“La extravía”, de Nina Avellaneda: Interiores dolorosos

Con una narración simple, la narradora nacional construye un imaginario doliente y existencial que resuena en cada descripción, en la voz de sus personajes, incluso en los detalles: el volumen se compone de diecinueve cuentos separados en tres partes (“Irene”, “Fragmentos del diario de Ana o La enfermedad” y “El amor o Los sueños fulminantes”) que entrelazan extrañezas, pérdidas, separaciones, ensimismamientos y nostalgias.

Por Francisco Marín-Naritelli

Publicado el 4.2.2019

 

“Algo comienza para terminar: la aventura no admite añadidos; sólo cobra sentido con su muerte. Hacia esta muerte, que acaso sea también la mía, me veo arrastrado irremisiblemente”.
Jean Paul Sartre

Con epígrafe de Marguerite Yourcenar, el libro La extravía (Editorial Ediciones del Desierto, 2015) de Nina Avellaneda (Limache, 1989) se compone de diecinueve cuentos separados en tres partes (“Irene”, “Fragmentos del diario de Ana o La enfermedad” y “El amor o Los sueños fulminantes”) que entrelazan extrañezas, dolores, separaciones, ensimismamientos, nostalgias.

Con una narración simple, Avellaneda construye un imaginario doliente y existencial que resuena en cada descripción, en la voz de sus personajes, incluso en cada detalle. Que el pisco pareciera agua, no es casual. Que abunden las pastillas, tampoco. Hay una pervivencia triste, una fantasmagoría insoslayable, una poética de la derrota, como si el vivir no fuera sino la ausencia de expectativas, sin futuro, siempre hacia atrás, con cansancio, bien alejado de lo extraordinario, lo inusual o lo oneroso. Los protagonistas, que parecen ser una, unas, Ana e Irene, Edith, Soledad, Camila, Luisa, van de un lado a otro, de Chile a México, Limache o Valparaíso, y no parecen tener un lugar de arraigo. Al contrario, tienen miedo a salir pero salen, obligadas a dejar su casa, a enfrentarse a un mundo peligroso y distante.

La nostalgia es bella, pero principalmente estúpida, le decía otra amiga de más al norte cuando hablaban de pérdidas y extravíos” (Pág. 16).

“Siempre la pena tenía un resplandor; tiene que ser el mar” (Pág. 18).

“Estuve llorando como una imbécil. Me sonaba y pensaba que había acabado, pero no, volvía a bajar un océano desde la frente, a subir desde el pecho. Me afiebré y quiso partírseme la cabeza, pero pronto llegó la noche y dormir me compuso como siempre. Hay días en que no debería amanecer, es un insulto. Hay noches que no terminan, hay noches que si terminaran sería para morir, hay amaneceres y claridades que escupen, rasgan, hieren más mucho más que el fondo de toda oscuridad” (Pág. 39).

La extravía está plagado de referencias televisivas (Los Simpson), culturales (Freud y el Psicoanálisis), musicales (el “Gitano” Rodríguez, Serrat, Congreso, Pablo Milanés), literarias (El lazarillo de Tormes, Alicia en el país de las maravillas, Crónicas marcianas, Onetti, Roberto Arlt), cinéfilas y teatrales (High art, Un tranvía llamado deseo), las que interactúan con la tragedia personal, una conciencia no alienada, que siente, vibra, sueña. A veces con crudeza, una crudeza sorda, sutil. Aborto. Enfermedades. Violencia. Negritud. La náusea. El miedo. Pero también la ternura, el amor, cuerpos tibios que se encuentran y se separan y se vuelven a encontrar, transfigurando la realidad.

“Las pastillas llegaron a la casa de tu hermana porque a tu casa difícilmente llega alguien, pero en menos de una hora tú ya las tenías encima. Los fantasmas toman pastillas abortivas, tienen hemorragias en donde se distingue algo que iba a ser una cabeza. Cabecita, no piensa nada, no sabe. No sabe que es una pena, que acaso el fantasma mide su dolor en el pedacito de carne que se despegó de la suya” (Pág. 22).

“No he vuelto a querer explicar la realidad. Ya no busco explicaciones. O será que las explicaciones y las cosas se han distanciado. O que yo no consigo ensamblar ninguna pieza” (Pág. 42).

“Mi agote se ha prendado de las paredes de mi cabeza. Mi cuerpo debe cargar con una cabeza huidiza” (Pág. 45).

“(…) Luego voy de la noche al día, cierta claridad y entreabro los ojos y estoy nuevamente en mi habitación. Pero no puedo despertar; no logro jamás despertar, estoy muy cansada para abrir los ojos” (Pág. 93).

“La conoce, la descubre. Luego busca su espalda, el mismo segmento de su cuerpo, pero de revés. El cabello largo, más largo que el suyo, más abundante. Se dice: no puede ser sino un sueño. ¿Quién avanza así en la vida? (Pág. 101).

Nina desarrolla relatos breves pero intensos, desplegando ese “país propio” que es la nostalgia. Quizá con conciencia, cada texto pareciera ser un recorte de otro, uniéndose a un encadenamiento de textos ligados entre sí. A veces un nombre, un sentimiento, una sensación, lugares, fragmentos de un texto mayor, inabarcable, inasible. Acompaña cierta atemporalidad (aun de la contemporaneidad manifestada en artefactos como televisores, celulares o Internet), pues los cuentos no precisan fechas determinadas, lo que sugiere la intención por narrar espacios interiores, transidos, solitarios, inciertos, frente a la hostilidad de un exterior salvaje e indómito, lleno de gente, hordas de gente, gente que tampoco sabe, que piensa mal, que juzga, que intimida, que amenaza.

 

Francisco Marín-Naritelli (Talca, 1986), además de periodista y de magíster en comunicación política -titulado doblemente en la Universidad de Chile- las ejerce como profesor universitario y un prolífico escritor nacional, cuya última publicación es el libro de cuentos Interior con ceniza (Ceibo Ediciones, 2018). También es el director titular del Diario Cine y Literatura.

 

 

La escritora chilena Nina Avellaneda (1989)

 

 

Los cuentos de «La extravía» (Editorial Ediciones del Desierto, 2015)

 

 

Francisco Marín-Naritelli, director del Diario «Cine y Literatura»

 

 

Crédito de la imagen destacada: Ediciones del Desierto.