«Interior con ceniza»: El luminoso cuento que bautiza al último libro de Francisco Marín-Naritelli

«En este volumen de doce relatos (cuentos) breves, el autor se hunde y nos sumerge en un cuerpo social de olores, sudores, texturas, semen, para configurar su particular universo», escribió la multifacética artista chilena Eugenia Prado Bassi, en la contraportada del título que se lanzará el próximo jueves 13 de septiembre, en el Taller Emilio Vaisse de Providencia: la cuarta publicación en la prolífica trayectoria académica y creativa del joven director del Diario «Cine y Literatura».

Por Francisco Marín-Naritelli

Publicado el 6.9.2018

 

1

―He visto al Padre Pío, al Padre Pío ―gritó Elisa.

Pero Adela no escuchaba. O mejor dicho: oía pero no le importaba.

―Lo he visto, lo juro por la virgencita.

Adela la miró con ojos impenetrables y siguió con sus labores domésticas. Barrer y limpiar. Y nuevamente limpiar y barrer. Día a día.

Elisa había llegado con los otros. Los otros no importan. Nadie importa. Pero Elisa era estridente y su imaginación, peligrosa.

2008, siempre recordará ese año. Ese año llegó Manuel. Dos años después llegaría Elisa. Por lo pronto importa Elisa. Manuel es muy importante, pero Manuel no estaba presente en aquel momento en que Elisa gritaba con alegría y euforia.

Habitación 5, ala sur del hogar.

Adela estaba ofuscada. Caminó rápido por el pasillo. Cuando llegó a la habitación de las mucamas, registró compulsivamente su bolso marrón recostado sobre la silla. Transpiraba. Diablos. ¿Dónde está? Lo encontró al vaciar el bolso sobre la cama de una plaza con decorado de flores amarillas. Luego tomó un cassette y, con un gesto casi solemne, se acercó a la antigua radio Philips que estaba sobre una mesita gris.

Empezó a tararear un tema de Adamo, su favorito: «No has de sufrir/ si escuchas de mis quince años el cantar. / Y ausente estés de las cosas que/ mi adolescencia fue a soñar. / Capricho fue que sin querer/ ya preparaba este amor. / Por eso así yo te lo cuento/ y te lo canto a media voz».

De pronto pensó en Alex, alto, robusto y con unos ojos verdes intensos. Lo recordó hurgando violentamente su vagina, con aquellos largos dedos mientras mordía su cuello. Casi no podía respirar. Estaba recostada en una cama de sábanas sucias y almohadas roídas, que hasta ahora le parece gigante.

Alex era un animal. Solía dejarle profundos moretones en los brazos, torso y piernas, mientras ella, en tono seductor y agitado, le repetía: «Eres un animal, mi animal».

Él: bigote descuidado. Ella: pelo castaño claro.

Se habían conocido a la salida de un bar en la calle San Antonio. Por esos días Chile se debatía entre dictadura y el retorno a la democracia. No alcanzaba a dimensionar, sin embargo, que la democracia jamás llegaría, al menos como querían o imaginaban. Pero ella no quería nada, solo dejarse llevar, sentirse en aquella plenitud viscosa, en esos brazos fornidos y grandes.

En esos años, Adela trabajaba como matrona en el hospital Luis Calvo Mackenna. Él iba a verla después del trabajo. Volvían a menudo al mismo bar en calle San Antonio, como si buscaran rememorar muchas veces el primer encuentro y casi siempre, muchas veces, terminaban revolcándose por ahí, en algún motel barato del centro. Casi nunca en esa cama de sábanas sucias y almohada roída, porque, a juicio de él, la casera de la pensión podía enojarse si llegaba con señoritas desconocidas.

Alex no tenía un trabajo estable. Supuestamente se dedicaba a la venta de repuestos de automóviles. Adela trataba de incomodarlo lo menos posible, apenas preguntaba, apenas intuía. O quizás: intuía mucho, por eso apenas preguntaba. Alguna vez pensó que Alex había estado en la cárcel puesto que rehuía de los trabajos formales. Claro que eso lo pensó muchos años después, cuando Adela le propuso vivir juntos y él, de forma brusca, le indicó que no, un no rotundo, sin excusas ni aspavientos, que luego se atenuaba con palabras ambiguas, indulgentes. No es el momento, le decía, tratando de contenerla cuando asomaba cualquier atisbo de reproche.

Ni hablar de matrimonio, Alex pensaba que el matrimonio era solo un acuerdo, una formalidad y no estaba dispuesto a dar el paso sin pasar antes por la dulce y ligera imprecisión de la convivencia. Y eso, claro está, no era posible todavía. Así que se mantuvieron juntos pero no revueltos, como se dice. Adela nunca creyó posible que llegaran a separarse. Follaban mucho. Era su animal. Después de casi doce años juntos, el solo hecho de pensar en una posible separación la escandalizaba.

Hasta que un día Alex decidió irse al sur a probar suerte en otras tierras, digamos, más prometedoras.

Adela solo se enteró al día siguiente cuando trató de comunicarse con él. No hay señal, voy pasando unos cerros, en el bus, le dijo y la llamada se cortó. Adela nunca pudo recuperarse. Trató infructuosamente de contactarse con él. Corría el 2000 y los teléfonos celulares se estaban masificando de a poco en el mercado chileno. Tenía un Nokia 5120, y recién comprobaba sus diferentes funciones. Llamó muchas veces. Mandó efusivos y largos mensajes de texto. Con desesperación. Con tristeza. Con nostalgia. Pero no hubo caso.

Adela soñaba que él volvía. En sus sueños, le mordía una oreja, el cuello. La trataba de puta, su puta y le volvía a meter sus largos dedos en la vagina. Ella gemía, gritaba mientras él no paraba de morderla. Su semen era una explosión. Poco a poco todo se fundía como lava, como musgo. Eran uno y para siempre.

Ella despertaba en medio de la noche totalmente transpirada y enfurecida. Incluso planificó una venganza, pero no tenía ninguna dirección ni posibilidad de ubicarlo, muy pronto desechó esas ideas.

Un insoportable olor a fritanga que venía de la cocina del hogar, la devolvió a la realidad. Adela se peinaba, sonreía en su pieza de mucama.  Gritos y risas. Y más risas y más gritos se oían a lo lejos. De pronto tocaron la puerta. Esta vez no, esta vez no, se dijo. Pero alguien la estaba buscando. Se mantuvo en silencio hasta que los golpes en la puerta cesaron. Adela suspiró aliviada.

De inmediato volvió el recuerdo de Alex, persistente, temerario.

 

2

Los días en el hogar eran monótonos, lentos, casi siempre, muchas veces, salvo cuando Elisa cantaba, se movía o simplemente hablaba de cosas que, para otros, no tenían ningún sentido.

Pero Adela la despreciaba profundamente. Cómo no despreciarla. Adela no creía que Elisa sintiera algo por Manuel. Si era una estúpida, una lerda, una enferma, claro. Una maraca mongólica. Pero advertía cierta complicidad, una distancia solapada en cómo la miraba o le sonreía con aquella boca triste, deslucida.

Elisa era peligrosa, aunque ella, sin duda, no lo sabía.

Tenía el cabello casi blanco y unas prominentes arrugas bajo los ojos, aun así se mantenía bien a pesar de su edad. Decían que, como efecto secundario de su enfermedad, el tiempo pasaba más lento.

Ahora Elisa comía arroz con pollo. No siempre comía lentamente, pero la hora del almuerzo sosegaba en algo su espíritu.

Adela la observaba desde un rincón del comedor. Sintió una leve punzada en el estómago. Quiere. Mejor dicho: desea mucho. Pensó en Alex, pensó en Manuel. En Manuel como Alex, porque Alex ya no está y nunca volverá. Pero Manuel estaba ahí, solo a pocos metros.

Una de las enfermeras encendió el televisor. Un nuevo desfalco bursátil. Crisis en Medio Oriente. Evasión en el Transantiago. Suben los pasajes.

Una vez más Adela hablaba del Padre Pío. Mencionó que la vino a ver en la mañana, después de despertar. El Padre Pío es un sol, dijo con voz segura, perentoria. Los otros pacientes callaban, más de alguno arqueaba las cejas, solo eso.

Es Elisa, la gran Elisa, murmuró Adela.

Un sol luminoso, insistió Elisa, con los ojos brillantes. Otra de las enfermeras se le acercó y le acarició el pelo. Elisa agradeció el gesto y sonrió.

Toda una mierda, pensó Adela mientras retomaba su rutina. Tenía que barrer el jardín. Las hojas cubrían la pequeña entrada del hogar de calle Arturo Prat.

 

3

Manuel siempre pensaba en una fecha: octubre de 1974. Caminaba por un sendero  polvoriento y sinuoso. Se oía, a lo lejos, sonido de patrullas. A medida que se acercaba sintió que el bullicio iba creciendo. Por ese entonces no sabía la diferencia entre el sonido de Bomberos y Carabineros, quizás tampoco el de una caravana de circo. De pronto, vio a su madre llorando desconsoladamente. La casa había sido allanada.

Ella lo abrazó al verlo. Le dijo que su padre había sido detenido, que no pudo hacer nada, que pataleó, arañó. Que suplicó. Nada. Manuel imaginó una silueta que se contraía, que renunciaba. La silueta de su padre ahora desvaneciéndose.

Escuchó voces roncas, pasos que se hundían en la tierra, hasta que todo se fundió en un prolongado ruido de motores. Luego, silencio. Un silencio casi aterrador. Su madre lo apretó con fuerza, como buscando en su hijo el cuerpo moreno de su esposo.

Él volverá, le dijo, con menos certeza que ilusión.

Manuel apretó los nudillos de las manos de un sobresalto. Imaginó a su padre sangrando como el Cristo de Mayo. No solo eso. Imaginó aquel Cristo de Mayo con la corona de espinas, corona que representaba algo así como el peso de la utopía. Una utopía descartada.

Según lo que le dijo su madre, ya más calmada, había sido llevado a la Subcomisaría de Paine. Si bien su padre era comunista y apoyaba con entusiasmo el proceso revolucionario del compañero Allende, no era un «subversivo», ni menos cómplice de la «infiltración extranjera» en nuestro país. Él es inocente, Manuel, es un buen hombre, le dijo su madre antes de estallar de nuevo en llanto.

Manuel odiaba a los malditos carabineros, putos pacos homicidas. Su padre no volvió, ni volverá. Jamás volverá. Desapareció. Se esfumó en esa puta Subcomisaría.

Oyó unos pasos en la habitación que lo sacaron de su letanía. Desde que el hermano rico de su madre lo trajera a punta de mentiras, con esas historias de la rehabilitación, siempre supo que terminaría ahí: en esa puta habitación blanca.

De golpe lo sorprendió Adela, con un abrazo fogoso por la espalda. Luego comenzó a desnudarlo con suavidad, lentamente.

La pulsión no se hizo esperar y su pene se erectó. Sudaba. Adela, en cambio, tenía los ojos muy abiertos  y fríos.

Cómo estás, mi chiquito, le dijo con voz tierna.

Manuel sintió un nudo en el estómago.

 

4

Barría y limpiaba. Limpiaba y barría.

Adela nunca pensó que terminaría así. Pero así son las cosas y es mejor no reclamar. Hacer, por el contrario, un trabajo serio y, sobre todo, silencioso.

Nunca pensó trabajar como matrona luego de su experiencia en el hospital. De hecho, tendía a eliminarlo de sus referencias laborales. Había una razón para ejercer ese olvido: la vergüenza de no ser madre y verse, en cambio, rodeada de niños.

Además, el rito de una vida prolongada junto a Alex, análoga al trabajo, era de un peso insoslayable y doloroso.

Cercenada, mutilada, escindida, Adela esbozó una mueca al recordar esos tiempos alojados en lo más oscuro de la psiquis. Tiempos imposibles de olvidar. Alex era un derrotero, una pasión. Puede seguir definiéndolo y comparándolo como una figura despreciable.

Adela empezó a tararear, una vez más, la canción de Adamo. De cierta forma Adamo le recordaba a Alex. Alex es una destrucción y una pérdida. Alex como pozo séptico. Alex como semen que circula por entre sus piernas. La canción del recuerdo traía nubarrones, calenturas, urgencias. «Y mis manos en tu cintura/ pero mírame con dulzor/ porque tendrás la aventura/ de ser tu mi mejor canción».

Caminó rumbo a su habitación. Trató de no hacer ruido para no despertar sospechas, como tantas veces durante estos diez años en el hogar. Una vez que cerró la puerta con llave, se echó en la cama y una de sus manos bajó por su vientre hasta el sexo.

Alguien gritó. Manuel había tenido una crisis.

 

5

Adela tocó. La puerta se abrió despacio.

―Hola, monita ―saludó Elisa.

―Hola ―respondió Adela a secas.

Elisa empezó a divagar, dijo que le había pasado algo sumamente extraño. Adela no respondió. Pensaba, en cambio, en el polvo que escurría bajo la imagen del Cristo crucificado.

Elisa la miró, expectante.

―¿Qué pasó? ―dijo Adela por inercia. Para ella era un fastidio responderle.

―Me miró el pez dorado ―dijo Elisa―. Te lo juro. Sus ojos reverberaban como dos grandes globos de helio.

Adela calló.

―Lo sé. Yo sé lo que ocurre ―continuó―. Él quiere escapar de ese mundo que lo vio nacer. Imagínate, toda una vida limitada por esta porción de agua. ¿Qué pensará de nosotros, tan extraños? En cambio, para nosotros es un simple pez adentro de una pecera.

Elisa empezó a agitarse.

―Y si nosotros estamos equivocados ―dijo Elisa―. ¿Acaso no te has dado cuenta, monita? Somos unos extraños que habitamos un gran acuario de vidrio. Es muy triste, muy triste.

―Acá no hay ningún acuario ―respondió Adela con molestia. Se acercó a la puerta y salió de la habitación. Sentía angustia, rabia.

 

6

Manuel estaba en la cama. Es difícil, difícil olvidar. Es más fácil, por el contrario, gritar. Gritar, ladrar.

Su madre nunca renunció. Iba día por medio a la Subcomisaría. Al principio tuvo que resignarse a los insultos que le dedicaban los carabineros. «Puta», «marxista», «upelienta», le decían. Luego, más de alguna mirada socarrona. Finalmente, algún carabinero compasivo bajando los hombros. Pero daba igual. La intensidad de las súplicas chocaba siempre con la muralla verde de nuestros (acaso) protectores.

Cómo no, si era una simple mujer, pobre y campesina. El país ya le pertenecía a los milicos. Y los pacos se creían milicos.

Su tío materno lo cobijó apenas cumplidos los 10 años, porque su madre no estaba en «condiciones». Así de claro: no estaba en «condiciones», según le dijo la esposa de su tío, con desapego, sin pena. Su tío era derechista, católico, reaccionario.  Su tío, claro está, apoyaba a Pinochet. Ahora que lo recuerda: su tío era una mierda.

Manuel pensaba, como apretando el pensamiento. Un poema de Pizarnik se le cruzó por la mente. «Ese instante que no se olvida/ Tan vacío devuelto por las sombras, / tan vacío rechazado por los relojes».

Manuel se echó a llorar.

Adela, que había estado escuchándolo desde el otro lado de la habitación, sabía que no convenía molestarlo en sus momentos de furia. Se acercó lentamente. Trato de consolarlo. Por lo general, lo lograba y Manuel cedía. Mírame, le dijo, conduciendo sus manos sobre los pechos, apretándolos. Luego, empezó a bajar sus pantalones, los calzoncillos.

Manuel, mi chiquito. Sabe que me tiene a mí, le dijo. Su pene erecto. La eyaculación…

Salió de la blanca habitación con una idea fija: Manuel era Alex. Y Alex (o Manuel) no había opuesto resistencia. Estaba radiante. Adela pensó que debería pedir el turno de la noche, ahí podía satisfacer todos sus deseos sin ser vista.

Sudó desmoronándose en placeres nada culpables. Sudó esperanzas acumuladas en sones hirvientes.

No se percató, sin embargo, del humo que empezaba a emanar desde la cocina. El humo gris y rancio fue colándose lentamente mientras ella estaba absorta en sus pensamientos. En ese pene furioso. En sus manos algo tímidas pero fuertes. Manuel (o Alex) sabía cumplir. Y cumplía bien.

De nuevo Adamo le recordó tiempos pretéritos, tiempos que volverán con Manuel, qué duda cabe. Tiempos de plenitud. Adela reía furiosa. Y nada más importaba.

«Y cuando al fin yo te hallé/ en tu besar ya pude comprender/ que eras tú la fábula/ que iluminaba mi soñar».

Shhh, se dijo mientras cerraba la puerta de su habitación.

Los bomberos llegaron cerca de las 12 de la madrugada. Poco antes, los carabineros.

Las llamas habían consumido el hogar. Eran volutas de infierno rojo, rugidos torciéndose en lentos espasmos.

Los vecinos se reúnen, comentan, susurran alarmados. Los automóviles aplacan sus lamentos con bocinazos y más bocinazos.

Pronto será mañana. Los rotativos, la crónica roja.

Nada más qué hablar. Punto.

 

 

Francisco Marín-Naritelli: Una imagen que resume la lúcida sensibilidad del director del Diario «Cine y Literatura»

 

 

 

 

La portada diseñada por Eugenia Prado Bassi y un óleo («Interior con armario»), del artista plástico chileno Cristóbal Toral

 

 

Crédito de la imagen destacada: Ceibo Ediciones