«Poesía (1947-1954)», de Enrique Lihn: Los versos de la espera

La Editorial de la Universidad de Valparaíso publica en un cuidado volumen —preparado por Pedro Lastra y Alejandro Jodorowsky— los dos primeros libros dados a la circulación por este autor fundamental para las letras hispánicas del siglo XX: los textos de «Nada se escurre» (1949) y de «Poemas de este tiempo y de otro» (1955).

Por Víctor Campos Donoso

Publicado el 24.4.2020

Inicia una escritura. Ella muta indiscernible en su balbuceo primigenio. Trata de conocer fórmulas descubiertas por el escriba: contemplar ese blanco afán de nuestra tela todavía pubescente. Luego de una decisión dotada con un mínimo de severidad y riesgo, se deja suceder en hojas de libro, custodiada bajo un título necesario. La escritura es enseñada a la luz de los ojos lectores en una recreación que concluye al circuito. Es allí donde nosotros ingresamos, asomados a la composición de la palabra por la palabra sin retirarnos, en ningún caso, indiferentes ante lo leído.

Los versos que al esculpirse en la piedra de la página inauguran lo que luego será conocido como uno de los proyectos más ambiciosos y profundos de nuestra tradición poética, son los correspondientes a los poemarios Nada se escurre (1949) y a Poemas de este tiempo y de otro (1955): primeras dos obras del poeta chileno Enrique Lihn Carrasco (1929 – 1988) y que lo sitúan como un autor crucial de la generación de los años 50.

El caso de aquí es, sin duda, uno de los más virtuosos que habremos de hallar. No solamente porque, en la amable reedición entregada por Editorial UV de la Universidad de Valparaíso, se nos enseñan los pasos originarios de uno de los poetas más destacables de la tradición latinoamericana en la segunda mitad del pasado siglo, sino que además nos invita a explorar las maneras que un joven iniciado gesta para confesar un desencanto y escepticismo propios de toda su obra posterior y época, creando un imaginario que alcance una huella individual. Bien podríamos decir que nos aproximamos a la raíz de un árbol que luego echaría sus primeros frutos en La pieza oscura (1963), pero de momento esto tratará de ser una nota ante una germinación no menos valiosa.

Pedro Lastra, frente a un Lihn a quien avergonzaría después la publicación de estos libros por su prematura calidad, rescatará de ellos con justicia la virtud lograda de un número considerable de poemas. Así, bajo la palabra argumentada de Lastra Salazar, es que me permito comentar sobre estos textos que acaso podrían alumbrar a quienes aguardan dubitativos ante el umbral de la lectura y escritura poéticas.

Nada se escurre (1949), el primer poemario publicado por Enrique Lihn, acontece por enunciación lacónica, enfrentando una preocupación adolescente sobre el fenómeno de la muerte y su consecuencia: lo que deja el muerto a los vivos. Allí entonces hay un vacío y la necesidad de alimentarlo. Y versos hay para ilustrar lo mencionado:

Quiero explayar mis manos como soles

para cerrar el hueco de mis manos,

 

dirá el hablante en “Letanía del Deseo”. Mientras que en “Paseo”, la voz sentenciará:

yo me parezco a un vaso joven,

pues en mí mi reflejo no cabe,

 

Y, por último, la necesidad de compensar dicho vacío (consecuencia de inquietudes existenciales propias de una juventud a mitad de siglo, a la que le fueron extirpada los grandes proyectos modernos) emplazará a atisbar una forma en: “una tierra que aún no he descubierto”. Asume así el poeta, en su ejercicio, la donación de la responsabilidad personal para con lo escrito. Sopesar la vulnerabilidad que supone aquel dictado del hablante en el poema, espacio amurallado y desconocido, tornado cada vez más inhóspito para el juego de la representación, es aquí una acción decidora y que perfilará la continuidad de una obra erigida en los pilares agrietados de la duda, o más bien, de la certeza en la duda. Aparece entonces la meditación frente a la incertidumbre, el recogimiento frente a la posesión profética y la calma de la palabra frente al grito desnudo del imberbe.

No hay la confianza de esbozar un proyecto mimético, sino hay la tarea de bosquejar la pregunta como eje de una escritura, como signo que puede encarar a las grandes poéticas que gozan de una confianza entregada al verbo del poema (Neruda, de Rokha y Huidobro, son ejemplos):

huyamos de la fuente endemoniada

que retrata las formas de antemano

hacia un jardín feliz que en sí se apoya.

 

Es evidente que la consecuencia de apostar por la duda como una guía que vislumbra los senderos posibles, es un declarado amor fati; aunque es, además, una prueba de que la única certeza es la que —al preguntarnos cuál es— yace en la acción de pensar la duda: el resto nos es ignoto y asimilamos una inquietud. Así, el poeta con una fatalidad a cuestas, que luego le permitirá crear los angustiantes —mas sublimes— poemas “Monólogo del viejo con la muerte”, “La despedida” y “Nathalie”, por mencionar solo algunos, se halla de momento entre la misión y el error: entre el exilio inicial que implica escribir, es decir, “a dolernos del ocio que conlleva este paseo de hormigas / esta cosa de nada y para nada tan fatigosa como el álgebra” (dirá más adelante en La musiquilla de las pobres esferas) y la pérdida consecuente de una sustancia con el perfil de la estabilidad. En “Permanencia”, la voz declara elocuente:

Salir mientras adentro se nos queda

aquello que buscamos.

 

Entonces, el acto de la grafía señala una falta, quizás de lo que habita entre nubes queriendo ser olvidado o aquello que se recuerda en un momento y lugar en donde lo ignoramos. Se escribe creyendo que, en el acontecimiento de componer, se gesta una recreación de lo que comprendemos perdido. Lo que ya no está y hemos extraviado puede recordarse en apariencia gracias a la escritura del poema; sin embargo, y a la vez, el acto mismo delata su irremediable ausencia. Tensa disputa es esta que, más allá de todo conflicto, ya arroja su fulgor en el primer libro bautizado Nada se escurre.

Poemas de este tiempo y de otro (1955), es un poemario que viene a solidificar algunos elementos retóricos utilizados, mientras que se decide abandonar otros. Los giros coloquiales aplicados con agilidad e inteligencia: “No me dirijo a nadie en particular, me dirijo a todos ustedes”; el desarrollo de una enunciación de verso extenso, mas con un tono sumamente natural que no autoriza objeción alguna; la profundización de un tedio —spleen— y de un vago cansancio —ennui—: “estoy cansado de mi rostro vivo”; la imaginería que sirviéndose de sustantivo y verbo logra dar con imágenes seductoras, son algunas cualidades que este libro contiene. En fin, el ejemplar es más que el vaticinio de la grandeza en La pieza oscura (1963): también es un texto que, no necesariamente atado a una idea capital (el título sugiere dispersión en cuanto al orden de los escritos), articula ya una voz con identidad: una confluencia del existencial Neruda de Residencia en la tierra (1933) y del coloquial Parra de Poemas y antipoemas (1954) y de la experiencia conjunta y cercana del autor con los “quebrantahuesos”.

Es la calidad de un timbre profano, cotidiano, meditativo, monológico el que aquí se nos exhibe. Los poemas “Así es la vida”, “Hoy murió Carlos Faz”, “In memoriam”, “En torno a una vieja canción” y “Primera comunión”, testimonian aquel tono característico. Al caso, cito los prudentes versos de la primera de las composiciones mencionadas:

mi vecino de pieza,

alguien que empecé a reconocer a la distancia como tropezara

                                               entre el primero y el segundo piso

por una especie de fatalidad a la que trataba de sobreponerse

                                               caminando en la punta de los pies;

un rostro, no. Un conjunto de ruidos que maldije y a los que

                                                                terminé por habituarme,

articulándose, regularmente, a una misma hora de la tarde,

                                                  a una misma hora de la mañana,

casi nadie:

un hombre joven, como yo y como yo dispuesto a salir adelante,

puso fin a sus días.

 

Creo que la virtud de lo citado no hace necesario reafirmar el pequeño juicio articulado anteriormente. Pero sí cabe destacar que aquel tópico mortuorio, la que habita el escenario de las urbes modernas y que por ende contiene algo de inorgánico y cotidiano, es la que con frecuencia construirá Lihn en sus textos. Si posamos la mirada en “Lina”, poema elegíaco, admiraremos sin lugar a duda esa construcción que evidencia más que un mero capricho adolescente. Hay algo de impotencia, de día nublado, de acto irrevocable en las muertes urbanas, esas que se nos muestran obscenas y con frialdad en los periódicos y noticiarios, y que terminan por gestar una nulidad de reacción, una costumbre hacia el cadáver. Sin embargo, para alguien como Lihn, la sensibilidad le es suficiente en tanto poeta para acusar dicha defenestración del sentido trágico:

¿Desde hace cuánto tiempo, Lina, te están velando?

Mueres todos los años como la primavera,

a cada instante exhalas como el tiempo

tu último suspiro perenne

en lo más vivo y dulce, desgarrador y oscuro de nosotros.

 

Esa muerte que insiste ser cotidiana el hablante la adolece con reincidencia. Y sabe que su palabra, por más que trate de acusar aquella frialdad distanciándose de ella, es en la que se ve envuelto a ratos. Lúcido, en un momento dirá sentenciador: “lo que construyo me destruye”. A veces, agobiado y recostado en un resuelto nihilismo acusará: “hago y deshago este objeto inservible”. Este último verso es fundamental para ahondar en lo que será una obra anegada de escepticismo: la certeza de la duda, y el dudar de la certeza.

Sin ánimo de establecer claves o patrones, sino extendiendo una invitación al origen de una escritura, al primer paso (en su momento, seguro de sí), que constituye el punto de partida de un derrotero desgarrador, profundo y complejo, que sufrirá rotundos estados de vulneración e inestabilidad, pero desembocando en una grafía que tratará de bastarse a sí misma, a partir de la reflexión e ironía vertida una sobre la otra en un páramo de desolador espíritu. La poesía pareciera haber terminado consigo misma, y frente a aquel suicidio verbal, no queda más que arrancarle trozos, restos de lo que en un momento fue monumento imperturbable, canto de una tierra a otra que, después de tanto, hoy parece imposible vislumbrar.

 

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Víctor Campos Donoso (Iquique, 1999) es estudiante de tercer año en la carrera de pedagogía en castellano y comunicación con mención en literatura hispanoamericana de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV), y fue partícipe en el Taller de Poesía de «La Sebastiana», a cargo de los poetas Ismael Gavilán y Sergio Muñoz realizado en 2018.

Actualmente cursa el diplomado de Poesía Universal de la ya mencionada universidad y es ayudante del proyecto «Poéticas postdictatoriales. Memoria y neoliberalismo en el Cono Sur: Chile y Argentina», dirigido por el doctor Claudio Guerrero.

 

«Poesía (1947-1954)», de Enrique Lihn (Editorial Universidad de Valparaíso, 2018)

 

 

Víctor Campos Donoso

 

 

Crédito de la imagen destacada: Claudia Donoso.