[Ensayo] La corrupción en Chile: Falta de control y sin transparencia

La comunidad nacional fue organizada para que sus estamentos superiores gozaran de la plenitud del poder, así no es casualidad que el presidencialismo local sea uno (si no, el único) de los más extremos del mundo, ni tampoco que las empresas e instituciones del Estado, actúen con la más absoluta autonomía.

Por Manuel Acuña Asenjo

Publicado el 15.9.2021

Una referencia necesaria

Corrupción es un sustantivo. Femenino. Es el acto de corromper. Corromper, por su parte, es descomponer las partes de un cuerpo, separarlas, a fin de conseguir la destrucción de su estructura primitiva. Por analogía, se aplica a otras disciplinas como lo son la política y las ciencias sociales.

En estos últimos casos, la referencia se hace a prácticas que llevan al cuerpo social, o a las instituciones que existen, a su descomposición y, en consecuencia, a su eventual extinción. Su influencia es tan perniciosa que un autor tan prestigioso como, lo fuera y sigue siendo, el escritor ruso Nikolái Gógol, en una de sus obras, advierte:

«[…] lo importante es que nos incumbe salvar a la patria, que la patria se halla en peligro, no por la invasión de veinte razas extranjeras, sino por nosotros mismos».

No es la corrupción un fenómeno nuevo, por lo que hace suponer a muchas personas corrientes —e, incluso, académicos—, que se trata de una impronta natural, estampada a fuego en el alma humana. Como parece estimarlo el abogado Luis Sergio Bates Hidalgo, ex ministro de Justicia bajo el gobierno de Ricardo Lagos, ex presidente del Consejo de Defensa del Estado y hombre de la más absoluta confianza de la antigua alianza Concertación de Partidos Por la Democracia. Concepción que estimamos errónea como lo veremos en este trabajo.

Casualmente, días después de que el brillante académico diera a conocer públicamente su poco cuidadosa tesis al respecto, nuestro buen amigo Hugo Latorre, en un artículo que publicara el periódico El Clarín, también tuvo oportunidad a referirse al tema trayendo a colación la obra del escritor ruso Nikolái Gógol Almas muertas, en donde, entre otras cosas, se pueden leer los siguientes párrafos:

«Estoy convencido de que la corrupción no puede extirparse por ningún medio, ni por el terror ni por los castigos, que tiene raíces muy hondas. La costumbre deshonrosa de aceptar sobornos se ha hecho necesaria e inevitable, aún para aquellos que no son de natural corruptos. Sé que para muchos es poco menos que imposible oponerse a la tendencia general. Pero ahora es mi deber, como en momento decisivo y sagrado, cuando nos corresponde salvar a la patria, cuando todo ciudadano ha de aguantar todas las cargas y hacer todos los sacrificios, es mi deber ahora apelar a la conciencia de aquellos de vosotros que todavía conservéis un corazón ruso y alguna noción del significado de la palabra honor […]».

 

Introduciéndonos en la raíz del fenómeno

Es un hecho indiscutible que el fenómeno de la corrupción se ha extendido a lo largo y ancho del planeta, especialmente, luego de la instalación del modelo de economía social de mercado. Lo cual no quiere decir que antes no existiera.

La corrupción siempre ha estado presente en la historia; los modos de producción que se han sucedido a través de los siglos, la generalidad de esos modos de dominación, así lo han determinado.

Y bajo la forma de acumulación impuesta desde 1990, en adelante, ha experimentado un notable desarrollo. Especialmente, en la nación chilena que fue la exportadora de ese modelo.

Pero, si así ha sucedido, ¿a qué se debe todo ello? ¿Tiene razón Bates cuando afirma que la corrupción es parte de la esencia del ser humano? ¿Cuáles son sus orígenes?

Nuestra opinión es que, para encontrar las raíces de la corrupción, hay que intentar proveerse, previamente, de un instrumental teórico que ayude en tal empeño. Y nos parece muy apropiado recurrir a las ideas y propuestas hecha por ese gran intelectual que fuera Arthur Koestler, para quien cada persona conlleva consigo dos tendencias fundamentales que determinan su existencia; tales son la «auto afirmante» y la «integradora».

La primera de esas tendencias, la «auto afirmante», es la que permite al individuo perseverar en sí, la que lo conduce por la senda de la búsqueda de su propia identidad. Corresponde, en el fondo, a lo que Carl C. Jung llamó «proceso de individuación», es decir el proceso aquel en virtud del cual el individuo se hace cada vez más él mismo, acentúa sus rasgos, apetencias, aptitudes, cualidades y calidades.

La tendencia integradora, por el contrario, es la que le hace ser parte de una comunidad, le hace incorporarse a una estirpe o especie cuya pertenencia necesita para desarrollarse y vivir y a la que le resulta imposible dejar de abandonar.

Por consiguiente, el comportamiento óptimo de ese individuo no puede ser sino el equilibrio que pueda lograr en el desarrollo de ambas tendencias. Y su anormalidad, el correspondiente desequilibrio de aquellas, el crecimiento desmesurado de una por sobre la otra, y el absoluto predominio de aquella que se impone sobre ésta. En estricta teoría.

Tenemos, así, un basamento sobre el cual podemos asentar otras contribuciones teóricas al respecto.

Sin embargo, el problema radica en que ambas tendencias no se desarrollan en un ambiente aislado, en una probeta o en un tubo de ensayo, sino en la vida social que el individuo lleva, que no es sino su práctica o interacción social. Es ahí donde surgen las dificultades, pues el predominio entre una y otra tendencia no está resuelto sino, por el contrario, necesita resolverse; y tal resolución, necesariamente, ha de ser social.

La disputa por imponer los intereses propios comienza; y comienza también la disputa por apartar los ajenos. Estamos al interior de un modo de producción que es, a la vez, modo de dominación que se reproduce día a día.

Hay clases sociales y fracciones de clases que, igualmente, se van a reproducir. Una ha de imponerse por sobre las otras para ejercer la dominación. Hay, por ende, autoridades y, consecuencialmente, autoritarismo. Reproduciéndose constantemente.

La reproducción social se llama costumbre. Y la costumbre crea cultura, que no es sino la forma de relacionarnos unos con otros, que, por lo mismo, no es sino una cultura autoritaria.

 

C=(A+D)-FC

Las ciencias sociales han adoptado, para sí, la misma mala costumbre que muestra la economía: aplicar la metodología matemática para estudiar los fenómenos, práctica que es aconsejable para muchos casos pero no para todos.

Por lo mismo, no debe sorprender que se recurra a elaborar una especie de fórmula para describir correctamente la esencia de la corrupción. A esa elaboración se acostumbra considerar como «causas» de la misma, desconociéndose los aportes de Aristóteles al respecto.

Por lo mismo, no es extraño escuchar que alguien, tratándose de esa materia, musite, en voz baja, una propuesta según la cual C=(A+D)-FC, en donde C es corrupción, A es autoritarismo, D es discrecionalidad y FC es Falta de Control o, lo que, en otras partes, se presenta como «T», de transparencia.

El problema radica en determinar si es posible compatibilizar las investigaciones de Koestler con la fórmula antedicha y tratar de entender el fenómeno en su real magnitud.

 

Los efectos del autoritarismo 

De la fórmula antedicha, la «A» representa el autoritarismo que, sin lugar a dudas, permite la imposición de la corrupción como forma de vida. Pero este factor no lo hace per se. Requiere de otros para reproducirse y propagarse dentro de la sociedad. Esos otros elementos no son sino, de acuerdo a la fórmula, discrecionalidad y falta de control.

La «discrecionalidad» permite al sujeto autoritario ejercer su autoridad a discreción, es decir, ejercerla cómo y cuándo quiera; Falta de Control significa, por el contrario, que el individuo no responde a instancia alguna de sus actos, no está sujeto a control alguno.

Esta ‘falta’ o carencia de control no la ignoran los organismos encargados del buen funcionamiento de una sociedad. No por otro motivo la carencia de control en el empleo de los recursos fiscales, en el reciente escándalo descubierto en las Municipalidades del barrio alto, ha sido duramente criticada por algunos ex fiscales y el propio Consejo Para La Transparencia CPLT.

Se puede entender, así, que el valor más preciado para el sujeto autoritario sea, en consecuencia, la libertad. Que todas sus luchas y argumentos se orienten en torno a la «libertad», y que muchos de sus seguidores orienten sus luchas en esa prédica, ignorando algunos que la libertad que el autoritario exige para sí es la del zorro en el gallinero. Lo que puede explicar el notable desarrollo que ha tenido la corrupción bajo la forma de acumulación actualmente vigente.

En consecuencia, para que la corrupción se desarrolle sin impedimentos no deberían existir aparatos o instituciones que ejerzan control alguno sobre los actos que ejecuta el sujeto autoritario. Sin embargo, a nuestro entender, hay un elemento más que debe considerarse. Ese no es otro que la reproducción de la conducta.

 

La reproducción de la conducta 

La conducta reprochable que muestra un sujeto autoritario debe reproducirse una y otra vez para que adquiera el carácter de corrupción. La corrupción no es un acto aislado sino una forma de actuar, una forma de vida, si se quiere.

Dado que los sujetos autoritarios actúan sin sujeción a norma alguna y no dan cuenta de sus actos, esa conducta se reproduce como forma de vida del espectro social. No de todos, por supuesto; pero de un grupo considerable.

Fundamentalmente, es ejercida por la escena política del país y quienes son conocidos como «personalidades». No lo olvidemos: el acto aislado no es corrupción porque aún no crea costumbre; pero eso sucede en la medida que el acto reprochable se reproduce. La reproducción de la conducta (RC) es trascendental en este aspecto. La sociedad se encuentra corrupta cuando los actos reprochables son cometidos por muchos de sus miembros.

No es, entonces, la «ocasión» la que hace al ladrón, como reza el viejo adagio chileno, sino la concurrencia de un conjunto de factores, entre los cuales no puede dejarse de lado la reproducción.

En consecuencia, la corrupción no es un problema de la esencia humana, de perversión humana como parecen creerlo algunos académicos, sino la adaptación de una conducta a una forma de vida que existe en determinado sector social.

En Grecia (Esparta), nos recuerdan los historiadores, el robo estaba permitido: lo que se penaba por la autoridad espartana no era el acto de apoderarse de un bien ajeno sino el dejarse sorprender. Costumbre que puede sorprender a más de alguien hoy.

 

Cómo se reproduce una conducta 

La reproducción de una conducta se manifiesta en la adopción de una cultura. La corrupción no recorre un camino diferente: impone una cultura. No es porque sí que los miembros de la «elite política» de una nación se protegen entre ellos; no es porque sí que existen normas ‘morales’ entre la delincuencia respecto a la comisión de sus actos delictivos.

La «ley de la omertá» es un ejemplo de ello; también los llamados «pactos de silencio», comunes en los institutos armados.

Pero es importante destacar algo más: la reproducción de una conducta reprochable se hace fácil en la sociedad capitalista pues el modelo ideal sobre el cual se organiza la forma de vida de una sociedad de esa naturaleza es la conducta de sus dirigentes.

Se organiza, así, una cultura de la corrupción que no se da solamente en los sectores altos de la sociedad sino, además en los bajos, que reaccionan a la manera que nos lo recuerda el maestro de Tréveris:

“Cuando los de arriba tocan el violín, los de abajo no pueden sino ponerse a bailar”.

Concepción más o menos similar a la que señala Gogol en sus obras:

“Resulta, de todos modos, más conveniente que un subordinado se adapte a la forma de ser de su jefe, que no el que un jefe se adapte a la manera de ser de sus subordinados. Es más en armonía, con el orden de las cosas y más fácil, porque el subordinado tiene un solo jefe, mientras que el jefe tiene cientos de subordinados”.

Y es que la reproducción de la conducta del superior en el inferior no sigue sino los mismos parámetros de la cultura, de tal manera que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la cultura de los sectores dominantes es la cultura de los sectores dominados.

Más, aún: repitamos con Karl Marx que quien ejerce el poder material de una sociedad, ejerce también su poder espiritual.

De lo cual se infiere que la fórmula C=(A+D)-FC, para ser más exacta, debería contener la reproducción de la conducta como algo primordial.

 

La corrupción en la sociedad chilena 

La sociedad chilena fue organizada, precisamente, para que sus estamentos superiores gozaran de la plenitud del poder. No es casualidad que el presidencialismo chileno sea uno (si no, el único) de los más extremos del mundo; ni que las empresas e instituciones del Estado, actúen con la más absoluta autonomía.

No fue casualidad, tampoco, que la Constitución fuese impuesta a la ciudadanía sin consultar su voluntad ni que se concediera autonomía financiera a los institutos armados; tampoco que se diera autonomía institucional a las FF. AA. destruyendo el control del poder civil sobre las mismas.

Del mismo modo, no es casual que se privase de toda facultad fiscalizadora de los organismos sometidos a su tuición, a las Superintendencias, y que se liberara a las Municipalidades de la tutela de la Contraloría.

Y así, podríamos seguir señalando casos y más casos que reafirman la inequívoca intención de las clases dominantes de entregar el uso y abuso de los recursos estatales a personas que se encuentran exentas de responsabilidad en cuanto al empleo de los fondos de las empresas e instituciones a su cargo.

Podemos, en consecuencia, afirmar que la sociedad chilena fue organizada para entregar la más amplia libertad de acción a aquellos que se hacían con el poder en la misma, y no a la ciudadanía.

 

Rasgos principales del corrupto

El sujeto corrupto no se arrepiente de los actos reprochables que ejecuta; por el contrario, persevera en ellos, los vuelve a cometer una y otra vez. No lo hace por maldad sino porque está convencido que tiene derecho a hacerlo; por eso no pide disculpas. Cree ser parte de un estamento al que todo le está permitido. Reivindica su carácter de clase.

Y como está convencido de ello, que ejecutar semejantes actos es «su» derecho, le desconoce a los demás la facultad de llevarlos a cabo: el corrupto es el típico sujeto que ve la paja en el ojo ajeno y la viga jamás mira en el propio.

Por eso, es el primero en protestar desaforadamente cuando un adversario suyo realiza actos que solamente considera propios de su autoría, exigiendo condenarlo a las penas del Infierno.

 

Un acercamiento a la contingencia diaria

La problemática de las clases sociales nos conduce a entender que no debe extrañar, por lo mismo, que el «caso» de un convencional constituyente como Rodrigo Rojas, haya causado tanto revuelo. Porque las clases dominantes y sus fracciones establecen «raseros» comunes a todos. En sus concepciones, todos somos iguales porque tenemos el rasero común de la pertenencia a una estirpe.

Y, establecida una calidad común a un grupo humano (la pertenencia, en este caso, a la categoría de «convencionales constituyentes»), son todos mirados como iguales en circunstancia que no lo son y, por lo mismo, se les exigen idénticas cargas y responsabilidades.

Las diferencias de clase desaparecen como por encanto; y no lo hacen de manera diferente a como sucede en las justas electorales: todos somos iguales porque todos tenemos derecho a voto.

Entonces, el verdadero constituyente corrupto levantará su voz para demonizar a quien, dentro del grupo, comete un error que estima grave, e incitará a otros a hacerlo. Porque igualar a los seres en determinada calidad hace realidad el poema de Jorge Manrique según el cual, «allegados a la muerte son iguales los que viven de su suerte y los ricos».

 

Una respuesta al señor Bates 

No podemos afirmar, entonces, lisa y llanamente —como lo hace el académico Luis Bates—, que la corrupción es intrínseca a la naturaleza del ser humano sin arriesgarnos a formular una barbaridad de la que, más tarde, podríamos arrepentirnos.

La corrupción no existe en el éter sino se manifiesta en la medida que se vive en sociedad; depende, además, del grado de presión que los distintos componentes de la fórmula antes enunciada ejercen sobre el necesario equilibrio que las tendencias auto confirmantes e integradoras mantienen entre sí.

Los seres humanos nacen a la vida, como todos los demás seres de la naturaleza. No son buenos ni malos; son seres que, simplemente, nacen. Y que son lanzados a la vida para aprender allí el arte de sobrevivir.

No hay una maldición bíblica acerca de algún fruto prohibido que nos haga llegar con una mácula a enfrentar la lucha por la vida. No basta la tradición judeo cristiana para explicar el fenómeno de la corrupción.

Por más que quien quiera hacerlo exhiba títulos y menciones que lo habilitan para ello.

 

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Manuel Acuña Asenjo es miembro de la Sociedad de Escritores de Chile, de la Corporación Integración y Futuro, del Comité de Defensa de los Derechos Humanos y Sindicales CODEHS (creado en 1970 por Clotario Blest), y ex director del Banco Central, exgerente en Santiago de la Compañía de Cobre Salvador, y exdirigente sindical bancario, además de abogado de la Universidad de Concepción y máster en economía por la Academia MG Gruppen i Stockholm, de Suecia.

 

Manuel Acuña

 

 

Imagen destacada: Raúl Torrealba, exalcalde de Vitacura.