«Pokemón», una ficción de Amanda Teillery: Una respiración gruesa sobre su cuello

«La joven autora chilena despliega en su primera publicación una prolijidad escritural formidable: pues los cuentos de este volumen son historias en las que se observa un progreso en el acontecer dramático, donde hay un trabajo minucioso con los textos, y un especial cuidado con el detalle y la contención que potencian la atmósfera perturbadora propias de la omisión afectiva y social», dijo el escritor y crítico chileno Francisco García Mendoza en este medio, acerca de la estética y de la calidad artística de los relatos que componen el volumen de «¿Cuánto tiempo viven los perros»? (Emecé, Santiago, 2017). Y hoy, en esta ocasión, la emplazada narradora comparte con los lectores del Diario «Cine y Literatura», el título que a ella más le gusta de los que componen su notable ópera prima.

Por Amanda Teillery Delattre

Publicado el 16.6.2018

Recién en este instante cae en la cuenta de que está borracha. Sentada en los asientos traseros del auto, con la cabeza pegada en la ventana, escuchando una mezcla de risas gruesas y música que explota por los parlantes, Trinidad va sintiendo cómo un caluroso mareo comienza a apoderarse de ella. A pesar de esto, no puede estar segura: jamás había estado borracha antes. En realidad, antes de aquella noche, nunca había tomado, sin contar las veces que su papá le ofrecía un sorbo de su copa de vino y ella bebía un poquito solo por curiosidad y luego hacía una mueca de asco y se prometía jamás volver a hacerlo. María Jesús está sentada a su lado. Mantiene sus delgadas piernas muy juntas y se aprieta los dedos con nerviosismo. Esta noche intentó arreglarse para verse mayor, sin demasiado éxito. Llenó su sostén con papel confort, y Trinidad ahora se da cuenta de lo ridícula que se ve, con aquel pecho sorpresivamente prominente en su cuerpo de trece años. Al lado de ella un hombre va dormido, o quizás desmayado, Trinidad no puede saberlo con certeza. Adelante otro hombre maneja riendo, hablando a su amigo que está en el asiento del copiloto. Isabel, desinhibida como siempre, va sentada en sus piernas. Apenas mira a sus dos amigas que están en los asientos de atrás.

—Oye Pancho —dice el hombre que maneja— está bueno el auto nuevo de tu papá.

—Sí —responde —es grande, ¿viste la maleta?

—Sí, está buena para hacer un Pokemón.

—¿Qué es hacer un Pokemón? —pregunta Isabel con un grito.

Isabel tiene el rostro colorado. Mueve coquetamente la cola de caballo con que se ha sujetado el pelo. Un par de pelos sueltos se le pegan a la nuca debido a lo transpirada que está. Se ha maquillado mucho y usa ropa exagerada. Trinidad piensa que tiene un aspecto un tanto grotesco esta noche. La encuentra parecida a esas niñas que participan en concursos de belleza infantil: una mezcla de niña-mujer.

—Es broma —le dice el hombre que la tiene en su regazo— ¿no saben lo que es hacer un Pokemón? ¿Ya no se hace?

—Estamos muy viejos, parece —dice riendo el otro hombre que maneja.

Trinidad no levanta la vista para verlos mientras hablan. Siente la voz de ellos muy distante, como si estuvieran a kilómetros de lejanía. Cree que va a vomitar en cualquier minuto.

—Antes era lo más típico que había —vuelve a responderle el que está a su lado.

—Ya, díganme lo qué es —insiste Isabel de manera cantarina, dándole un suave golpe en el pecho a Pancho, el cual ríe.

—Es como cuando estás yendo en grupo a una fiesta, y el auto está muy lleno, así que el último en llegar se tiene que ir en la maleta, y ese es el puesto de Pokemón.

—No entiendo —dice Isabel, acercando su rostro más al de él.

—Porque cuando se le abre la maleta para que salga le tienes que gritar: “Pokemón, ¡yo te elijo!” y la persona que esté dentro de la maleta tiene que salir de un salto, como se hacía con las pokebolas, ¿se acuerdan? ¿O ustedes no alcanzaron a ver Pokemón cuando lo daban en la tele?

Isabel responde algo que Trinidad no alcanza a entender con claridad y solo escucha un balbuceo. Está cada vez más mareada. Mira por la ventana, ahora respirando sonoramente, en búsqueda de estabilizarse, pero el movimiento de las luces que aparecen y desaparecen y se mueven muy rápido la atontan aún más. Sin moverse de su posición, observa de reojo a María Jesús. Ella mantiene la cabeza agachada y la mirada inmóvil, los ojos apenas abiertos, sin apuntar a ningún lugar exacto. Mira sin ver, realmente, como si la hubieran hipnotizado, como si nada pasara por su mente. Mantiene la boca abierta y un pequeño hilo de saliva se asoma por la comisura de sus labios.

A Trinidad comienza a invadirle un miedo nervioso y el corazón le empieza a latir tan fuerte que casi puede escucharlo. Es el mismo miedo que había sentido horas antes, sentada en el baño de Isabel, inmersa en el olor a colonia, preparándose para la fiesta. Su primera fiesta en un colegio, de esas de las que sus hermanas mayores y las demás niñas de cursos más grandes del colegio siempre hablaban. Por fin eran lo suficientemente grandes como para que sus viernes en la noche no consistieran en quedarse en una casa a comer pizza y ver películas. Ahora eran prácticamente adultas.

Las mamás de su curso habían tenido una reunión para acordar hasta qué hora podrían quedarse en la fiesta. Durante la conversación, una mamá se levantó de su asiento, aparentemente un poco molesta, para comentar que no encontraba apropiado que las dejaran ir, ya que aún no tenían edad para preocuparse de esas cosas (Isabel dijo después que seguramente era la mamá de Cata Pérez, porque era la más aniñada del curso y seguramente ni siquiera quería que le dieran permiso para ir a las fiestas). Otra mamá le respondió cortante, para callarla, que las niñitas sí que estaban en la edad de ir a fiestas y entrar en sociedad, que así era la manera en que se hacían las cosas en ese colegio. Finalmente, de manera unánime, las mujeres acordaron que el permiso para salir sería hasta la una de la madrugada.

La mamá de Isabel había dejado a las tres niñas en la entrada del colegio privado donde se llevaría a cabo la fiesta. Se bajaron de un salto, escuchando el reggaetón que parecía salir a bombazos del edificio, y se unieron al grupo de gente que se aglomeraba en la puerta para entrar. Luego de varios minutos de hacer la fila para comprar las entradas se enteraron de que ya se habían agotado y que no dejarían entrar a nadie más porque el local estaba repleto. Se quedaron un rato ahí, pensando en qué hacer, en medio de un montón de niños decepcionados que se encontraban en su misma situación.

Así, cuando el auto se detuvo frente a ellas y los tres hombres les ofrecieron llevarlas a la fiesta  que iban, dijeron que sí, porque era la única opción para salvar la noche. Trinidad se alarmó un poco al fijarse que uno de los hombres tenía una barba,y solo los grandes tenían barba. Intentó calmarse pensando que ya no tenía edad para preocuparse por aquellas cosas, que no debía ser tan tonta. Los hombres estaban bebiendo y les ofrecieron, y ellas dijeron que sí porque suponían que eso se hacía en situaciones como aquella. Esa debía ser una situación normal para las personas que salían a fiestas los viernes por la noche. Dijeron que era piscola, y aceptaron aunque no sabían qué era la piscola. Bebieron de unos vasos rojos de plástico y los hombres no paraban de ofrecerles y servirles más.

—Todos los puestos tienen un hombre —continúa el hombre que maneja —el que maneja es el jefe, el de al lado Shotgun, y en el que estás sentada tú —le dice a Isabel —se llama Caupolicán.

—Isabel ríe.

—Caupolicán, pero ¿por qué?

El hombre responde algo que Trinidad no escucha bien, y después Isabel ríe nuevamente, de aquella manera tan falsa y coqueta que hasta esa noche sus otras dos amigas desconocían.

—Como todos gritaban el puesto que querían y se apuraban para no tener el Pokemón, se armaba un tremendo hueveo —continúa el hombre riendo y luego grita — ¡Shotgun! ¡Jefe! —ríe más— Era muy chistoso. Esos eran los tiempos en que se podía tomar y manejar tranquilo en la noche, nadie te molestaba.

—Era bacán —agrega Pancho.

—Los carretes de ustedes no tienen ningún humor, antes se pasaba mejor. Ahora que te paran a cada rato y con esa mierda de la Ley Amelia o Amalia, no sé, esa huevá, los carretes perdieron toda su gracia.

—Ley Emilia —musita Trinidad.

—Nosotros sí sabemos pasarlo bien. Tienen suerte de que las hayamos encontrado. Lo vamos a pasar muy bien hoy.

Trinidad ya no escucha nada con claridad, como si tuviera tapones en los oídos, y ahora ve borroso. Solo reconoce un par de sombras. De repente su cuerpo se recuesta en el asiento casi por cuenta propia, sin poder controlar sus movimientos, sin poder sentir su cuerpo. Nunca había entendido muy bien que significaba la palabra levitar, pero piensa que quizás es algo parecido a lo que está sintiendo ahora.

María Jesús acerca su rostro, y Trinidad siente que la ve deformada, con los ojos demasiados grandes y que parecen palpitar. Le dice algo, ve sus labios moverse, pero Trinidad solo escucha una especie de eco, como si algo obstruyera la voz de su amiga.

—¿Qué? —pregunta Trinidad.

María Jesús abre la boca nuevamente, y el mismo ruido vuelve a salir.

—¿Qué? —vuelve a decirle.

Con dificultad, María Jesús se inclina y pega su boca en el oído de Trinidad.

—Me siento mal, no siento el cuerpo.

Trinidad intenta responderle algo, pero la voz no le sale. Mira por la ventana y recién cae en la cuenta que el auto se ha detenido. Están en una especie de mirador, se ve la ciudad desde una altura, luces tintineantes, que de repente se van uniendo hasta transformarse en una gran mancha. A los lados del auto no hay nada más que oscuridad.

El motor se apaga. Trinidad ya no puede entender nada con claridad y se da cuenta de que en cualquier momento va a caerse dormida. Siente que alguien comienza a acercarse hacia ella y deposita su pesado cuerpo encima del suyo, una respiración gruesa sobre su cuello.

 

Amanda Teillery Delattre (1995) es escritora y autora del libro de relatos ¿Cuánto tiempo viven los perros? (Santiago de Chile, Emecé, 2017).

 

 

La promisoria escritora chilena Amanda Teillery Delattre (Santiago, 1995)

 

 

Portada del bello volumen de cuentos publicado recientemente por la Editorial Emecé (Santiago, diciembre de 2017)

 

 

Crédito de la imagen destacada: Pintura “Perros de la calle”, de la artista plástica nacional Antonia Teillery.