«Jojo Rabbit»: Las guerras las comienzan los iguales

El filme del realizador neozelandés Taika Waitities -nominada a seis premios Oscar 2020- constituye una muy buena oportunidad para reflexionar audiovisualmente acerca de nuestros refugios (los cuales se convierten imperceptiblemente en jaulas), y en el precio que debemos pagar por un miedo a la realidad que nos impide crecer en amor y solidaridad como especie.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 3.2.2020

Las guerras nunca terminan. No. Siguen tras los armisticios, tras los tratados de paz y los restablecimientos de relaciones diplomáticas. De los más de 5 mil años de historia registrada históricamente se suele decir que han habido sólo tres siglos sin alguna guerra pero esto no es cierto. La guerra no dura lo que duran los ruidos de los tiros o las espadas cruzándose en combate. Los pueblos migran y se cruzan con otros pueblos: la guerra fluye con nuestros genes. Donde va el Hombre está presente la guerra de una forma u otra.

Un ejemplo: Watt inventa el regulador que lleva su nombre, que permitía la entrada regular de combustible a las máquinas a vapor y éstas -que o se aceleraban hasta romperse o se detenían hasta pararse-, podían funcionar en forma estable como bombas extractoras de agua en las minas de carbón. Aumentó la producción de carbón. Para la misma época se inventa el proceso de calcinación que eliminaba impurezas del hierro, especialmente el azufre y aparece el carbón de coke. Así se logró el acero de alta calidad.

Comienza la Revolución Industrial inglesa en su segunda etapa, la metalúrgica. Y así, a fuerza de hierro, se agudiza el expansionismo británico: exporta su propia competencia al mundo: trenes, estaciones, puentes. Acero, acero y más acero. En esa expansión arrastra a Francia, Bélgica y Holanda… pero Alemania queda fuera de la competencia -junto a un decadente imperio austrohúngaro-, y expandirse en un mundo dominado por la Gran Bretaña y sus aliados significaba la guerra. El expansionismo había llevado rápidamente al armamentismo ya que todos se sentían amenazados por los alemanes. En 1914 estalla la Primera Guerra Mundial. Alemania la pierde. Tratado de paz de Versalles. Alemania humillada comienza a preparar armamentos en talleres de otros países. Hitler encabeza la embestida final y estalla la Segunda Guerra Mundial. Todo termina con dos bombas atómicas sobre Japón.

Así, hemos viajado desde el modesto e ingenioso regulador de Watt a la bomba atómica que vaporiza miles de personas en un instante. La información en la esfera humana nunca es inocente: siempre está orientada con un propósito y el propósito dominante es el tener: dinero, poder, territorio o lo que sea… pero tener. ¿Tener y tener en paz? Nunca. Ya lo dijo Flavio Vegecio: “…qui desiderat pacem, praeparet bellum” -“…el que quiera la paz que se prepare para la guerra”.

La constante es la guerra, no la paz.

Sentada esta base, vayamos al detalle: los protagonistas. Por razones cinematográficas, elegiremos a Adolf Hitler quien fue, a la postre, el que menos mató de los tres más grandes genocidas del siglo XX. De hecho, a Mao se le atribuyen tanto como 78 millones de muertos; a Stalin unos 23 y a Hitler apenas 17 millones. Sin embargo, la figura de Hitler es, por mucho, la más gastada en el celuloide. Descontamos las razones económicas que tuvo y tienen los aliados triunfantes de denostar la figura de Hitler y centrar todas las miradas sobre los muertos judíos, pero olvidando en gran medida a los otros muertos que desafiaban la pureza racial aria. La verdad era que Alemania iba a acabar con un gran negocio que se arrastraba desde el siglo anterior y eso no se podía permitir.

Sabemos que nadie hace la guerra por amor a la Humanidad, a la patria o por ciertos ideales: la guerra se hace por un botín. La Humanidad, la patria y los ideales son el envoltorio de regalo para un fusil… y el líder bélico (el Führer) era el moño de ese envoltorio. Por supuesto que de moños (valga el rebuscado calambur) actuaron varios: Churchill, Mussolini, De Gaulle, Hiroito, Stalin… pero Hitler… Hitler tenía ese je ne sais quoi que lo hacía tan especial. No sabemos si fue por sus puestas en escena al estilo de la iconografía romana; si por su bigote “philtrum” -que ya gastaban dos cómicos como Chaplin y Oliver Hardy en los EE. UU.- o por su proxémica alambicada y calculada frente a los espejos. Si fue su dominio de largos silencios antes de comenzar sus discursos o por sus gritos exasperados y exasperantes proferidos entre manos extendidas como garras que le despeinaban su mechón frontal con una cierta candidez y encanto infantiles… Todo condimentado con un idioma que nunca ayudó mucho a suavizar las cosas que decía sino, antes bien, a ladrarlas… como bien lo supo aprovechar Charlie Chaplin en El gran dictador de 1940.

Hitler es un misterio para sociólogos, psicólogos y psicosociólogos. Todos buscan en la infancia, en su paso por la PGM, en una determinada carta astral o en una predisposición genética… pero pareciera que Hitler esconde un misterio tan hondo y secreto como trivial y estúpido que acompañó al ser humano desde siempre: esa vocación de oveja adicta al pastor. De hecho, Hitler literalmente vació a gran parte de Europa de sus más encumbradas mentes que migraron a los EE. UU. en su gran mayoría, con su antisemitismo y su antiintelectualismo. Encarnaba la realidad ya acabada, final, verdadera, definitiva. Sin pensar más. Sin preguntarse más. Una realidad que al fin se había identificado total, fácil e inequívocamente con la Verdad. ¿Por qué habíamos buscado tanto? ¡Está allí! Gritándonos sus cosas… (cosas que quizás sólo a él le interesaran en serio).

Una adicción ajena al esfuerzo de creer en una divinidad. No hace falta creer ni en Dios ni en él. Porque a Dios hay que intuirlo, mientras que él está en todos lados, en todas las paredes, públicas y privadas. En bustos y carteles, en el cine, en la televisión y en las radios y, por supuesto, en esa obra maestra del diseño gráfico que fue la bandera nazi… Arruinó quizás para siempre un hermoso y antiquísimo símbolo con su “nationalflagge” pero es innegable que su pregnancia psicológica nos acompaña hasta hoy. Verla es como ver una serpiente en nuestro camino: por un instante nuestra maquinaria mental se detiene y todas las evocaciones que hemos consumido acerca del nazismo surgen espontánea e inevitablemente… “No está”, nos decimos. “Ya no existe más”, nos insistimos. “Ya se acabó”, nos repetimos. Pero la bandera nazi sigue produciendo ese extraño efecto y sigue respondiendo a esa trivial y estúpida necesidad del ser humano de alinearse detrás de un líder. Desde el fondo de los tiempos hasta nuestros días, hay líderes de esa calidad humana que encarnó Hitler. Es cierto -ya lo dijimos- que la publicidad estadounidense hizo mucho para mantenerlo vivo, para que el siniestro mito de Hitler no muriera, especialmente a través del cine, pero no es menos cierto que un retrato de Hitler o su bandera es, por un breve instante, como si la serpiente encantara al encantador de serpientes.

«Jojo Rabbit» (2019)

 

Jojo Rabbit: Jojo, el conejo

Y ahora tenemos otra oportunidad de ver de nuevo a esta abominación tan atractiva que fue Hitler a través de una sabia mezcla de sátira, fábula y drama con tantas chances para reír como para llorar. Con un comienzo muy fuerte, utilizando la banda sonora de la presentación en vivo de Los Beatles, y su tema “Quiero tomar tu mano” acompañando las filmaciones de época de las manos que se alzan y se buscan entre el pueblo alemán y Hitler, el filme no cae en los sitios comunes de Roberto Begnini y su La vida es bella de 1997 -aunque a veces se le parece-,  pero es porque el director de Jojo Rabbit (“Jojo conejo”), Taika Waititi, también busca la protección de un niño (Jojo, encarnado por Roman Griffin Davis) del disparate grotesco del nazismo y su “escuela de cachorros de lobos”, como se llamaban a los centros de adoctrinamiento de párvulos para ingresar de lleno en el partido.

Por el contrario, la propuesta cinematográfica es más inteligente al no abandonar la perspectiva de la ternura infantil y contrastándolos con los conflictos absurdos en los que viven los adultos que lo rodean. Es que los chicos son personas diferentes a los adultos y una de sus principales características es que, a diferencia de los adultos, los niños no tienden a armar un mundo de categorías para almacenar conceptos en ellas, sino que fluyen entre y con ellos tal como se vuela sobre alfombras mágicas. Y porque el mundo tiene mucho de mágico para esta clase de personas es que se los ve jugar tan a menudo, habilidad que el adulto desperdicia jugando por algo que le duela -como el dinero o el poder- o simplemente dejándolo de hacer. Y en esta alucinatoria categorización donde se clasifica al mundo, el adulto inventa clases humanas como la de “la niñez” o “la vejez” y cosas por el estilo… incluyendo, en su tiempo, el concepto de “raza” junto a clasificaciones todavía en funcionamiento dentro de la mitografía contemporánea, como el de “clase social” o “cultura”, tan absurdamente instalados como “políticamente correctos” en el discurso científico.

Es así como el director construye esta falacia en el imaginario infantil y crea un adulto que gira alrededor de Jojo Rabbit, una alucinación, un amigo imaginario que no es otro que el propio Hitler protagonizado -muy bien y gracioso, hay que decirlo- por el propio director… director que sabe mucho de “razas” ya que es un neozelandés de ascendencia maorí por parte de padre y de una judía azquenazi descendiente de escoceses, irlandeses e ingleses. La cuestión es que este Hitler tonto pretende reforzar el nazismo de Jojo, pero él se muestra renuente a adoptar todas las exigencias que le llegan, en definitiva, desde el mundo real. El Hitler imaginario aplica, incluso, una argumentación erística muy ingeniosa para hacerlo valiente desde su natural prudencia de sobreviviente: el conejo es muy valiente en el campo, sujeto como está a los predadores y cuidando a su familia… y el valor infundido termina en un accidente con una granada que le dejará cicatrices imborrables. Jojo, valiente en el juego, como un conejo en su madriguera, se apichona fuera de ella.

De ese modo la película transita por su vida doméstica, que encabeza la mamá -Scarlett Johansson- y que es su refugio contra la frialdad y desamor propuestos por sus tutores militares y el ambiente bélico que se vivía en las calles. Y es desde este mundo oculto al esplendor del adoctrinamiento, que aparece el personaje de Elsa (interpretada por la joven neozelandesa Thomasin McKenzie), como un conejo que a su vez sale de su madriguera dentro de la madriguera de Jojo. En efecto: desde el interior de su interior aparece este personaje que encarna, en un delicado giro del guión, el odio que se le inculca por parte de la Humanidad. Progresivamente, entre la dulzura -y bravura- de la madre y el reconocimiento de ese enemigo que estaba en su interior y que, desde un comienzo trata de enseñarle los valores humanos más humanos por el lado del absurdo. La confusión en Jojo crece. Trata, ahora, de buscar apoyo en sus instructores, donde destaca el cada vez más tierno, en la evolución de la historia, Capitán Klezendorf (muy bien interpretado, en su papel de hábil balance dramático, por Sam Rockwell). Con él, vemos, en paralelo a la historia de Jojo, cómo un capitán de juguete va saliendo de su miedo -de su madriguera- que lo hacía defender los valores nazis, hacia ese soldado homosexual ataviado con su disfraz de guerrero, sintiéndose al fin libre como un juguete que juega consigo mismo a la guerra.

Porque, en definitiva, toda guerra es una historia de miedo… pero no del miedo que se instala ante el fuego enemigo, sino del que vive en los líderes que las desencadenan y en los que los siguen y que es, de últimas, el miedo a la realidad. La guerra la hacen conejos que no han podido salir de sus madrigueras espirituales y que han terminado por convertirse en jaulas. Es por eso que el terror de Hitler siempre está al filo del ridículo y lo risible. Hitler y sus seguidores se enjaularon y tiraron lejos la llave de sus jaulas. Jojo, en cambio, rescatado por el amor de la madre, la verdad del capitán Klezendorf y la vida de Elsa, transformó su jaula en una madriguera de la que podría salir: él tenía la llave para ello tal como lo explica uno de sus últimos dibujos en su “libro” acerca de los judíos… recordando, de paso, que el guión de Waititi está inspirado en la novela Cagin skies (Cielos enjaulados) de la escritora neozelandesa Christine Leunens.

Jojo, Rabbit es una muy buena oportunidad de reflexionar acerca de nuestros refugios que se convierten imperceptiblemente en jaulas. Reflexionar acerca del precio que debemos pagar por un miedo a la realidad que nos impide crecer en amor y solidaridad como especie. “Razas”, “Culturas”, “Naciones”, “Patrias”, son meros eufemismos para ocultar nuestro miedo a la diferencia, nuestra incapacidad de asumir al otro que es igual a nosotros precisamente porque es tan diferente como lo somos nosotros respecto a él. Una guerra es una puesta de acuerdo patológica nacida de la idea de que una raya en el suelo (una frontera, una piel, una historia) realmente puede dividir al mundo humano en partes diferentes. Buscar la homogeneidad por la supremacía biológica, en el caso del nazismo, o por la supremacía de clase, en el caso del comunismo stalinista o maoísta, hace que la igualdad destruya los sistemas sociales por empobrecimiento de perspectivas: ante la igualdad, la vida envejece y muere.

Nos igualan las diferencias. Nos enriquecen las diferencias. Nos liberan las diferencias.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Jojo Rabbit (2019), de Taika Waititi.