mitad.

En resumen, ideología contra ideología.

La crónica porteña que no debe repetirse acusa destrucción de carros en las calles, asalto a negocios, con las únicas armas que poseen los ofendidos: piedras. No hubo matanzas porque el teniente Valverde, de la Marina, al frente de su tropa, grita a la masa de huelguistas: «Tengo orden de disparar y despejar la calle, y si no se retiran mandaré hacer fuego». Sin duda, un jefe con criterio, pues no hubo disparos. La poblada se retira dando gritos en honor a la Marina.

Pero la lista de rebeliones y matanzas injustificadas de miles de seres humanos oprimidos por sistemas bastardos, a veces con la inclusión de mujeres, niños y ancianos, ocurridas en nuestro suelo patrio en el siglo XX, aun no conmueve a conciencias que sólo se preocupan enfermizamente de acumular fortunas ilimitadas despojando a las clases dominadas porque no hay una ley terrenal suficiente para frenar las ambiciones de grupos o personas.

El año 1906, Plaza Colón, de Antofagasta, gobierna Pedro Montt, es el polvorín para un nuevo y sangriento encuentro. Se crean las «guardias blancas», elementos de choque de jóvenes de familias detentoras del poder, proveídos con armas de los Arsenales de Guerra, y su accionar se extiende hacia el norte. Plievier los conoce en Iquique y obran en sus páginas.

El 21 de diciembre de 1907, la simple eliminación de más de 2 mil personas, cesantes y famélicas, reunidas en la Plaza Manuel Montt y en la Escuela Santa María, Iquique. Las oficinas salitreras San Gregorio, 1921, y La Coruña, 1925. Siguen los casos de la FECH, Santiago, y de los obreros de Punta Arenas, en 1920.

En Ranquil se fundó el primer sindicato campesino en 1928 y la zona fue arrasada a sangre y fuego en 1934: para la estadística sólo más de 3 mil muertos, entre hombres, mujeres y ancianos que amaban su tierra.

A fines de enero de 1946, 20 mil personas unen sus protestas en la Plaza Bulnes; hecho inadmisible para el gobierno de Alfredo Duhalde, y se ordena ataque de caballería (sables) y fuego a discreción con fusiles.

El 2 de abril de 1957, Ibáñez de nuevo, alza de pasajes de la locomoción colectiva, movimientos estudiantiles. Matan a la joven dirigente comunista Alicia Ramírez. Hordas de maleantes —cesantes de las poblaciones periféricas—, asolan el centro de la capital.

El jefe de plaza, general Horacio Gamboa, ejecutor de la sangrienta represión a bala, escribirá en sus memorias, más tarde: «Sólo la derecha ha podido ser capaz de superar al comunismo en la dirección de las asonadas de abril… Tiene una vieja e ininterrumpida experiencia histórica…». Experiencia que se repetirá apenas dieciséis años después.

¿Derecha e izquierda, capitalismo y socialismo? No es lo uno sin lo otro. Trágico ying-yang no asumido moralmente por quienes debieran ser padres de una nación.

 

Theodor Plievier

 

Irrumpe la «2666» de Roberto Bolaño

Esta es una reflexión que no tiende a nada. Salvo, despertar. Mirar con sensibilidad abierta un historial que nadie garantiza que haya terminado. Como si los holocaustos no continuaran en otras latitudes haciendo desaparecer grupos étnicos que estorban a los vencedores.

¿Vencedores de qué?

Agrego un punto —lejano a la vena abierta que aparece en el texto—, que puede ser discutible: acabo de leer la oceánica novela 2666, de Bolaño. Esta obra y la del alemán —vistas superficialmente—están divididas en «libros», que podrían ser independientes unos de otros, que pueden ser dados a conocer cada uno por sus títulos, pero que corresponden —es evidente— a la mirada unitaria de una época, de un universo humano sorprendente por esa «mirada nueva» (Benjamín Subercaseaux) que es la característica de los grandes narradores y científicos.

El uno coloca su atención en los seriados, casi infinitos, asesinatos de mujeres en el norte de México. El alemán, a las matanzas de obreros en Tarapacá. Ambas obras son protestas, testimonios para que «ojala nunca más».

Otro aspecto que me llamó la atención, es que en el estilo de ambos autores hay similitud de dinámica interior en la escritura, hecho que hace a dichas obras atrayentes, perdurables.

Y paro de aventurar mis disquisiciones literarias.

Nadie nace rebelde, nadie nace anarquista. Como asimismo, ningún ser que accede a ser gobernante ha nacido dictador. Tampoco un padre es intrínsecamente injusto, malo. Qué ocurre entonces. Ideologías cerradas, autócratas. Dentro de una sociedad hay seres pasivos y otros activos. La sociedad es una; debe ser una. El concepto de sociedad es de relaciones; y el diccionario agrega: «La sociedad capitalista inaugura la sociedad de clases».

Sólo la cultura profunda hace personas distintas por sobre las divisiones. Son los principios morales los que determinan una conducta y leyes adecuadas para la educación y la salud de toda la familia, sin exclusiones, y esos principios, por desgracia, suelen ser substituidos por intereses personales o dictados externos aun para desviar doctrinas constitucionales finamente elaboradas.

¡Oh, buen padre terrestre, cuánta falta haces!

¿O no será un padre más activo lo que hace necesaria su presencia?

 

***

Hernán Ortega Parada (1932) es un escritor chileno, autor de una extensa serie de poesías, cuentos, notas y ensayos literarios.

 

«Rebelión en la pampa salitrera», de Theodor Plievier (Campus Universidad Arturo Prat y El Jote Errante, 2003)

 

 

Hernán Ortega Parada

 

 

Crédito de la imagen destacada: Memoria Chilena.