[Estreno] «El diablo a todas horas»: Una cámara apocalíptica

El filme del joven realizador estadounidense Antonio Campos (Nueva York, 1983) —disponible en Netflix— es un thriller atrapante que guarda una profunda crítica cultural hacia el fanatismo religioso del sur profundo norteamericano. La obra audiovisual se encuentra ambientada durante la tumultuosa década de 1960, y su montaje estuvo a cargo de la cineasta chilena Sofía Subercaseaux (la esposa del director).

Por Aníbal Ricci Anduaga

Publicado el 25.12.2020

Una buena película, que se acerca bastante al tono narrativo de un libro: los encuadres anidan imágenes poderosas y a su vez el director encapsula apropiadamente las escenas que corresponden a cada personaje. El guion está adaptado de la novela homónima de Donald Roy Pollock.

Una voz en off comienza y termina este recorrido que recuerda a Cien años de soledad y su familia que se desvanecía con el paso del tiempo. En esta historia quedará un personaje que cargará en su memoria el recuerdo de estos acontecimientos, quizás por otro siglo.

El narrador es omnisciente y da cuenta de varias familias repartidas entre dos pueblos perdidos en Ohio, cuyas historias se emparentan entre sí, pero no para bien, sino para mostrarnos unos eventos desgraciados que van consumiendo sus almas.

Willard Russell es un devoto padre que conoció a su esposa en una cafetería, en tiempos donde las imágenes de la guerra en el Pacífico Sur todavía no borraban sus huellas. Los japoneses desollaban al enemigo y lo colgaban vivo de una cruz, algo semejante a un Cristo infernal, cuya visión lo perturbará para siempre.

La esposa poseía un aura angelical y Russell no entenderá que un maldito cáncer se la lleve consigo. Ambos tienen un hijo (Arvin) que a sus seis años es obligado a orar a Dios en voz alta, ante un tronco coronado por una cruz, utilizado como altar familiar.

Ellos viven en las afueras del pueblo, son bastante ignorantes y sobre todo temerosos de Dios. Russell no duda en hacer un sacrificio según el Antiguo Testamento y le dispara al perro de Arvin con el objeto que Dios se lleve el cáncer.

Willard ha sido un padre cariñoso con Arvin, pero le demuestra al hijo que en este mundo siempre han existido “inútiles desgraciados” y la única manera de mantenerlos a raya es aguardar el momento adecuado y darles una paliza que no olviden.

Luego de ese violento episodio contra unos sujetos que se burlaron de su esposa, Willard invita a su hijo a tomarse un helado (consagración de la violencia). Charlotte todavía no desarrollaba el cáncer y aunque había problemas, la vida parecía sonreír a la familia. Arvin suponía que la violencia era normal dentro de la lógica del mundo.

La religión cristiana cubría esos episodios con su capa invisible, por lo que Russell necesitaba orar a diario para buscar el perdón.

Cuando Charlotte muere, Willard no soporta el dolor y se suicida. Arvin sabe que no volverá a rezarle a ese Dios tan despiadado que convirtió a su padre en un energúmeno.

El alguacil se compadece de la suerte del chico, observando el horror del tronco de oración y lo enviará a unos kilómetros donde vive su abuela y su hermanastra (Lenora).

El chico nunca enterró los restos de su perro clavado en la cruz y esa imagen lo hará volver algún día.

 

Locura y fervor religioso

En este otro pueblo un predicador había dado muerte a la madre de Lenora. En sus alocuciones manifestaba que había encontrado al Espíritu Santo y este le había sanado de sus miedos. Acto seguido vertía un frasco lleno de arañas en su rostro, delante de los feligreses. Ese fanatismo no tenía límites y era celebrado por los asistentes de la iglesia.

En otra ocasión una araña lo picó y se encerró en un armario hasta que Dios le habló. “Resucita a tu mujer”, le dijo, y Roy Laferty le clavo un puñal a su esposa, invocando a Dios para que la resucitara, mientras la mujer se desangraba.

La madre era muy devota y el acto de las arañas la había cautivado. Antes de morir supo inculcar a Lenora (su hija) una fe ciega.

Todos en el pueblo se encargan de ejercitar los pecados capitales, un marido incluso utiliza a su esposa como “carnada” para provocar lujuria en gente que recoge haciendo dedo en la carretera, una suerte de ruleta rusa que culmina con una bala incrustada en el “modelo” de turno.

Esa pareja de locos invocaba la religión para castigar a esos pecadores y el “tirador” les sacaba una foto antes de asesinarlos. Marido y mujer jugaban con la muerte por puro placer y trivializaban la vida de sus víctimas (“modelos”).

Lenora se la pasaba rezando y en la escuela unos muchachos la violentaban. Se burlaban de sus creencias, así como su hermanastro (Arvin) ya no creía en el poder de la oración. Los personajes de la cinta transitan desde el fanatismo al escepticismo, siendo la religión cristiana el centro de todo lo que conocen.

Son seres que no entienden el mundo de otro modo, supersticiosos en lo que se refiere a Dios, su ignorancia pueblerina es abismante. Arvin creía en Dios, pero entendía mejor el lenguaje de una paliza descomunal. La religión estaba para perdonar esos actos.

Un nuevo predicador llegó al pueblo, su oratoria sonaba agradable a los oídos, pero los feligreses no lo entendían del todo. Pero era un hombre creyente y se le respetaba. Lenora le ofrece su cuerpo desnudo, entendiendo que Dios lo consentía.

Quedó embarazada y el predicador Teagardin desconoció su paternidad. Dios ponía mentiras en los labios de Lenora, que en un arranque desesperado se colgaba de una viga.

 

«El diablo a todas horas» (2020)

 

La irracionalidad como tópico audiovisual

Las religiones suelen dar un significado a la muerte. “Dios se la llevó antes por su inocencia”, “Su alma se fue al cielo”, “Dios no te impondrá más carga de la que puedas soportar”, son frases que el sacerdote declama en el altar y que los feligreses terminan creyendo de tanto escucharlas.

“Vendrá el Juicio Final y Dios nos resucitará de entre los muertos”, la sola idea de resurrección en una mente ignorante, permite inocular fanatismos como el del predicador Roy Laferty. Algunas personas repetirán esas frases con fe ciega y se transformarán en seres extraviados que no le dan a la muerte un sentido real.

Arvin dará muerte al predicador Teagardin. No tenía opción, su padre le enseñó a solucionar lo importante con violencia. La religión es un acto violento para algunas mentes. El padre de Arvin luchó en la guerra, probablemente en el nombre de Dios. La religión puede llegar al extremo de justificar la violencia y es capaz de perdonar y trivializar un acto tan definitivo como quitar la vida de otra persona.

Ante la irracionalidad que le inculcó desde pequeño la religión, Alvin sólo es capaz de canalizarla en actos violentos. Nunca tuvo otra opción y mientras huye del pueblo haciendo autostop, se encuentra con la pareja de lunáticos asesinos, de nuevo no tiene opción y siente que debe volver al pueblo de su infancia y enterrar los huesos de su perro de una vez por todas, darle cristiana sepultura, de alguna manera está siendo supersticioso por no haberlo hecho antes.

Todos los males que ha provocado ese acto poco cristiano. Entierra los huesos junto a una Luger con la que ha asesinado y pareciera que esos despojos, esa mezcla entre el arma y esqueleto, podría ser la base de una nueva religión, otro altar ante el cual elevar oraciones.

Los sucesos de la vida son simbolizados como un viaje de carretera. Cuando te sucede algo importante, siempre puedes volver al camino y detener a otro automóvil (la diosa fortuna) para recomponer tu vida.

Pero Alvin debe consagrar los restos de su perro antes de reanudar su viaje y el alguacil, ya convertido en un asesino ambicioso, deberá detener a Alvin, el responsable de haber matado a la desquiciada de su hermana.

 

Una danza macabra

El director va coreografiando las muertes que se suceden una tras otra en una suerte de danza macabra que eslabona a todos los habitantes del pueblo, una suerte de ajuste demográfico en nombre de Dios. La muerte va perdiendo importancia y pareciera que estos seres sólo viven para ser asesinados.

Dios diría: “Amaos los unos a los otros”, pero estos pobladores fanáticos le han dado a la religión otra connotación: “Mataos los unos a los otros”. La ignorancia es caldo de cultivo para las religiones, pero esa mezcla perniciosa resultará en fanatismo. Las escenas son impactantes, pero el director no diferencia una muerte de otra, como si esa gente no importara.

Alvin da muerte al alguacil y huirá a otro Estado, quizás se enliste en el ejército debido a su habilidad para utilizar la fuerza. Un automovilista lo llevará a otra ciudad, descansa por fin, mientras en las noticias el presidente Lyndon Johnson llama a los ciudadanos estadounidenses a luchar contra los comunistas de Vietnam del Sur.

Enarbola ideas superiores de un Dios que no permitirá que esos infieles venzan a sus ideales patrióticos, un discurso que mezcla religión con nacionalismo y que podría tener cabida en la cabeza de Arvin.

El fanatismo siempre es considerado como un peligro latente por el director, algo que puede surgir en cualquier curva del camino.

La religión banaliza a la muerte, le quita el poder de alertarnos de que nuestras vidas son finitas. De que tenemos un tiempo limitado para realizarnos y ser felices. La muerte le dará significación a nuestros sacrificios, para Sísifo es la fuerza que nos hará volver a empujar la roca hasta la cima en búsqueda de nuevos actos trascendentes.

La idea de que la carne pueda resucitar, aunque sea una atribución de Dios, hace de nuestros actos algo que siempre podrá ser reparado por Dios.

La película está envuelta en ropajes de thriller, con asesinatos muy bien filmados, pero el director en todo momento es consciente de la significación de la historia.

El miedo a la muerte hará que nuestro tránsito por esta vida pueda resultar en algo trascendente, que las decisiones que tomemos (contra el tiempo) tengan un propósito superior.

Willard Russell viene escapando de la guerra en la primera escena y al parecer nuestro protagonista (su hijo) se va a embarcar en una nueva supuestamente (conflagración) en nombre de Dios.

 

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Aníbal Ricci Anduaga (Santiago, 1968) es ingeniero comercial titulado en la Pontificia Universidad Católica de Chile y magíster en gestión cultural de la Universidad ARCIS.

Como escritor ha publicado con gran éxito de crítica y de lectores las novelas Fear (Mosquito Editores, 2007), Tan lejos. Tan cerca (Simplemente Editores, 2011), El rincón más lejano (Simplemente Editores, 2013)El pasado nunca termina de ocurrir (Mosquito Editores, 2016) y las nouvelles Siempre me roban el reloj (Mosquito Editores, 2014), El martirio de los días y las noches (Editorial Escritores.cl, 2015), además de los volúmenes de cuentos Sin besos en la boca (Mosquito Editores, 2008), los relatos y ensayos de Meditaciones de los jueves (Renkü Editores, 2013) y los textos cinematográficos de Reflexiones de la imagen (Editorial Escritores.cl, 2014).

Su último libro puesto en circulación es la novela Voces en mi cabeza (Editorial Vicio Impune, 2020).

Asimismo es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Aníbal Ricci Anduaga

 

 

Imagen destacada: El diablo a todas horas (2020).