[Entrevista] Luis Felipe Sauvalle: «Concibo al escritor como un artista, y para eso es necesario empaparse de realidad»

El narrador chileno y especialista en estudios rusos lanza su tercera novela y el cuarto libro de su ya incipiente bibliografía, ahora bajo el patrocinio de la Editorial Forja: «El club de los suicidas», un texto en donde continúa su particular indagatoria literaria acerca del cosmopolitismo cultural de la ciudad de Santiago, y de la tortuosa relación de sus habitantes, con el resto del orbe.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 6.4.2021

El club de los suicidas (Forja, 2020), de Luis Felipe Sauvalle Torres (El atolladero, Dynamuss) es la más reciente entrega del autor, quien también es un activo columnista y reseñista de diversos medios de comunicación social, entre ellos de Cine y Literatura.

La novela se centra en Bastián, profesor y ajedrecista, y se inicia con una boda. El entorno de este protagonista está conformado por Maura, su hija de 24 años, Ximena, su pareja actual (de 27 años), Raquel (la exmujer y madre de Ximena) y, principalmente, por sus añoranzas que ya no puede perseguir, tanto por su situación actual, como por las limitaciones económicas en las que se halla.

La novela se inaugura con el matrimonio de Maura, al cual Bastián ha sido invitado a último minuto y de mala gana. Las razones se tornan rápidamente evidentes: hay suspicacia por su acompañante, quien podría ser su hija debido a la diferencia de edad.

Prontamente nos enteramos de cómo se ha pactado esta asimétrica relación: Bastián ha seducido a Ximena con su biblioteca, con vino, y con su lengua, que es dura y áspera. Hay mucha actividad entre las sábanas y Bastián acarrea un aura enérgica, con una libido siempre erecta.

El club de los suicidas exhibe un ritmo acelerado y Sauvalle (Santiago, 1987) maneja los diálogos con gran pericia, apuntando, de cuando en cuando, observaciones sociales y percepciones en torno a las pulsiones humanas más vitales y esenciales: la ambición, la derrota, el prejuicio, el oportunismo.

En la narración se cruzan comentarios políticos que traen a colación conflictos sociales y debates éticos, pero de modo anecdótico, aéreo, casi como mensajes subliminales.

Jaime Guzmán Errázuriz y el conflicto mapuche se cuelan en el relato, como parte de un contexto disociado, donde coexisten el derroche (del matrimonio) y la conciencia de una realidad disímil y terrible…

 

«Hay que escudriñar en esa nube de smog que es Santiago»

—Aunque de modo lateral, provees un contexto social que habla de una sociedad muy desigual. Esto también se refleja en diversas marcas urbanas como los barrios de Ñuñoa, la casona Las Condes, el barrio República, ciertos bares. ¿Qué te permiten señalar estos espacios?

—Pienso como un genio, son las palabras de las que se vale Vladimir Nabokov para abrir Opiniones contundentes. En ese libro dice que antes que el símbolo prístino prefiere el dato oscuro, sentencia que ha sido refrendada por tantos otros, incluido el suscrito. Ni símbolos, ni verdades abstractas, ni alusiones a los grandes temas. No: una buena obra de arte representa un fin en sí mismo.

Concibo al escritor como un artista, uno que habita más allá de todo compromiso ético y político, y para eso es necesario empaparse de realidad. Pienso en desafíos como mantener la verosimilitud, la tensión, el argumento, los personajes, y todo ello ocurre en la ciudad; los lugares que me mencionas no son sino sus coordenadas.

Claro que se podría mencionar como contrapunto un tipo de literatura fragmentaria, minimalista, dedicada a pintar viñetas, testimoniales o de auto-ficción (verdaderas plantillas a rellenar cuyo primer párrafo parte con un “Mi mamá…”, y el segundo con un “Recuerdo…”); literatura de evasión, que en el fondo está narrada desde un “nosotros” con un tufillo millennial en busca de validación.

Escuchaba hace poco de cara al proceso constituyente decir a un analista que a este país no lo une nada. Unos dicen que la sociedad no existe, que somos un agregado de individuos que se encuentran en el mercado. Otros que Chile partiría en Copiapó y llegaría como mucho hasta Talca.

Si Chile es un paisaje, como dijo Serrano, habría que escudriñar en esa nube de smog que es Santiago. Una nube bajo la cual algunas veces reina un silencio sepulcral, y otras tantas bulle de vida como un avispero. Tanto la casona de Las Condes, como el departamento de Ñuñoa, y las galerías y moteles del centro me permiten elucidar qué y quienes se ocultan tras esa nube.

¿Sabes? La imagen de la nube de smog ha sido bastante utilizada, digamos mejor que la cuenca de Santiago es en realidad un pozo, un pozo oscuro, lleno de sonidos que reverberan —la bocina de un auto, el vuelo de una paloma, el piscinazo de un borracho medio suicida— es a esos sonidos a los que como escritor me interesa poner oreja.

 

—La novela también ofrece una impresión de la ciudad de Santiago en alternancia con una mirada hacia aquella Europa adobada de cultura, tradición y arribismo.

—Nuestra capital, por razones en las que no es necesario abundar, se presta para los equívocos. Ahora bien, mucha gente, incluyendo a Aristóteles, opina que el error es un suceso mental interesante y valioso.

Si uno lee Rayuela, por ejemplo, se queda con la idea de que París y Buenos Aires son dos ciudades que dialogan muy bien entre sí. Buscar esa complicidad entre París y Santiago constituiría un caso digno de análisis clínico, y me resultó interesante jugar con aquello.

Bastián pasó lo que él consideraría sus años dorados en una Europa que de niño había idealizado y que una vez de vuelta se encargó de idealizar aún más. Es comprensible que en ese matrimonio en Las Condes, que más que matrimonio es un baile de máscaras (o un zoológico, que vendría a ser lo mismo) Bastián se refugie en los recuerdos que laboriosamente ha urdido de París, en donde cada cosa estaba en su lugar.

Aquí en Santiago Bastián se siente una pieza de un engranaje cuyos mecanismos no comprende, y él no está seguro hasta qué punto es conveniente mirar hacia delante o volver la vista hacia atrás.

Una novela que también ofrece ese contraste es Morir en Berlín de Carlos Cerda.

Si bien en un primer examen estaría en las antípodas de mis personajes (el presente de ellos es, efectivamente, el exilio, un exilio obligado y político, mientras que Bastián junto a Raquel vivieron un exilio voluntario y cultural), me parece que aborda la misma problemática desde un ángulo distinto: un sentimiento de pérdida, en donde lo perdido en sí mismo resulta inefable.

 

«Cualquiera que haya seguido el Estallido Social tiene la imagen del fuego bien grabada»

—Háblanos del incendio y su vínculo con la exesposa, Raquel. Según el averiado Tomás Aldunate, Raquel desea “ser viuda… millonaria”. Ella es “una mujer de armas tomar”. Nos enteramos que Raquel desde niña “husmeaba en cofres, cajones, cajas fuertes…”. ¿Es Raquel aquella temida vagina dentada?

—Lo es, definitivamente, y a los hombres que orbitan en torno a ella eso les asusta, pero les gusta. Sin embargo Raquel no era siempre así. Sabemos que en su primer matrimonio se contentaba con una sonrisa sarcástica o un comentario áspero, mientras que a su segundo marido no le da el beneficio de la duda: lo tiene para su uso y abuso, y después lo deshecha.

En cuanto al grado de responsabilidad que ella tuvo en el incendio se lo dejo a la PDI y a los lectores.

Ahora, en otro plano, te puedo decir que cualquiera que haya seguido el Estallido Social tiene la imagen del fuego bien grabada en su cabeza, si eso transmutó en literatura no lo sé, puede que así haya sido.

 

—¿Cómo decidiste presentar la masculinidad en los hombres de tu novela? Por ejemplo, tenemos a Bastián, quien espía libidinosamente a una vecina. En un momento, él reflexiona: “Hubiera deseado que las mujeres que orbitaban en torno a su vida fueran más dóciles con él”. Diego Pataccini (su yerno) tampoco escapa de la necesidad de vestir su toxicidad: cuando se fija en una mujer equis, asume, solo por sus glúteos, que esta es colombiana. Luego, en un bar, es forzado a admitir que una “negrita, de aspecto voluptuoso… ‘está buena’”, a pesar de que “apenas si la había mirado”. La conversación en el bar con dos tipos desconocidos, uno alto, otro bajo, gira en torno a la sexualidad. A Pataccini le aconsejan que experimente con su sexualidad, a lo que él responde: “Eso, claro”. La narración también agrega que Pataccini cultiva un look tipo Che Guevara. Bastián también es descrito con rasgos bohemios y descuidados. Estos hombres–niños tiene una pátina que sugiere exculpación. ¿Qué buscas retratar con estas personificaciones?

—El cuadro social que pinto en El club de los suicidas está de por sí enmarcado en el espíritu libidinoso del capitalismo tardío. Parto de la premisa que los otrora habitantes de la ciudad se transformaron en consumidores: Bastián, que a fin de cuentas es un santiaguino más, es un consumidor compulsivo de logros, de loas, y también de imágenes, imágenes que devora con el deleite de un voyeur.

En un principio Bastián se sienta en ese balcón movido por un espíritu contemplativo, pero pronto encuentra imposible situarse fuera de la vorágine capitalina. Si su hija Maura hubiera ido hasta su departamento a pedirle un consejo él le habría dicho que se alejara del mundanal ruido, porque ahí están las nueces, pero a la hora de los quiubos es en ese ruido mundanal donde él busca estar.

Diego Pataccini es harina de otro costal. Mientras que Bastián ha intentado asumir impertérrito el paso del tiempo, Pataccini ha tenido ocasión de reinventarse varias veces, y pretende reinventarse otras muchas más.

Aquel que se muestra en la escena que mencionas es un Pataccini en medio de su propio viaje al fin de la noche, donde está viendo la cara más horrible de un Chile del cual no es oriundo. Y él trata de responder con cinismo, aunque se le desmorona a poco andar. Cuando unos tipos anónimos le dicen que en la vida hay que probar de todo, él en principio se muestra de acuerdo pero esa noche está en otra cosa.

Ya ha probado suerte en distintos ámbitos, ¡si hasta ha pasado por el ejército! Sabemos que si algo une las filas de los agentes del patriarcado es el ejército, lugar del cual Pataccini se encargó de zafar. Es cierto que después cultivó un aspecto similar al del che Guevara, pero hasta ahí llega su compromiso con la revolución.

Su actitud es la del que piensa “sálvese quién pueda”. Lo piensa pero no lo dice, para tener tiempo de salvarse solito antes de que cunda el pánico. Coincido en que por momentos es un hombre en vías de deconstrucción.

A veces quiere ser un libertino, pero le resulta hasta por ahí no más. De hecho cuando explora el sado-masoquismo si no mal recuerdo no se saca los calcetines. Pero ojo, que la ficción no es el tabernáculo de los derrotados. Un personaje que se pasara de las 200 páginas de un libro pidiendo disculpas sería unidimensional, y por ende aburrido.

A lo largo de la escritura de la novela no quise (aunque me sentí tentado) avanzar por el camino de D.H Lawrence, que es un mistificador del sexo.

Al final uno tiene que engendrar el realismo en los personajes, y si hay momentos en que una escena se desarrolla al borde del absurdo mi tarea es que los personajes se mantengan de este lado, del de la realidad.

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).

Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, y Dame pan y llámame perro, y los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, y la novela bilingüe En la isla/On the Island.

Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«El club de los suicidas», de Luis Felipe Sauvalle (Editorial Forja, 2020)

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Imagen destacada: Luis Felipe Sauvalle.