[Entrevista] Mariana Travacio: «Me interesaba transitar un territorio sin ningún tipo de instituciones»

La narradora y psicóloga trasandina publica su segunda novela —bautizada como «Quebrada»—, y la cual marca un retorno a los temas que analizó en sus entregas anteriores, en especial acerca de un sentimiento de lo arcaico siempre presente en la ruralidad mágica y desmesurada, propia del campo sudamericano.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 22.12.2022

Quebrada (Tusquets, 2022) es la ficción de largo aliento que sigue a Como si existiese el perdón («una novela rural memorable», dice Pedro Spinelli). Aquí también Mariana Travacio (Rosario, 1967) vuelve a tratar el arraigo, el vínculo entre lugar e identidad, la estancia de muertos vivos en tensa relación con el agua.

Vemos esto desde el inicio, a cargo de Lina, la voz narrativa que da paso a la de su esposo y, más adelante, en «El segundo relato», releva a la figura del Tala, el hijo de ambos que ha partido ya en busca de horizontes más promisorios.

A su marido, Relicario Cruz, Lina lo llama por su apellido, como si fuera eso: su cruz. Él, dice Lina: «se aferra mucho a esta tierra, dice que acá nacimos y que acá tenemos que morir. Pero es que ya no queda nadie, le digo. Y me dice que no podemos andar abandonando a nuestros muertos, no podemos irnos y dejarlos acá, Lina, sin que nadie los reconozca». En otro momento, él mismo reflexiona con su voz: «Y me cuesta, porque esta tierra será poca cosa, pero acá nacimos y acá somos quienes somos».

En el universo de Quebrada lo animal experimenta una antropomorfización, como retrata el burro Jumento, quien se describe con dotes y cierta sabiduría ancestral. También se descubre a un hombre montando a una cabra en un corral; lejos de calificar esto como zoofilia, la voz documenta la relación de modo orgánico: «el loco le había puesto nombre a la cabra… le pronunciaba palabras de enamorado… le cantaba canciones de amor». El vínculo entre especies es otro aspecto más del vaivén orgánico que dictamina las relaciones y la supervivencia.

Mariana habla sobre este: «mundo sin ley, un mundo de intemperies y hostilidades», donde: «estamos más inermes, haciendo lo que cada cual puede como puede», y destaca: «una anomia muy grande palpable en este universo, en este espacio atemporal», contenido en Quebrada.

 

«Para mí la literatura es un lugar donde pensar»

—¿Desde qué perspectiva se aborda el conflicto de la emigración?

—Es un tema que me conmueve profundamente. Yo nací en Rosario, me crié en Brasil y ahora resido en Buenos Aires, entonces yo tuve una infancia un poco migrante y cuando vivía en San Pablo, te hablo de la década de los 70, era pleno boom industrial, y por la sequía del noroeste había mucha emigración interna en Brasil, que venían a buscar trabajo a San Pablo.

Yo tengo auditivamente un registro muy fuerte de esos desarraigos que yo escuchaba, incluso a veces, en el interior del Estado de San Pablo. Pero ves eso, cuando la tierra no te cobija, no te da lo que te tiene que dar y te ves en situaciones de abandonar esa tierra.

Yo quiero distinguir entre la migración voluntaria, de quien tiene los recursos, de la migración forzosa, donde realmente no te queda otra opción, por razones políticas, o de hambre, o de falta de agua, por falta de oportunidades.

Aquí se juegan otras cuestiones. En la novela me gustó poner a jugar estas situaciones a través de estos personajes.

Para mí la literatura es un lugar donde pensar, es un espacio donde puedo indagar preguntas, lo pienso como indagación de preguntas, entonces el tema del desarraigo y la migración es un tema que me llama mucho, como también el tema de la identidad y de la memoria.

 

«Las palabras nunca son suficientes»

—Hay ecos de Rulfo, Rosario Castellanos, Nellie Campobello, en este paisaje árido; una poética que surge de la naturaleza: «Era siempre así, antes de la tormenta. El aire se acurrucaba contra la tierra, en silencio, como si esa penitencia pudiera evitarle los azotes que vendrían». Cuéntanos del trabajo poético que haces para consolidar tus imágenes.

—Lo primero que necesito es escuchar una voz. Se me da de modo muy auditivo la escritura, este tipo de escritura vinculada al territorio, una escritura de intemperie; una escritura en la que siento que necesito ver qué hace el hombre, qué hacen los personajes a la intemperie, allí donde no hay cobijo alguno, donde están mucho más a merced de la naturaleza de lo que podemos estar en las urbes, donde estamos siempre un poco más a resguardo, es otro tipo de selva.

Pero las imágenes tratan de recoger una intemperie de alma, emocional, una intemperie que también tiene que ver con los recursos de los personajes, que son escasos. Para mí la literatura es un asunto de lenguaje, fundamentalmente, y creo que todo lo que hago es seguir una cadencia, seguir las voces.

Junto con la voz de un personaje viene una mirada sobre el mundo, viene una cosmovisión del mundo. Es como si la sintaxis misma de una voz me trajera el paisaje y el modo de mirar el mundo de ese personaje.

Hay algo que decía Rulfo, una de las cosas más difíciles que nos propone el trabajo literario es bajar a palabras las imágenes, creo que ahí es una cuestión de necesidad de ver, porque las palabras nunca son suficientes, ahí hay un constructo, construir eso que está hecho de imágenes o de emociones.

La palabra no solamente no da cuenta, sino que hay que estarle desconfiando todo el tiempo. Enrique Lihn, un poeta que quiero y admiro profundamente, decía, nunca el dolor está, digamos. Nada tiene que ver el dolor con el dolor, nada tiene que ver la desesperación con la desesperación.

Estas palabras nos engañan. Hay una zona muda. Entonces también es un trabajo con la palabra donde pretendés exprimirla de alguna forma para que al menos se aproximes a lo que querés decir. El trabajo es tratar de aproximarse.

 

Sin marcas geográficas ni temporales

—Hay curanderos (Octavia), brujas (Iris, cuyos «ojos se le multiplican en tantos ojos como gente tenga que mirar»). El paisaje de Quebrada parece fuera de la ley, dominado por supersticiones. «Hilaria enviudó en el incendio, el mismo que se llevó a mis padres, la noche de las antorchas. Desde entonces, sale vestida de negro, todas las tardes, y murmura sola, en el banco de la plaza». Ella repite el nombre de su marido, Abel. Retratas un mundo arcaico, aparentemente lejano, pero curiosamente vigente.

—Sí, me interesaba tanto en la novela anterior, que se anuda con Quebrada, transitar un territorio sin ningún tipo de instituciones, como si yo necesitara ver a los hombres a la buena de Dios, ver esa cosa un poco más arcaica, ir un poco más adentro.

Me interesaba también que no hubiera marcas geográficas ni temporales, que fuera un poco mítico, alejado; cartografiar esto más profundamente. Quería la intemperie total, solo ellos y la geografía que transitaban. Ando queriendo explorar los sentimientos más básicos en distintas intemperies y territorios, ver cómo incide esto.

Aquí se dieron varias cosas: el saber está en manos de las curanderas y las brujas, al ser una sociedad desprovista de instituciones, ni ley ni médicos, avalados por una sociedad de otro tenor, donde la ciencia ocupa un lugar.

En este territorio el saber es más de base, tiene más que ver con los saberes populares y se le otorga ese lugar de saber, se lo dota de poder, casi a nivel oracular. El lugar del saber está allí y es parte orgánica de ese mundo construido.

 

«Nunca escribimos desarraigados de la tierra»

—La sequía puede verse a la luz de la realidad actual y la necesidad de dirigir un «mensaje» eco. Los elementos, agua, fuego, quienes dominan el paisaje y adoptan el tono de deidades en este universo primitivo, lo vemos, por ejemplo, en una escena protagonizada por el accidentado Rulfino Romano, quien comenta: «no es verdad que yo me quemara por el afán de acercarme a la luz de esas llamas; me quemé… porque ese fuego se estaba tragando a mi padre y yo quise salvarlo». ¿Estamos a merced de los elementos?

—Yo me crié en Brasil, donde en la década del 70 el tema de la sequía ya era crítico y, a medida que pasan las décadas, vamos sufriéndolo aún más, con las quemas de humedales y otros desastres.

Yo creo que uno escribe con un acervo que a uno lo compone, donde están todas las lecturas literarias y búsquedas estéticas que tenemos en el plano de la escritura, de la lectura, pero no solo escribimos con eso, sino que todo el tiempo se nos filtran cosas, porque nadie escribe por fuera del contexto, uno está todo el tiempo en diálogo con quienes nos precedieron y con los contemporáneos que nos interpelan, y estamos todo el tiempo en diálogo también con la tierra desde la cual escribimos.

Entonces creo que en efecto estamos viviendo momentos bastante críticos con todo este asunto y de alguna forma siento que es inevitable que esto se vaya filtrando en nuestras escrituras, más o menos conscientemente, pero yo suelo escribir sin ningún tipo de plan, voy dejando que los personajes me lleven, luego me sorprendo.

Pero sin duda que nunca escribimos desarraigados de la tierra, siempre estamos en conexión con ella.

 

 

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).

Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, Dame pan y llámame perro, y Subterfugio y los volúmenes de cuentos Frivolidades, Espectro familiar, y la novela bilingüe En la isla/On the Island.

Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«Quebrada», de Mariana Travacio (Tusquets Editores, 2022)

 

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Imagen destacada: Mariana Travacio.