«Green Book»: Las buenas (y necesarias) intenciones

El largometraje de ficción ganador del Premio Oscar 2019 dedicado a la mejor película de la temporada -todavía en cartelera- es una obra audiovisual eficaz y entretenida, que está lejos de ser memorable: la factura es sólida, el elenco está en su máximo nivel, pero el resultado final no impacta sino sólo como un divertimento edificante. Se trata de una postal de viaje, bien decorada e impresa en materiales de primer nivel.

Por Felipe Stark Bittencourt

Publicado el 2.4.2019

Una de los momentos que mejor definen a Green Book: una amistad sin fronteras (2018) ocurre cuando Tony Lip (Viggo Mortensen), tira un hueso de pollo a la carretera mientras conduce. Su patrón y pasajero, el connotado pianista afroamericano Donald Shirley (Mahershala Ali), lo encuentra divertido y lo imita. Tony, en un arranque de alegría al ver que su empaquetado jefe hizo una travesura, lanza después un vaso plástico, pero sin el mismo efecto: Shirley le pide que retroceda y recoja la basura que tiró.

Green Book es una road movie del realizador estadounidense Peter Farrelly (1956), cineasta que tiene acostumbrado a su público a comedias absurdas y de risa fácil, entretenidas, sin duda, pero sin muchos quebraderos de cabeza. Maneja con pericia el humor y no con menos precisión el drama; y es que la presente película logra transitar entre esas dos caras de la misma moneda con suma eficacia. Se trata de un filme bien hecho, encantador, con interpretaciones sobresalientes y con un mensaje importante y necesario: no busca acusar los pecados del racismo, sino más bien invitar a la tolerancia y demostrar que, sin importar nuestras diferencias, todos aportamos algo bueno a este mundo. Da lo mismo si se es un tosco matón italoamericano que necesita un empleo urgente o un talentoso intérprete de música clásica que es tratado con injusta inferioridad cuando da una gira por el sur de Estados Unidos. Es imposible no estar de acuerdo con Farrelly. Sus intenciones son buenas y, hoy por hoy, sumamente importantes.

Pero las buenas intenciones no necesariamente hacen buen arte y pese a que Green Book es una película eficaz y entretenida, está lejos de ser memorable, porque su norte languidece al jugar a ganador. Farrelly dirige hábilmente este relato basado en hechos reales, pero parecería que no quiere poner a prueba a su espectador. La factura es sólida, el elenco está en su máximo nivel, pero el resultado final no impacta sino como un divertimento edificante. Se trata de una postal de viaje, bien decorada e impresa en materiales de primer nivel.

Pero las road movies no funcionan necesariamente así. Por lo general, pretenden cuestionar las bases de sus personajes y de sus núcleos sociales, incluso sin mayores recursos técnicos, como Easy Rider (Dennis Hopper, 1969). Los transforman de un modo u otro y les mueven el piso. Son historias de formación, madurez y cambio. No necesariamente pretenden dar una moraleja. Stand By Me (Rob Reiner, 1986) o Nebraska (Alexander Payne, 2013) no dan mayores lecciones; muestran, por el contrario, un proceso de aprendizaje que, incluso, puede truncarse durante el viaje o nunca completarse. A lo sumo desean ser espejos donde podamos identificarnos con los conflictos que proponen. No tienen por qué ser historias donde el destino es una excusa para el viaje, sino relatos intersticiales donde toda la fuerza dramática se concentra en el final.

En Green Book este proceso está presente, aunque licuado, y no por sus buenas intenciones, sino por una construcción algo caricaturesca de los personajes, por un relato que ya ha sido tratado innumerables veces —recordemos lo que Spike Lee dijo en la ceremonia de los Oscar al recordar a Conduciendo a miss Daisy (Bruce Beresford, 1989)— y, sobre todo, por querer ganarse rabiosamente el corazón del público, como si de una tarjeta de felicitación se tratara. Al ver el panorama actual, quizá se hace más elocuente un filme como Roma (Alfonso Cuarón, 2018), obra cuyo acento no está en hacernos creer que todo está bien y en buscar nuestra benevolencia, sino en mostrar la llaga abierta de la discriminación con un lente amplio y pausado, con un ritmo lento y sumamente intenso.

Aún es posible ver Green Book en el cine. Se trata de un filme entretenido y correcto. No tiene mayores desafíos que hacer pasar un buen rato a su público y recordar una amistad increíble, que podría haber tenido un mejor paso por la pantalla grande.

 

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Felipe Stark Bittencourt (1993) es licenciado en literatura por la Universidad de los Andes y magíster en estudios de cine por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente, se dedica al fomento de la lectura en escolares y a la adaptación de guiones para teatro juvenil. Es, además, editor freelance. Sus áreas de interés son las aproximaciones interdisciplinarias entre la literatura y el cine, el guionismo y la ciencia ficción.

 

Una escena del filme «Green Book» (2018), de Peter Farrelly

 

 

 

 

Felipe Stark Bittencourt

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Viggo Mortensen en Green Book (2018), del realizador estadounidense Peter Farrelly.