“Los tristísimos veranos de la princesa Diana”: Entre la apología feminista y la apoteósis teatral

El presente montaje dramático -que se exhibió hasta el último fin de semana en la sala Sidarte- se concibe como una parodia a los cuentos de hadas, pues se trata de un relato siniestro, uno donde la «aristocrática» y desdichada protagonista finalmente será castigada por haberse atrevido a contraponer los límites que su género implica.

Por Jessenia Chamorro Salas

Publicado el 20.8.2018

“La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa (…)”
Sonatina, de Rubén Darío

Retorna -en la retrospectiva que está realizando esta temporada el Teatro Sidarte sobre la Compañía La Niña Horrible-, el aplaudido montaje “Los tristísimos veranos de la princesa Diana” (2017), que reflexiona y problematiza con su inigualable sello teatral, el constructo de lo femenino y de las constricciones de género.

El epígrafe sobre aquellos versos del poeta modernista nicaragüense, anticipan una lectura sobre la presente realización escénica, ya que Diana, su protagonista, es una princesa que está pasando por una de las crisis más decidoras de su vida. La princesa está triste, nadie comprende lo que siente, si tiene todo lo que desea: estatus, fama, hijos, esposo, dinero. Sin embargo, la princesa está triste y suspira desesperada por la profunda soledad que la embriaga, pues la mantienen encerrada en su habitación, apenas si puede ver a sus hijos a escondidas, sus sirvientas la quieren volver loca, y le dicen que ya todos la odian por haberse enterado de que ella ha abortado.

Diana es una princesa que entra en conflicto con su entorno, ya no se siente cómoda en la posición de supuesto privilegio en donde se encuentra. Se siente como un maniquí encerrado en una vitrina, está cansada de fingir una felicidad que no siente y de actuar correctamente a pesar de no quererlo. Casada con un marido que siempre la ha engañado y nunca la ha amado, Diana ha buscado el amor y la pasión en varios amantes –según ella misma confiesa–, y de uno de ellos quedó embaraza. Pero Diana no se siente capacitada para traer otra criatura a este mundo que ella considera es “una mierda”, menos aun por el hecho de que la criatura era una niña, y para Diana las mujeres son los seres más desafortunados que existen, son seres a quienes todo se les critica y que no pueden volar libremente, tal como ella, que está literalmente enjaulada en su propia habitación. El peso de ser mujer es una condena que Diana no quiso heredarle a su futura hija, pues en sus propias palabras, ella no tenía nada que entregarle, no tenía las herramientas necesarias para ayudarle a vivir.

La obra gira en torno al encierro de Diana, una terrible situación se ha develado la noche anterior y ella se encuentra abatida e incomunicada. Las sirvientas son las únicas mensajeras que durante varios días tiene la princesa, quienes no desean servirle sino por el contrario, desean su mal e incluso disfrutan al verla sola, triste y confundida. Ellas le dicen que no tema, que sufre delirios de persecución, pero son ellas mismas quienes le ponen en la comida animales muertos e incluso un pie putrefacto. Ambos personajes caricaturescos y perversos recuerdan a las hermanastras de Cenicienta, sirvientas mellizas que pese a su cómico actuar, esconden malignos planes y sentimientos contra la princesa. Representan simbólicamente, la complicidad femenina que reproduce el sistema patriarcal, así como también la falta de empatía del género, además de la ambición, la envidia y el servilismo.

Los dos hijos de Diana la visitan a escondidas, Guillermo el mayor, siempre correcto y mesurado, y Enrique, altivo y cercano a su madre. Ellos serán el único apoyo que tendrá Diana en su periplo, a ellos deberá Diana explicarles que no es una mala mujer por haber abortado, ni que es una mala madre por ser distinta a las demás, por no querer comportarse ni ser como todas. Diana es madre y adora a sus hijos, pero también recuerda con gran pesar el parto de cada uno de ellos y la infelicidad que sintió cuando le arrebataron del vientre a sus hijos, el dolor y el vacío que esto le produjo. Pese a todo lo que los hijos escuchan sobre su madre, quieren ayudarla a escapar, y Diana les pide que se comuniquen con su amigo, sin embargo, éste se ha suicidado porque no ha podido ser feliz nunca siendo homosexual, y ha preferido el suicidio para escapar de la prisión de la vida y finalmente ser libre. Enrique le comenta además que su pequeña amiga también se ha suicidado, posteriormente será ella misma en forma de espectro quien le revelará la razón, el haber sido casada a la fuerza con un hombre mayor y esperar, a sus cortos 11 años, un hijo de él.

Estas dos muertes serán un anuncio de lo que vivirá Diana, dos seres que eligieron la muerte para escapar de la condena que implicaba su existencia; la condena, por una parte, de no poder amar plenamente por ser homosexual; mientras que por otra, la condena de estar obligada a ser esposa y madre a los 11 años. Ambas simbolizan restricciones socioculturales de género que coartan la libertad tanto de las mujeres como de homosexuales, quienes parecen estar obligados a cumplir con las normas que les han sido impuestas, las cuales constriñen tanto sus decisiones como sus actitudes, e incluso sus cuerpos, como si se tratase de un corsé que pretende ajustar su corporalidad a los estándares del deber ser.

Diana quiere escapar no solo de la habitación –torre en donde se encuentra prácticamente secuestrada-, sino también de todas esas normas que la hacían tan infeliz, por eso fuma, se corta las piernas, vomita, ha tenido amantes, e incluso ha abortado, porque todas esas cosas le han servido para liberar su cuerpo de las ataduras del género que la realeza, símbolo de la sociedad, le ha impuesto. Cortaduras que le sirven para comprobar que su sangre fluye, que está viva, que no tiene sangre azul pese a la palidez victoriana de su apariencia. Vómito bulímico con que somatiza el hastío de los placeres mundanos, el asco vital. Amantes con quienes ha liberado su sexualidad y ha experimentado otras formas de vivirla. Aborto con el cual ha cortado el linaje funesto que significa engendrar a una mujer, con lo cual termina la cadena de mujeres desafortunadas.

Sin embargo, lo que la ha liberado de las normas es lo que la ha condenado, porque uno se puede liberar en privado, pero jamás en público, y es el conocimiento público sobre las aventuras y desventuras que la propia princesa realiza a la paparazzi que se mete en su habitación, lo que finalmente la catapulta, pues todo el prestigio se ha transformado en deshonra, ya que una mujer aunque puede hablar de sus penurias desde una posición de víctima, no puede vociferar las actitudes contestarias y manifestar públicamente su rebeldía ante el sistema que la oprime. Como toda princesa solo puede sonreír y fingir que todo está bien, y que la consigna de los cuentos de hadas se cumplió: “Y fueron felices por siempre”. Aunque aquello nunca haya sido así.

La princesa Diana no fue solo una mujer que subvirtió los estrictos protocolos reales, sino que también, desempolvó a la monarquía inglesa. Su actitud humanitaria y la sencillez con la que vivió su principado, fueron características que, tras su trágica muerte, la transformaron en la “Reina de los Corazones”. Todo el mundo se conmovió tanto por su historia como por los dos pequeños hijos que ella dejó. Su sufrimiento marital y los problemas con la realeza fueron vox populi y la principal atracción de los medios de comunicación, quienes querían conocer cada uno de los detalles de la vida de Lady Di. Hecho que la realización escénica bien demuestra, pues la periodista acuciosamente quiere lograr una confesión de Diana, quien no se niega a aquello e incluso disfruta –ingenuamente o no– de confesar sus problemas y de posar para la cámara.

Los tristísimos veranos de la princesa Diana se concibe como una parodia a los cuentos de hadas, pues se trata de cuento de hadas siniestro en que la princesa finalmente será castigada con la muerte por haberse atrevido a contraponer los límites que su género implica. Diana será decapitada por uno de los guardias, quienes simbolizan el poder patriarcal y falocéntrico que ejercen su fuerza.

Con su sello hiperbólico teatral y una estética neobaroca en que el expresionismo y el surrealismo colindan con el grotesco y el esperpento, la dramaturgia de Carla Zúñiga y la dirección de Javier Casanga han encontrado nuevamente una conjunción exitosa, en que el histrionismo del despliegue actoral corporaliza un texto potente que nos estremece, impele y a ratos nos provoca risa, dentro de una propuesta escénica marcada por el artificio y la hiperteatralización de cada uno de los elementos que la componen.

Literariamente la obra contiene variados intertextos que potencian tanto su interpretación como la reflexión. El encierro en la torre y la confusión realidad/fantasía nos recuerdan al Príncipe Segismundo de La vida es sueño, mientras que el trágico destino de la princesa recuerdan a la decapitación de Ana Bolena, además de la ya mencionada referencia a la Cenicienta. Sin duda, con el paso del tiempo, la figura de la princesa Diana se ha ido transformando cada vez más en un ícono, en el personaje de un cuento de hadas moderno con final trágico, en un ideal femenino rebelde que bien puede simbolizar, como en el presente montaje, la problemática en torno a la construcción sociocultural de la mujer, que hoy, como en la década de los noventa, e incluso como en la Edad Media y en el Renacimiento, resulta ser una construcción que constriñe la subjetividad femenina.

Los tristísimos veranos de la princesa Diana es quizá uno de los montajes de La Niña Horrible en donde mayormente los recursos escénicos poseen connotaciones simbólicas. Nada ha sido dispuesto azarosamente, ni las sirvientas que se mueven coreográficamente, ni los espectros de Tom y Fátima que representan los miedos y los prejuicios sociales, ni la vestimenta de Diana que utiliza Enrique para incendiar el castillo y con ello quizá acabar con el poder monárquico que destruyó a su madre; ni el bufón, cuya participación representa la apoteósis de lo macabro, ni el travestismo del personaje de Diana, ni la voz en off que narra la interioridad del personaje, ni el color blanco de la escenografía y la palidez de los personajes, ni la impertinencia y el hambre de noticias de la periodista, ni la imagen provocadora y tenebrosa del guardia con fálica nariz. Nada.

Todo está dispuesto y abierto tanto a la interpretación como a la interrelación entre los elementos escénicos, los cuales sin duda potencian la reflexión y la problematización que pretende promover el texto utilizando la figura icónica de Lady Di, la princesa de los corazones.

 

 

 

Ficha técnica:

Temporada: Desde el 9 hasta el 18 de agosto
Funciones: jueves a sábado, a las 20:00 horas
Valores de las entradas: $6.000 general | $4.000 estudiantes y tercera edad. Jueves populares: $3.000
Lugar: Teatro Sidarte, ubicado en calle Ernesto Pinto Lagarrigue Nº 131, Barrio Bellavista, Recoleta, Santiago.

Dirección: Javier Casanga
Dramaturgia: Carla Zúñiga
Asistencia de dirección: Loreto Araya
Compañía: La Niña Horrible
Diseño escenográfico y gráfico: Sebastián Escalona
Diseño de iluminación y realización escenográfica: José Miguel Carrera (Cuervo Rojo)
Vestuario y maquillaje: Elizabeth Pérez
Asistencia vestuario: Fran Pizzaro
Música: Alejandro Miranda
Producción: La Niña Horrible y Minga Producciones Escénicas
Elenco: David Gaete, Maritza Farías, Carla Gaete, Coca Miranda, Italo Sportono, Omar Durán, Alonso Arancibia, Sebastián Ibacache, Carolina Pinto y Francisco Méndez.

 

 

Crédito de la imagen destacada: Teatro Sidarte