Serie “La cacería”: Réplicas de misoginia y de androcentrismo

La historia audiovisual como apuesta televisiva pudo haber sido perfecta, sobre todo pensando en la gran audiencia que capturó, pero no fue capaz de inmiscuirse en la complejidad de cada ser humano que dio vida a su verídico argumento, ni tampoco hacerse parte del quehacer social vigente ni menos de sus exigencias dramáticas.

Por Masiel Zagal

Publicado el 3.10.2018

La cacería: Las niñas de Alto Hospicio es una serie de televisión chilena que se transmitió a través de Mega entre los meses de julio y septiembre del presente año y que tuvo buena recepción en la audiencia. Fue dirigida por Juan Ignacio Sabatini (Zamudio, Los archivos del Cardenal) y se basa en el texto “El horror en pantalones cortos” con que el periodista Rodrigo Fluxá aportó al libro Los malos, editado por Leila Guerriero (Ediciones Universidad Diego Portales, 2015). Como todas las series que comento tiene sus capítulos disponibles en línea, en este caso en la página web del canal. Y como todas las series que comento, permítanme la aclaración, tiene cierto encanto, calidad estética y guiones atractivos. Desde ahí en adelante empieza la deconstrucción.

Tal como el nombre lo indica, la serie trata sobre los femicidios de Alto Hospicio y de inmediato despertó mi interés porque es una historia que me remeció y que sigue inquietándome, quizás igual que a todas las mujeres que en esa época teníamos la misma edad que gran parte de las víctimas: niñas o jóvenes novatas que no sabían que lo mejor que les tenía que pasar en la vida ya les había pasado y lo peor aún no. Luego de que saliera a la luz la seguidilla de negligencias que hubo durante la investigación, se instaló en nosotras la interrogante sobre qué hubiera pasado si esas niñas hubieran sido de clase alta o, al menos, no tan pobres; si hubieran sido de Providencia y no de Alto Hospicio; si hubieran sido hombres y no mujeres. Seguramente jamás se habría hablado de fuga de hogar, de prostitución, de drogadicción u otras situaciones reñidas con la moral. Se instaló, entonces, una especie de resentimiento y de sensación de injusticia e impunidad.

Desde que me enteré que había una serie sobre el caso esperaba con ansias cada comienzo de semana para que la subieran a la web –igual como me obsesioné con el libro Racimo de Diego Zúñiga o el potente documental Santas putas de Verónica Quense- y la seguí con fervor hasta el fin. Con cierto resquemor, pero esperando que me sorprendiera o me dejara llorando. No lo consiguió. Más cerca estuvo de lo segundo.

En el marco del pacto de verosimilitud se vuelve problemático el nivel de ficción al que recurre la serie para recrear una historia tan sensible. El exceso de ficción parece un recurso ineludible para atraer al público y así no alejarse de las posibilidades comerciales, quizás a través de eso se pueda justificar la existencia de algunos arquetipos y el reforzamiento de muchos estereotipos. Aun así se comprende y acepta la ficción porque nos crea como espectadores un hilo conductor para seguir la historia.

La serie está configurada como un thriller y luce las características de éste encarnadas en su protagonista: un hombre solitario, atormentado por su pasado, venido desde la gran ciudad, que arriba en un pueblo donde para algunos es un héroe y para otros un peligro, un ser incomprendido al fin y al cabo. Misterioso, así se nos plantea a este personaje y una sigue la historia a través de él: un policía, un hombre, un afuerino. Un otro. El protagonista de la historia, capitán César Rojas, representado brillantemente por Francisco Melo –en una interpretación que, según yo, es la mejor que ha hecho después de Diógenes Tobar en la telenovela Sucupira– es el antihéroe que llega a entorpecer la labor local y quien instaura un nuevo procedimiento de investigación. Es él quien, a través de métodos ortodoxos, encuentra a las niñas. En realidad sólo encuentra sus cadáveres –y aquí es donde la serie alcanza su mayor sentido de verdad y compromiso-, porque el nivel de corrupción de la policía e indolencia del Estado no permitió evitar que éstos se siguieran acumulando en algún dique del desierto. Eso no importa tanto para el retrato que se hace, porque lo que se resalta al final de la serie no es la justicia tardíamente aplicada, sino la figura de un hombre caminando por el desierto florido con la sensación de la misión cumplida. Vuelve a girar la historia, una historia que trata sobre mujeres, dentro de los márgenes del androcentrismo.

El personaje de la serie que da la nota alta es el de Ayleen –interpretado por Giannina Frutero-, una joven de la calle, perteneciente a una banda delictual, drogadicta, cercana al mundo de la prostitución pero no prostituta, acogida (o apresada) en el Sename, con una vida familiar conflictiva (o indeseable) y con una confusa inclinación lésbica. (¿Ya hablé de estereotipos?). Es el único personaje –junto a uno de los padres quizás- que representa el palpitar real de la necesidad de justicia. En ella se refleja toda la vulnerabilidad social a la vez que toda la fortaleza humana, la capacidad de hacerse a una misma y enfrentarse a la muerte. Ayleen ya había sido vulnerada en su hogar, en el Sename, en la calle y de resistencia sabía bastante. El hecho de que haya sobrevivido al ataque del monstruo de Alto Hospicio es algo de lo que nadie puede sentirse orgulloso porque nadie la ayudó, fue tan circunstancial su supervivencia que no se necesitaba la existencia de un policía para contar la historia. Eso no se vio en la serie y para mí era fundamental. Principalmente porque, a pesar de la ficción, es inevitable asociar ese personaje con la persona real que sobrevivió al horror del psicópata, una niña que el asesino creyó muerta, que la dejó abandonada, que pudo recomponerse, que caminó herida cuatro kilómetros por el desierto y que llegó al hospital con un hilo de vida, entregando los únicos detalles que sirvieron para capturar al femicida. Si ella no hubiera sobrevivido quizás seguiríamos buscando a las niñas en los prostíbulos de Tacna. Ella era la heroína y la serie nos negó esa versión. Quizás nunca la pensó. Vuelve a perturbar la ficcionalidad que utiliza la serie como escudo: porque el hecho sucedió y esa muchacha existió y existe, pero nadie quiso hacerse cargo de esa historia. La mujer a la que evoca el personaje de Ayleen tuvo que huir de Alto Hospicio por el acoso de los mismos vecinos, fue víctima de linchamientos y otras manifestaciones de violencia: las familias sentían desconfianza de su testimonio y la sindicaron como cómplice y amante del psicópata. La convirtieron en la antagonista y tuvo que ingeniárselas para sobrevivir otra vez: ahora en otra ciudad y con otro nombre. Si bien la serie le da visibilidad –quizás debido sólo a la excelente actuación de Fruttero-, la deja como un personaje supeditado a la acción del héroe, además de construirla con el mismo estigma contra el cual las familias afectadas han estado luchando: drogadicción, delincuencia, prostitución.

Hay otros dos personajes claves para redondear esta idea –confusa, tal vez- que estoy transmitiendo de la serie. Uno de ellos es el otro policía, Rodrigo Carrasco (Gastón Salgado), quien acompaña a todas partes al protagonista, formando con él un dúo esencial para el desarrollo de los thriller o historias de viaje –ahí tenemos a Sherlock Holmes y Watson, a Quijote y Sancho, a Sal Paradise y Dean Moriarty, a Arturo Belano y Ulises Lima-, y quien hace las veces de amigo, compañero y de enemigo del héroe. ¿Ya hablé de arquetipos? Éste sin dudas es uno que refuerza la historia, porque en él se encarnan dos teorías sobre la maldad humana: la banalidad del mal y la zona gris. Es un subordinado más que cumple órdenes nefastas para no arriesgar su puesto, a la vez que también alcanza difusos estados de conciencia que se materializan únicamente al final de la serie. Cual culebrón noventero que nos sorprendía con un final feliz. El otro personaje al que me refiero es al de la asistente social, Andrea Valdivia (Valentina Mhur), mujer comprometida con su trabajo que logra generar controversia en la historia sobre el sistema social de protección a la infancia pero que no coloca en tensión ningún discurso actual. Ese personaje resulta incómodo, dentro del papel que representa, en cuanto a la relación romántica y erótica que sostiene con el protagonista, quien en algún momento la violenta sexualmente, justificándose e incluso naturalizándose el acto debido a su estado de estrés y de desequilibrio emocional.

Dos hombres arquetípicos y dos mujeres estereotipadas vendrían siendo la conclusión, una desafortunada manera de contar la historia en un año donde pulsa la necesidad de erradicar el patriarcado y el androcentrismo de nuestros patrones. Me hago un mea culpa y me cuestiono si quizás soy yo quien le exige demasiado a las nuevas producciones o quien tiene demasiadas susceptibilidades de género: ¿pudo la historia haber sido contada de otro modo?, ¿puede el caso de Alto Hospicio traspasar las páginas policiales y ser analizado como el síntoma social de una enfermedad terminal?, ¿podría haber reparación a las familias y memoria de las niñas a través de una historia contada a favor del rating? Cabe señalar que la agrupación de Madres de las Víctimas del Psicópata de Alto Hospicio y del Estado de Chile, mediante una declaración pública [i], manifestó su rechazo a la serie sindicándola como un “entretenimiento basado en la perversión, intriga, morbo y sexo”, además de denunciar conflictos de intereses de parte del CNTV (Consejo Nacional de Televisión). La serie como apuesta televisiva pudo haber sido perfecta, sobre todo pensando en la gran audiencia que capturó, pero no fue capaz de inmiscuirse en la complejidad de cada ser humano que da vida a la historia ni de hacerse parte del quehacer social vigente.

 

Citas

[i] Información extraída de la página El Desconcierto.

Además, se puede acceder al oficio completo aquí.

 

Masiel Zagal (Rari, Región del Maule, 1984) es cuentista y dramaturga. Autora de textos teatrales tales como Avenida El Dique, Lucila la niña que iba a ser reina y La mujer quebrada, el volumen de relatos que conforman La gran intemperie (Editorial Puebloculto, Curepto, 2018) es su primer libro publicado. De formación es profesora de castellano y magíster en humanidades de la Universidad de Talca, en una vocación intelectual y creativa donde se conjugan el cultivo de la literatura y de las artes visuales.

 

 

 

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