«Los años de la serpiente», de Antonio Ostornol: Una carta a la intemperie

La experiencia del destierro es una especie de muerte o de castración. La resaca final del movimiento de la historia. Un camino sin retorno. Todo se detiene para el personaje. Ajeno a la partitura de un mundo nuevo, el día a día se presenta como un eco impropio.

Por Francisco Marín-Naritelli

Publicado 28.09.2017

“Escribo cartas, ergo sum”. Todo parte con una carta, una excusa, un par de líneas. Lo familiar, lo inconcluso, el recuerdo y sus retazos, la melancolía, entre vino y cigarrillos. Una noche de melodías fantasmagóricas, la melodía rotunda del fracaso, donde un padre le escribe a su pequeña hija, como si le escribiera a toda una generación torturada, exiliada, hecha desaparecer. Una generación que pronto descubrió que las utopías eran truncas y que sólo quedaba el panorama desolador de una larga dictadura.

“Durante un año escribí cartas a Chile como si asistiera a un rito de consagración. Fueron textos inverosímiles: poemas, cuentos grotescos, historias fantásticas, balbuceos infantiles, reminiscencias de antaño, utopías descabelladas. Sueños, muchos sueños. Y pesadillas”. (Páginas 20-21).

Los héroes están fatigados, dice Marco Enríquez- Ominami en un documental de 2002. El personaje principal de «Los años de la serpiente» (Ceibo, 2016, en una reedición del texto original publicado que data de 1991), de Antonio Ostornol, también lo está. Oscuro, decadente, nada límpido. Traidor, fugitivo, borracho. Más cercano a las tribulaciones que a las certezas, las cartas que escribe Antonio Torres y que nunca enviará son la constatación de una falta, lo ausente. Expulsado (o autoexiliado) de la propia tierra, de Bárbara (su hija) y de Andrea (su mujer), sólo queda rememorar la pérdida. Una y otra vez. Porque no hay futuro. Porque el pasado es impetuoso, nada servil, entre “el silencio y la sobrevivencia”, en un París demasiado agreste.

“Comprendo, con la convicción de un corvo que atraviesa una garganta, que este viaje mío de trasmano es como si me arrancaran un millar de células, tan arraigadas, que nunca pudieron ser contadas y se quedaron agazapadas esperando que alguien las diera a luz. Este viaje las estaba pariendo. Pero no era el nacimiento dichoso de una nueva vida, sino más bien el testimonio trágico de una muerte”. (Página 45).

La experiencia del destierro es una especie de muerte o de castración. La resaca final del movimiento de la historia. Un camino sin retorno. Todo se detiene para el personaje. Ajeno a la partitura de un mundo nuevo, el día a día se presenta como un eco impropio.

“No poseo historia. Ni pretensiones históricas. No estoy triste, hija mía, aunque la tristeza sea parte de mis sentimientos”. (Páginas 101-102).

“Mal de dictadura”, llama Antonio a su depresión. Y en no pocas noches, una pesadilla que se repite: soñar con serpientes. Fúlgidas y arteras, coronaban a un gigantesco animal de siete cabezas descomunales, “de lenguas como tridentes y orejas azuzadas, y unos colmillos solitarios pero feroces, enrojecidos por las llamaradas que la bestia expelía en cada una de sus atronadoras expiraciones”. (Página 71).

La metáfora del título del libro pareciera ser explícita en este punto. Puesto que la mordedura de algunas serpientes puede ser venenosa, lo que permite matar a sus presas antes de devorarlas, y «Los años de la serpiente» no es más que el testimonio de una extensa agonía, el veneno infame que se inocula en el insomnio más cansino, casi como una mala película, de aquellos que pretendieron cambiarlo todo y terminaron asumiendo inevitablemente la derrota.

Porque “el origen de cualquier tragedia es siempre una traición”, dice el poeta Raúl Zurita, y dice bien.

 

El escritor chileno Antonio Ostornol