1934: «El Mercurio» encubre el asesinato de centenares de detenidos desaparecidos

Al seguir con la publicación de las mejores crónicas del volumen «Historias desconocidas de Chile» (2016), encontramos este texto que denuncia la ominosa complicidad de «El Decano» de la prensa nacional con el propósito de amparar y de defender las habituales matanzas ordenadas por el ex Presidente Arturo Alessandri Palma durante su segundo gobierno (1932 – 1938), en lo que seguramente sería una preparación y un entrenamiento de la planta de redactores y de periodistas del diario de Agustín Edwards Mac-Clure para justificar -en un horroroso futuro cercano- la vergüenza y lo indesmentible (léanse crímenes políticos ocurridos en el país entre 1973 y 1990).

Por Felipe Portales Cifuentes

Publicado el 24.3.2018

El segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma efectuó la primera aplicación masiva del método criminal de la desaparición forzada de personas en el siglo XX chileno. Ello ocurrió en Ranquil (zona cordillerana de Lonquimay) en 1934.

Sus antecedentes tienen su origen remoto en la constitución de la gran propiedad agraria en el alto Bío Bío, luego de la expoliación de la Araucanía. Allí, los sucesivos gobiernos les otorgaron extensas concesiones de tierras a nuevos oligarcas. Al mismo tiempo, con la finalidad de atraer chilenos de Argentina, los gobiernos buscaron establecer colonos en la zona para lo que concordaron con las familias terratenientes que les “cedieran” 4.000 hectáreas por fundo, las que luego se delimitarían legalmente.

Sin embargo, en el caso de los Bunster (fundo Huallalí), estos buscaron desalojar a los colonos que ya desde hacía muchos años ocupaban la fértil vega de Nitrito. Al fin lograron una orden de desalojo en abril de 1934, lo que se traduciría en la segura miseria de los colonos, máxime cuando estaba empezando el durísimo invierno de la región.

Las gravísimas consecuencias sociales de todo esto le fueron oportunamente representadas a Alessandri por el diputado progubernamental, el demócrata Manuel Huenchullán, en un dramático telegrama que le envió el 3 de abril: “La orden de lanzamiento de colonos del Alto Bío Bío que cumplen 30 carabineros está causando alarma en la región entera. Los colonos pueden pagar el fundo Huallalí con intervención de la Caja de Colonización. Esta circunstancia indúceme a rogarle suspender el lanzamiento y solucionar el conflicto comprando el fundo. Cincuenta y más familias quedarán en la calle pública frente al penoso invierno de esa región cordillera. Lamento que las peticiones de los dueños fundos hayan podido tanto. Es probable que ocurran muertes como en San Gregorio (masacre del primer Gobierno de Alessandri) y tal hecho constituirá fuente inagotable para los contrarios de vuestro gobierno. Cumpliendo mi deber de diputado de esta región, ruégole excusarme por hacer presente lo que V. Excelencia puede derogar en cualquier momento” (La Opinión; 4-4-1934).

Pero, en forma ominosa, El Mercurio señalaba en los albores de la masacre que “no existe en el Alto Bío Bío un problema de tierras” (3-7-1934). Peor aún, el senador conservador Horacio Walker, faltando groseramente a la verdad, decía que “ya sabe el Honorable Senado que no ha habido lanzamientos en esa región” (Boletín de Sesiones del Senado; 9-7-1934). El desalojo de los colonos se llevó a cabo en forma extremadamente violenta, incluyendo varias casas incendiadas (ver intervención de Juan Pradenas; Boletín de Sesiones del Senado, 31-7-1934).

A todo ello, se agregó que los colonos del vecino fundo Ranquil estaban también sufriendo enormes penurias –dado que disponían de muy poca tierra y al impacto de la gran depresión y de pésimas temporadas climáticas- con lo que estaban todas las condiciones para una sublevación campesina; la que fue acordada por el Sindicato Agrícola de Lonquimay, el 26 de junio. (ver Gonzalo Vial.- Historia de Chile (1891-1973) Volumen V, De la República Socialista al Frente Popular (1931-1938); Edit. Zig-Zag, 2001; pp. 369-72).

El jefe de la sublevación fue Juan Leiva Tapia; quien había apoyado a Juan Esteban Montero en 1931, afiliándose luego al Partido Comunista. En esta calidad había sido relegado a Melinka en 1933 por Alessandri, luego de haber obtenido éste Facultades Extraordinarias del Congreso. Y en mayo de 1934 había sido candidato a diputado por el PC en una elección complementaria por Laja, Mulchén y Angol.

Leiva arengó a los sublevados señalándoles que su levantamiento era parte de un movimiento insurreccional, a nivel nacional, destinado a “establecer un régimen proletario, antiburgués, de dominio colectivo sobre los bienes de producción, empezando por la tierra” (Vial; p. 372). El levantamiento contó con el apoyo del PC, de acuerdo a Luis Corvalán (De lo vivido y lo peleado. Memorias; LOM, 1997; p. 27) y Andrew Barnard (The chilean communist party, 1922-1947; Tesis inédita, University of London, 1977; pp. 143-5); y al reconocimiento del secretario general de entonces, Carlos Contreras Labarca, en un informe suyo a la Internacional Comunista (ver Olga Ulianova y Alfredo Riquelme Segovia.- Chile en los archivos soviéticos 1922-1991, Tomo 2: Komintern y Chile 1931-1935; LOM, 2009; pp. 420-42).

 La rebelión fue muy violenta fruto del hambre y la desesperación; produciendo la muerte de 10 personas, entre ellos dos (Boletín de la Cámara de Diputados; 2-7-1934) o tres carabineros (Vial, ibid, p. 373). Entendiendo que se preparaba una represión inmisericorde, el diputado Huenchullán le solicitó “clemencia” a Alessandri y que “se sirva suspender las órdenes impartidas dando un tiempo prudencial a esta gente revoltosa para que se rinda” y “pido también que se arbitren los medios para que un ministro de la Corte de Apelaciones de Temuco se aboque al conocimiento de estos hechos, para que la justicia tranquila determine quiénes son los culpables de lo que ha ocurrido; para que en seguida se apliquen las sanciones a quienes corresponda; pero que no se persiga con carabineros y ametralladoras a los colonos que son hombres honrados”. Tan sensata era la petición que incluso el más “duro” y anticomunista de los diputados conservadores de entonces, Ricardo Boizard, señaló inmediatamente: “Muy lógica la petición de Su Señoría” (Boletín de la Cámara; 2-7-1934).

Sin embargo, el ministro del Interior, Luis Salas Romo,  desmereció la preocupación expresada en la Cámara: “Se ha pedido que el ministro del Interior tome medidas a fin de que los carabineros que intervienen en esos sucesos aseguren y den garantías de las vidas de las personas que detengan. Los carabineros desempeñan una alta función pública, y nunca han sido asesinos” (Boletín citado). Aunque precisamente, ¡todo indica que Alessandri envió al propio Director de Carabineros, el general Humberto Arriagada Valdivieso, a sofocar la revuelta con la máxima brutalidad, dando lugar a una espantosa masacre de centenares de personas!

Aquello se deduce de las propias cifras oficiales de los sublevados que fueron detenidos por Carabineros y de los que efectivamente llegaron a la cárcel de Temuco, donde fueron llevados. De este modo, La Nación y El Mercurio informaron, de fuentes oficiales, que los detenidos fueron entre 400 y 600 personas. La Nación –ya diario de Gobierno- señaló: “Un comunicado del prefecto Délano informa que sus tropas y las del teniente Monreal, cercaron a quinientos facciosos, tomándolos a todos prisioneros, considerándose la situación completamente dominada. El encierro se efectuó en el lugar de Lolco a 70 kilómetros de Lonquimay y a 15 de la confluencia de los ríos Lolco y Bío Bío (…) Se anuncia que los facciosos hechos prisioneros por Carabineros (…) serán traídos inmediatamente a Lonquimay” (7-7-1934). Y dos días después añadió: “El número de prisioneros sube de 600 y el resto huye por los matorrales, sin víveres ni aperos” (9-7-1934).

A su vez, El Mercurio informó de dos cifras similares en la misma edición del 7 de julio. Primero, su corresponsal desde Temuco, Gilberto Llanos, afirmó: “Comunicaciones recibidas en la mañana de hoy en esta ciudad han hecho saber que las tropas (…) lograron encerrar a quinientos revoltosos en Lolco (…) El comandante Délano agrega que todos los insurrectos están prisioneros y que puede estimarse la situación completamente dominada. En estas mismas informaciones agrega que se ha dado orden a la tropa de tomar un merecido descanso, quedando solo algunos carabineros a cargo de los prisioneros”. En la misma página (19), Llanos informa que a través del teniente Germán Larenas, se conoció un comunicado del comandante Fernando Délano que revelaba que “sorprendieron a más o menos cuatrocientos subversivos” y que “estos se rindieron después de prolongada lucha y cuando se convencieron de que sería inútil toda resistencia ante la decisión que advirtieron en los carabineros”. Y entre medio de ambas informaciones, el corresponsal reseñaba que “nada se ha sabido aún del lugar en que quedarán finalmente los detenidos, pero se estima que es más probable que todos queden en la cárcel de Temuco, establecimiento penal que reúne mayores seguridades para una gran cantidad de detenidos” (7-7-1934).

Dos días después –el 9 de julio- El Mercurio publicó un revelador comunicado del propio general Arriagada que afirmaba que “muchos revoltosos emprendieron fuga lanzándose río”; el que se convirtió en grotesco el día siguiente en que se decía: “Se ha tenido conocimiento que la mayoría de los agitadores que fueron causantes de estos sucesos, se suicidaron arrojándose a los ríos”. Además, de modo atrabiliario se agregaba que “se tiene entendido que el general Arriagada dispondrá la libertad de todos aquellos sediciosos que logren probar que ingresaron a las filas de la revuelta atemorizados por la amenaza de muerte” (10-7-1934); ya que con ello se habría atribuido funciones judiciales, de manera completamente ilegal.

Posteriormente, La Nación y El Mercurio informaron que el comandante de Carabineros Fernando Délano Soruco, había llegado a Temuco con los prisioneros. El primero señalaba que eran 70 (15-7-1934) y el segundo 53 (15-7-1934). En el documento oficial que se presentó a la Justicia se identificó, con nombre y apellido, a 56 personas; sin dar ninguna explicación de la gigantesca disparidad de cifras con el número de detenidos del que había informado días atrás. Más aún, Délano reveladoramente agregaba que “no ha podido establecerse, tampoco, cuántas fueron las personas que, por resistirse a engrosar las filas de los revoltosos, fueron asesinadas por las turbas de Juan Segundo Leiva Tapia que se valían de este procedimiento para sembrar el terror entre los mineros, campesinos y obreros de la región” (La Nación; 20-7-1934).

Semanas después en el Senado, el democrático Juan Pradenas señaló, sin ser desmentido, que de los 500 prisioneros –citando específicamente la información de La Nación– solo habían llegado 23 detenidos a Temuco (una cifra parcialmente errónea de Pradenas que tampoco fue alegada). Agregó: “¿Dónde están los demás, señor Presidente? Si estas 500 personas estaban prisioneras no pudieron huir, y si hubiesen huido, la prensa habría dado cuenta de ello. Pues bien (…) tengo algunos antecedentes para creer que la mayor parte de estos hombres fueron asesinados cobardemente, sin juicio previo, sin establecerse responsabilidades”. Y entre los antecedentes citó un diario de Collipulli que entrevistó al abogado de la Federación Obrera de Chile, Gerardo Ortúzar: “El señor Ortúzar expresó haber presentado una demanda criminal para la averiguación de numerosos delitos de los cuales ha tenido conocimiento en el desempeño de sus funciones. Entre los más graves de esos delitos denunciados ante la Fiscalía de Temuco figuran asesinatos de toda la familia Sagredo con mujeres y niños entre los cuales aparece una anciana de 70 años y una guagua de dos años (…) asesinato después de su detención sin que opusieran la menor resistencia de Marco Hermosilla, Cesáreo y Anselmo Orrego, Silvario Ortiz, Manuel Muñoz, José Benicio Reyes, y numerosas otras personas largo de enumerar” (Boletín del Senado; 31-7-1934).

Frente a estas gravísimas denuncias, solo replicó débilmente el senador conservador Romualdo Silva Cortés: “Es conveniente decir en este debate que la justicia y la prudencia exigen que se espere el resultado de la acción judicial pendiente (…) Los Poderes Públicos, los parlamentarios y el pueblo, en general, como es lógico, deben suspender sus juicios y esperar ese fallo, antes de manifestar opiniones oficiales en forma estrepitosa, sobre los desgraciados sucesos de Lonquimay” (Boletín citado). Como de costumbre, nunca se esclareció judicialmente qué pasó con los –esta vez- detenidos-desaparecidos. Y la Comisión que creó el Senado para investigar los hechos, a sugerencia de Pradenas, simplemente archivó el caso.

A su vez, ni La Nación ni El Mercurio se dignaron intentar explicar siquiera las discrepancias entre las cifras de detenidos iniciales de las que ellos mismos informaron; y de los que llegaron a Temuco…

Todo lo anterior lleva a concluir que fueron centenares los colonos asesinados luego de haber sido tomados prisioneros. En la hipótesis más conservadora, de cerca de 400 detenidos solo llegaron 56 a Temuco. Es decir, los desaparecidos superaron largamente los 300. Es lo que señala Ricardo Donoso: “centenares de muertos y heridos” (Alessandri, agitador y demoledor. Cincuenta años de historia política de Chile, Tomo II; Fondo de Cultura Económica, México, 1952; p. 147).

Para las autoridades, la derecha y la historia oficial, simplemente se “esfumaron” centenares de detenidos. Y se sugirió que aquellos se suicidaron o fueron muertos por sus compañeros. Las mismas “explicaciones” que se darían posteriormente sobre la matanza del Seguro Obrero y, sobre todo, durante la dictadura de Pinochet. Por el contrario, Salas Romo y el propio Alessandri congratularon efusivamente al general Arriagada a su llegada a Santiago y, posteriormente, diversas organizaciones e instituciones de sectores acomodados les rindieron sentidos homenajes a Carabineros (ver El Mercurio; 12-7-1934 y ss.).

¿No revela que nuestra sociedad sigue siendo profundamente autoritaria, el hecho que Alessandri mantenga su estatua en el lugar más visible de Santiago; y que el Hospital de Carabineros lleve el nombre del general Humberto Arriagada?…

 

Portada de «Historias desconocidas de Chile» (Editorial Catalonia, Santiago, 2016)

 

El destacado sociólogo, escritor e historiador nacional, Luis Felipe Portales Cifuentes

 

Felipe Portales Cifuentes es sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile (1977). Ha sido Visiting scholar de la Universidad de Columbia, asesor de Derechos Humanos del Ministerio de Relaciones Exteriores, y profesor de la Universidad de Chile en el Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI), en el Instituto de Asuntos Públicos (INAP) y en el área de Humanidades de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. Entre otros volúmenes ha publicado: Chile: Una democracia tutelada (Editorial Sudamericana, 2001), Los mitos de la democracia chilena. Desde la Conquista a 1925 (Editorial Catalonia, y que obtuvo el Premio Ensayo del Consejo Nacional de Libro y la Lectura en 2005), Los mitos de la democracia chilena. 1925-1938 (Editorial Catalonia, 2010) e Historias desconocidas de Chile (Editorial Catalonia, 2016), título del cual se extrajo el presente artículo cedido especialmente para este Diario. En la actualidad, el escritor trabaja en la preparación del segundo tomo de esta aplaudida saga.

 

Imagen destacada: Pintura «Barrio cívico» (1920 – 1930), de Andrés Balmaceda Bello. Pinacoteca particular