[Ensayo] «Viaje hacia la orilla»: De retornos reparadores y lo infinito

El espiritualista y trascendente filme del realizador japonés Kiyoshi Kurosawa se encuentra disponible en las plataformas de streaming Apple TV y Amazon Prime Video, le valió a su autor el premio a la mejor dirección en la categoría Un Certain Regard, del prestigioso Festival de Cannes, versión 2015.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 16.9.2022

Aunque es más conocido por sus thrillers y sus películas de terror, la obra audiovisual del veterano realizador japonés Kiyoshi Kurosawa abarca muy distintos géneros. Aquí fusiona brillantemente el drama con lo fantástico adaptando la novela Kishibe no Tabi escrita por la exitosa Kazumi Yomoto para retratar el regreso a casa de Yûsuke (Tadanobu Asano) años después de su muerte, un retorno fantasmagórico que supondrá una solución a lo que quedara pendiente entre él y su mujer Mizuki (Eri Fukatsu, en una excelente interpretación llena de matices compositivos).

Y en el reencuentro emprenderán juntos un viaje hacia el mar —allí murió él ahogado— que será algo así como un viaje iniciático para la apocada Misuki.

Un viaje en el que surgirán historias de otras personas que han perdido a un ser querido y sienten que no supieron o no pudieron decírselo todo en vida al fallecido. Y a viceversa, personas que han dejado este ahora y aquí con la dolorosa sensación de no haber tenido la valentía de desnudar su alma para confrontar sus sentimientos con los que han quedado «en la otra orilla».

 

Velos, muerte y realidades

Personas pues a un lado u otro de los velos que separan este espacio tiempo que llamamos realidad de la desconocida, olvidada e incluso negada Realidad (con mayúsculas) sin tiempo que tantos maestros espirituales de todas las épocas nos han evocado. En palabras atribuidas al sufí Rumi:

Este lugar es un sueño
sólo un durmiente lo considera real
Luego llega la muerte como el amanecer
y te despiertas riendo
de lo que pensabas que era tu pena.

La muerte entendida como amanecer versus a la comúnmente temida muerte a la que no se quiere mirar ni de refilón. Y es que en occidente la muerte es para la mayoría de la gente un tema tabú.

No es así en la cultura japonesa, en ella la muerte es parte esencial de su cosmovisión mitológica. Los nipones —y a pesar de la creciente occidentalización— tienden a pensar que generalmente los muertos aportan algo positivo a los vivos y creen que en caso contrario tienen modos para calmarlos —y superar así su propio temor— mediante ofrendas en altares o festivales en su honor como el O-bon de origen budista que celebran cada verano.

Por ese tener tan presente la muerte se puede entender el que Viaje hacia la orilla nos muestre con naturalidad la convivencia entre personas de ambos lados de los velos en un aquí y ahora de excelso realismo mágico que bien pudiera querer honrar las sabias palabras de otro gran maestro espiritual, el hindú Sri Aurobindo: «Lo que es mágico para nuestra razón finita es la lógica del infinito».

Un realismo mágico el de Kurosawa que entiendo excelso por su simplicidad y belleza. Así, las «puertas» entre los mundos o los «puentes» entre las orillas son sutiles brisas que hacen oscilar cortinas ligeras, «crescendos» de luz solar en los espacios interiores o bien sugerentes cortinas de agua creadas por cascadas naturales.

Y excelsas también las delicadas mutaciones espacio y temporales que nos muestra, como la del hogar de un anciano amigo de Yûsuke aficionado a coleccionar flores recortadas de la prensa que él distribuye como repartidor local.

Así, la espectacular belleza de su cabezal de cama multifloral muta a marchito y polvo en el momento en que él vuelve a cruzar al otro lado, sólo una flor roja permanece intacta como legado en medio de la devastación de un espacio antes «vivo» y ahora abandonado.

 

Necesidad de ayuda

La mutación sucede en el momento en que el anciano admite que no trató bien a su mujer, sucede en el momento en que conversando con Mizuki y Yûsuke llega a ahondar en su herida antes no reconocida y puede ser al fin consciente de su propio dolor que expresa en una significativa pregunta: «¿Basta con que uno se derrumbe para que todo se acabe?».

Ese anciano regresó al aquí y ahora pidiendo ayuda ni que sea inconscientemente. Y como él, se nos muestran a otros buscando reparación entre los vivos; y así mismo «muertos» que han vuelto para ayudar a sus seres queridos.

Como el propio Yûsuke y la niña Mako que al ser evocada aparece para consolar y perdonar a su hermana mayor. Es evocada junto al piano que la pequeña tocaba, la evoca su hermana ante Mizuki quien también sabe tocar el instrumento. Precisamente ese es el problema, la mujer nunca tuvo la oportunidad de aprender a tocarlo y envidiaba por ello a su querida Mako.

Es bella la escena en que vemos a Mako practicando y Mizuki que le hace de profesora, una profesora amable y dulce (la antítesis de la rabiosa hermana de su infancia) quien le pide que repita suavemente hasta lograr: «que fluya a tu ritmo». Y observándolas, la hermana en lágrimas.

La niña sonríe, la hermana también y el salón ya sin la pequeña se inunda de luz natural.

 

El sonido propio

Y en esa reparadora labor docente, Mizuki recuerda a su profesor de música quien le animaba a dar lo mejor de sí misma con estas sabias palabras:

«Escucha tu propio sonido. Concéntrate en ese sonido y escúchalo atentamente. Poco importa que detestes tu sonido, eres tú… Deja que fluya a tu ritmo».

Una excelente enseñanza (simple y profunda) que más allá de ser básica para el arte musical se entiende también como pedagogía esencial del arte de vivir.

Y es precisamente el arte de vivir la asignatura pendiente de Mizuki quien siempre ha vivido a “la sombra” de su esposo sin capacidad ni valor para reconocer su propia luz. Así se lo expresa cuando Yûsuke alaba su fortaleza: «yo sola no voy a ningún lado».

Por esa carencia, se entiende que Yûsuke ha regresado, para realizar un último viaje en el aquí y ahora junto a su amada. Mizuki descubre así escenarios y facetas desconocidas —luces y sombras— de él. Luz es sus grandes aptitudes docentes, lo vivencia ella con satisfacción al verlo como maestro apasionado y apasionante impartiendo clases de física cuántica en un pueblo de su pasado obviado.

Y del mismo modo Mizuki le explicará a su esposo aspectos de su vida que nunca le había confesado. Ambos se sienten bien hablando de estas intimidades que antes no compartían: «en realidad hay un montón de cosas que no te he contado, son mis secretos», le suelta ella más suelta que nunca a Yûsuke mientras sonríe su felicidad y sus ojos brillan vida.

Mizuki tenía una vida vacua al no ser capaz de tener el valor de descubrir ni desarrollar su propio sonido, Yûsuke ha sido su maestro.

El viaje iniciático termina junto a la simbólica inmensidad marina —la de la «muerte-ahogo» de él y la de la reunión de todo lo que muta en el ciclo del agua de vida— y con el también simbólico fuego de la pasión propia que por fin late en Mizuki.

Porque Mizuki quema en esa playa unas oraciones que escribió con «mala letra» (así lo entendía Yûsuke). Una expresión simbólica que evocaba su falta de convicción y su falta de luz y voz propia. Así, en ese quemar recetas impostadas (las de una religión concreta que no siente como suya), Mizuki busca dejar atrás definitivamente la mujer apocada que se creía incapaz de ser por sí misma.

Mizuki ha necesitado el apoyo de Yûsuke y a pesar del dolor por la separación ha tenido la valentía de no agarrarse a él permitiéndole regresar a lo infinito, ahí en la orilla sin tiempo le espera su amado.

Yûsuke se lo promete y le entrega una simbólica caja de cerillas con dos (la dualidad de nuestro mundo) esferas temporales, con ellas Mizuki prende las oraciones ajenas y deviene en fe y convicción interior, prende en sí misma.

 

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Viaje hacia la orilla (2015).