«El modo de compatibilidad de Octavio», la trama inédita de Líbero Amalric

Economista y antropólogo, el narrador de estos folios ha dedicado su vida profesional a la cooperación internacional para el desarrollo, y por eso ha residido en varios países de África, de América Latina y de Europa. Radicado definitivamente en Santiago de Chile, en 1985, pasa a desenvolverse en el mundo de los movimientos sociales, capacitando y asesorando a diversas organizaciones en la formulación de proyectos y en planificación estratégica. Consultor de instituciones locales y foráneas, y profesor invitado en materias de desarrollo local y regional en distintas universidades, promueve la visión de una economía centrada en el eje de los derechos humanos, con lo que se gana su apodo, el cual habrá de convertirse en su nueva identidad: Líbero Amalric. En 2013 publica su primera novela «Amapolas: El delirio de la flor del olvido», y en 2014, su libro de relatos, «¿Quién le robó el sombrero al profesor?», ambos en Ceibo Ediciones.

Por Librecht van Hemelryck

Publicado el 23.09.2017

 

1.El modo de compatibilidad de Octavio

Modo de compatibilidad. ¿Compatibilidad con qué? ¿Compatibilidad con quiénes? Es lo que preguntó Octavio, el octavo hijo de doña Isabela, artesana de las confusiones del alma de sus sucesivos amantes, al considerar el espacio virtual de la mediagua en medio del campamento y el titulado de Microsoft Word en la pantalla de su computador de segunda mano.

A pesar de su minifalda, la profesora de castellano no le ayudó mucho al recitar todas las definiciones de la real academia española, donde se define compatible como: “que tiene aptitud o proporción para unirse o concurrir en un mismo lugar o sujeto” y “que puede funcionar directamente con otro dispositivo, aparato o programa”. Es cierto que él se encontraba en un mismo lugar para unirse con sus compañeros, para levantar todo tipo de barricadas en las protestas callejeras contra la dictadura y que sus dispositivos constituyeron principalmente de neumáticos quemados y otras materias similares así como bombas molotov. ¿Pero qué tenía que ver eso con el modo de compatibilidad?

Su madre, doña Isabela, tampoco solía ser compatible, ni con nada ni con nadie. Tal vez y con diferencia de la real academia, se unía con diferentes sujetos, y no siempre en el mismo lugar, y se demoró un tanto en ponerse un dispositivo para evitar los embarazos. Sin embargo, se arreglaba bastante bien entre un campamento y otro, entre un macho y otro, para asegurar la sobrevivencia de sus hijos e hijas. Deambulaba de un lugar a otro. Era vendedora ambulante. Vendía de todo: relojes, ropa, humitas, películas pirateadas, hierbas medicinales, incluyendo marihuana, accesorios electrónicas, perfumes de marca y muchas cosas más que encontraba astutamente en la periferia del libre mercado. Era partidaria del libre mercado. Siempre se llevaba los hijos más pequeños, convencida que aprenderían más en la calle que en una sala cuna. Pero cuando cumplían seis años, de regalo mandaba a todos sus hijos a la escuela municipal porque opinaba que tenían que aprender también a leer, escribir y sobre todo calcular. Y precisamente allí, tenía una interpretación peculiar, y un tanto feminista para la época, del programa mencionado por la real academia. Consideraba que eran sus hijas que tendrían que seguir estudiando en la escuela secundaria para acceder luego a estudios superiores y ser mujeres libres e independientes y que eran sus hijos que tenían que hacerse cargo de asegurar una vida digna de su hogar con su trabajo y sus habilidades para conseguir todo lo que su tribu necesitara.

Y así fue que Octavio, luego de haber aprendido a leer y escribir y sobre todo calcular en la escuela municipal, se encontró sucesivamente empujando carros con verduras y frutas en la vega, sirviendo comidas en el mercado central, vendiendo cualquier cosa en las calles, encontrando o robando lo que se puede vender o regalar para el cumpleaños de su madre y de sus hermanos y hermanas. Nunca le pillaron. Sabía calcular los riesgos y también sabía calcular sus beneficios. De manera que se consiguió un triciclo. No era un triciclo cualquiera como lo tenían los cartoneros y los jardineros. Era un triciclo con motor, con techo y con dos pequeños bancos laterales para eventuales pasajeros, lo que era sumamente conveniente para transportar los transeúntes en invierno de un lado al otro de las grandes avenidas inundadas o para conducir los errabundos noctámbulos a los más insólitos destinos, siempre a una tarifa variable, incompatible con un taxímetro.

Además, era un vehículo convertible. Sacaba los bancos y el techo, entonces podía fletar cualquier cosa al por menor como frutas y verduras, camas y otros muebles, también artículos electrónicos y computadores de dudosa procedencia a un destino más seguro y siempre lucrativo. En breve, gracias a su triciclo convertible, Octavio se convirtió en un pequeño empresario, defensor de su particular libre mercado.

Pero no por eso dejaba de asistir religiosamente cada domingo a la cena que servía su madre, doña Isabela, a la asamblea de sus hijos e hijas, sus eventuales acompañantes, sean éstos novios o novias, maridos o esposas, o, de vez en cuando, uno que otro padre inspirado ocasionalmente por la responsabilidad social de sus emprendimientos. Cada vez que se juntaron, se dedicaron a mejorar y ampliar las mediaguas de manera que los convivientes pudieran dormir casi comodonamente en el campamento a las orillas del revoltoso río que insistía en llevar a las borrosas y borrachas aguas de la cordillera de los Andes a las costas de un pacífico océano donde suele ponerse el sol para descansar de su largo viaje en las camas del submundo junto a los antepasados en búsqueda de la eternidad. Cuando los comensales se habían retirado o acostado donde sea, Octavio se sentaba en una silla al lado de su madre en aquel espacio que servía de cocina.

–Me parezco a mi abuela –dijo doña Isabela. Era una chiflada que no podía estar con otra gente. No sabía adaptarse y no estaba conforme con nada. Había en ella demasiado instinto independiente. Ella tenía el campo. Yo el campamento. Pero pienso que en el fondo es lo mismo.

–¿Cómo se llamaba tu abuela, mamá? –preguntó Octavio.

–Sofía. Era la hija menor de mis bisabuelos y sólo tenía dos años cuando ellos llegaron aquí. Mi bisabuelo era anarquista y tuvieron que huir de Italia, huir de la represión y de la miseria. Era zapatero. Se metió en la mutual de los zapateros y pudo mandar a sus cinco hijos e hijas a la escuela. Mi abuela fue la única que terminó sus estudios, luego se casó con un campesino que en realidad era un terrateniente. Tuvo un hijo y huyó para juntarse con un músico que se supone fue mi abuelo. Lo vi un par de veces cuando mi abuela heredó este campo de su campesino y se dedicó a tener otros hijos con tantos otros amantes, quienes la despojaron de su campo, dejándola abandonada en lo que se puede llamar una pequeña parcela junta a su única hija, María, que por las casualidades del destino había logrado ser mi madre. Parecía mucho a la virgen María de la biblia porque nunca se supo quién había sido el progenitor, pero con esa diferencia que tuvo una hija. Pero ella intentó seguir siendo virgen y como eso no era fácil en la parcela donde vivíamos con mi abuela, se fue. Desapareció. Así que quedamos solas, mi abuela y yo. Y ella me enseñó. Me enseñó a ser mujer, ser amante y madre, pero siempre ser una mujer independiente. Los hombres vienen y se van, me decía, somos las mujeres que se quedan.

–¿Y mi padre en todo eso? ¿Cómo se llamaba mi padre, mamá?

–¿Tu padre? Tu padre era tan loco como yo. Vladimir era un poeta. Músico también. Tocaba el clarinete como nadie, lo hacía reír y llorar. Era judío también pero sobre todo jodido. Al igual que su clarinete pasaba de la ternura a la rabia. Era una aventura de sentimientos contradictorios. Con tu nacimiento me llenó de flores, pero al siguiente día me llenó de garabatos por haber dado a luz a un hijo en plena dictadura. Hay que acabar con la dictadura, me gritó. Además, me espetó, mi hijo no puede vivir en campamento. Luego desapareció. Un amigo me contó que le había visto en una de las casas de la tortura y que estaba muy mal. Nunca más supimos de su destino. Desaparecido como muchos otros. Debo haber guardado algunos de sus poemas. Déjame el tiempo para encontrarlos, pero recuerdo su último poema: “cuando la locura de amar sobrevive a la locura de matar, puedo sentir cómo te amo como una flor que crece en la primavera y que sobrevive en invierno para amarla eternamente”. Era especial tu padre, Octavio. Fue idea suya llamarte Octavio, no sólo porque eras mi octavo hijo, también porque Octavio fue en alguna época un emperador romano. Estoy cansada, Octavio. No me preguntas nada más.

 

2. Indira, la monja afrodita en la playa

Cuando los primeros rayos de sol se deslizaban debajo de la puerta de entrada, Octavio decidió salir. Abrió suavemente la puerta para no despertar a nadie y luego la cerró con sumamente cuidado como si tratase de un recién nacido. Una vez afuera avanzó poco a poco tres o cuatro pasos en la punta de sus botas para no hacer ruido. Quizás fueron sus botas y sus pies que se extrañaron encontrar la arena, quizás fueron sus ojos al descubrir un sol radiante y brillante, que salió del mar por arte de magia, pero quedó en evidencia que Octavio se demoró un rato, inmóvil y consternado, al constatar y darse cuenta que se encontraba en una playa de arena blanca frente a una inmensa mar. Para convencerle una suave brisa adornó su barba negra con espuma de mar, mientras una gaviota blanca se cagó de risa sobrevolando las olas negras que se rompieron en las rocas. Quedó un rato desconcertado, un rato que le pareció una eternidad, hasta que descubrió en medio de la playa un reloj redondo suspendido encima de una especie de farol, cubierto de oro y pintura negra, con un letrero como una corbata de mariposa, que decía “Avenue de la Paix”. Y este reloj con sus palitos de negro sobre un fondo blanco le convencieron que eran las siete y media de la mañana con un sol esplendoroso que empujaba las últimas nubes revoltosas y coloradas al mundo del olvido. Pero como no lograba olvidar que había salido hace tan poco rato de la mediagua se volvió a mirar, atrás en el tiempo y detrás en el espacio, solo para constatar que la mediagua de su madre estaba todavía allí con la puerta cerrada. Tal vez las otras mediaguas no se encontraban en el mismo lugar ni tampoco en el mismo tiempo, pero eso era un detalle, que atribuía rigurosamente al cambio climático. Así que Octavio volvió a mirar la aparición de esta insólita playa en frente de la mediagua, descubriendo que a unos pocos metros del milagroso reloj en la Avenida de la Paz se encontraba una maravillosa monja en bikini, sentada debajo de un quitasol, al lado de una cabina sobre ruedas de los años veinte del siglo veinte. Se quedó un momento mirando el paisaje con reloj, cabina y quitasol antes de dirigirse con pasos prudentes en dirección de la monja. Por arriba le parecía una monja con esta especie de capa encubridora en la cabeza con alas tiesas de negro que impiden a los caballos mirar de lado, pero por abajo… Abajo le parecía descubrir el maravilloso cuerpo de Afrodita, de una sublima belleza, tal como la habían creado los dioses griegos en un momento de erótica inspiración creativa. Quedó vacilando si tenía que abordarla con “buenos días, hermana” o “buenos días, señorita”. Al acercarse sigilosamente se percató que en la mesita a su lado estaba un libro y, esforzando un poco la vista, pudo leer en la tapa con letras blancas sobre un fondo rojo oscuro “la extraña historia de x al cuadrado menos uno”. Petrificado, recordó esta historia de la biblia en donde una mujer se transformó en una estatua de sal al mirar atrás. Así que no se atrevió mirar atrás, allí donde estaba el mundo de la mediagua. En aquel primordial momento, la monja afrodita giró la cabeza y le miró a los ojos. Tenía unos ojos verdemar con tonos de gris y una boca sensual, que se abrió para decirle “hola”. Se demoró un rato para balbucir “hola hermana”. Para toda respuesta, la monja se quitó su capa y quedó al descubierto su pelo rubio ondulado que descendía como cascadas por su desnuda espalda. No pudo pronunciar palabra alguna y frente a su silencio, la monja convertida definitivamente en Afrodita con una sonrisa le contestó que ella no era su hermana pero que entendía su confusión.

–Mi abuela fue monja –le explicó. Cuando dejó de ser monja porque encontró a mi abuelo y quedó embarazada, se llevó de recuerdo sus hábitos. Es todo lo que me quedó de mi abuela.

–A mí no me quedó nada de mi abuela –dijo Octavio aliviado. María se llamaba y al igual que la María de la biblia, estaba convencida que fue virgen al quedar embarazada, pero al descubrir que nació una hija y no un hijo como Jesús, se fugó y dejó a mi madre abandonada con mi bisabuela.

–¡Geniales eran nuestras abuelas! ¿Cómo te llamas?

–Octavio.

–Encantada, Octavio, emperador romano. Yo me llamo Indira como Indra, diosa de los hindúes. ¿Te imaginas un encuentro de Octavio e Indira en una playa abandonada?

–Lo intento, pero tengo una curiosidad. ¿De qué se trata tu libro “la extraña historia de X al cuadrado menos uno”?

–Supongo que algo debes saber de matemática. X al cuadrado menos uno es el producto de X más uno multiplicado por X menos uno. Yo soy X. Antes de encontrarnos en esta playa muy particular, yo era X menos uno, pero al encontrarte aquí soy X más uno. Es decir que sigo siendo X, solamente que ahora soy X al cuadrado menos uno.

–No entiendo. Sigues siendo menos uno.

–Sin embargo es simple. Gracias a ti me estoy multiplicando por mi misma pero sigo siendo yo, siempre menos uno hasta el infinito. ¿No es maravilloso?

–¿Y si yo fuera un Y?

–Eres divertido y sabes de matemática. El resultado sería XY menos Y. ¿No te parece un resultado complicado para ambos? ¿Yo contigo pero sin ti?

–¿Y si yo también fuera Y menos uno al cuadrado? Estaremos en igualdad.

–Pero se complicaría la situación. Imagínate el resultado: X por Y entre paréntesis al cuadrado menos X al cuadrado menos Y al cuadrado más uno. Te das cuenta que ambos perderíamos la identidad y sólo quedaríamos con nuestro producto al cuadrado más uno. Te lo deja a tu imaginación quién pueda ser el uno. Además, en ciertas circunstancias, el resultado de la ecuación pudiera ser cero.

–¿Todo eso se encuentra en tu libro?

–Estoy a penas en la mitad, pero dejemos mi libro de lado, allí donde está en la mesita. Cuéntame cómo llegaste a esta playa solitaria, este jardín de delicias de Jerónimo Bosch donde Dios colocó a Adán y Eva.

–Vivo aquí al frente en esta mediagua con mi madre, mis hermanos y hermanas, y mi triciclo. Vivimos en un campamento. Es decir vivíamos en un campamento al lado de un río, pero al salir hoy día en la mañana me encontré con que estaba en esta playa y para serte sincero te iba a preguntar dónde estoy, es decir dónde estamos. A lo mejor me puedes explicar qué hacemos aquí y cómo llegaste a este lugar tan extraño.

– Son muchas preguntas, Octavio. Además, tienes una percepción muy peculiar de la realidad. Yo no veo ninguna mediagua. Si te fijas bien, allí hay un hotel de dos pisos con restaurante. Es cierto que es una construcción en madera pero no parece en nada a una mediagua. Para tu información, estoy alojada en la habitación 209 en el segundo piso. Sí, vi el triciclo a la entrada. Debe ser el tuyo, que propone excursiones. Todo eso lo encontré en internet. Se llama doña Isabel el hotel.

–Pero eso es el nombre de mi madre. No puede ser. Ayer estuvimos charlando en la mediagua. Es imposible.

–¿Qué es imposible, Octavio? ¿Por qué no me llevas en tu triciclo a dar un paseo por una de las excursiones que propones en internet? Me encantaría viajar en un triciclo. En particular contigo, Octavio, porque siento que las sorpresas contigo no tienen límites.

–Para mí, la sorpresa eres tú, Indira. Además de la súbita transformación de mediagua en hotel frente a la playa y un sol que sale del mar en vez de entrar al mar. ¿Crees que todo eso se debe al cambio climático?

–De toda manera está tu triciclo. ¿Qué esperas para llevarme en tu triciclo? El tiempo de cambiarme de ropa en el camarín.

Y así fue que Octavio, el octavo hijo de doña Isabel, llevó a Indira, la afrodita de los hindúes, en su triciclo. La llevó de una sorpresa a otra porque ninguno de los dos tenía idea de los caminos a seguir ni tampoco a donde les llevaría esta excursión. En cada curva del camino Indira se maravillaba con el paisaje, mientras Octavio se maravillaba con cada curva del cuerpo de Indira.

 

El escritor Librecht van Hemelryck (Bélgica, 1947)

 

Imagen destacada: Los actores Maria Schell y Marcello Mastroianni, en un fotograma de «Le notti bianche» (1957), del director italiano Luchino Visconti