Escritora Alia Trabucco: “Creo que la literatura también ha encarnado el lenguaje del poder”

A casi un año del lanzamiento de su celebrado ensayo «Las homicidas» (Lumen, 2019), la autora de la también premiada novela «La resta» —abogada de formación—, dialogó con este medio acerca de temas tan actuales como la instrumentalización del Derecho (por parte del poder político y social), a la hora de encarar el proceso constituyente, acerca del cual se interrogará al país durante el próximo mes de abril, y en torno al rol que tiene la disciplina periodística, en la labor de reproducir masivamente estereotipos de comportamientos, con el fin de normar y de sancionar ciertas conductas, al interior de una sociedad.

Por Daniel López Contreras

Publicado el 2.3.2020

En medio del entramado narrativo de la llamada «Literatura de los hijos» es urgente detenerse en la obra de la escritora y abogada Alia Trabucco Zerán (Santiago, 1983). Haciendo gala de una iluminadora erudición a la vez que de una sensibilidad narrativa (tan jurídica como literaria), Trabucco expone en Las homicidas (Lumen, 2019), el resultado de un trabajo de archivo y escritural cuyo objetivo último era y es urgente: develar y desmantelar los discursos del poder en torno al deber ser de lo femenino, lo que hizo a través de la exposición de cuatro casos de mujeres homicidas: Corina Rojas, Rosa Faúndez, María Carolina Geel y María Teresa Alfaro.

Durante los días de un febrero que solo nos permite intuir lo que ocurrirá en marzo en nuestro país, y a través de una cadena de correos electrónicos que permiten salvar la distancia de miles de kilómetros —pues Alia Trabucco se encuentra en Londres, Inglaterra, a causa de sus compromisos académicos—, la escritora concede una entrevista cuyas respuestas, a su vez, permiten interrogarse sobre los modos en que las estrategias lingüísticas y discursivas, reveladas en Las homicidas, pueden verse actualizadas en el correlato mediático del estado social y político que se vive en Chile, ese mismo país que no habría dudado en normalizar a la mujer asesina.

Recordemos que en 2019, Trabucco fue candidata al premio literario más importante del Reino Unido —el Man Booker International— gracias a la traducción de su primera novela, La resta (Tajamar, 2014), un texto en donde la narradora ficciona alrededor del Chile incubado bajo el régimen de Pinochet, pero desde la translúcida mirada de tres jóvenes de la época.

 

—Para comenzar, quería relevar que ya ha pasado doce meses desde el lanzamiento de Las homicidas en el MAVI, y ha sido un año bastante particular, especialmente desde octubre del 2019 y sus propios ecos. Pienso, por ejemplo, en el colectivo Las Tesis y sus repercusiones a nivel mundial. ¿Cómo ves este libro a ya casi un año de su publicación? ¿De qué modos dialoga ahora con la situación chilena?

—Las homicidas es un libro sobre mujeres que cometieron asesinatos y sobre cómo la sociedad reaccionó ante esos crímenes que resultaban impensables (e innombrables) para una sociedad que definía a las mujeres como inofensivas. Se trata de una investigación que pone sobre la mesa temas incómodos: aborto, desigualdad, clase, rabia. Y todos esos temas están hoy escritos en los muros de la revuelta. Las homicidas, además, es un ensayo que interroga la relación entre el sujeto femenino y el derecho. Y de cara a un proceso constituyente es muy importante problematizar esa relación. ¿Es el derecho una herramienta de dominación patriarcal? ¿Puede ser diferente? ¿Puede existir un derecho feminista? ¿Cómo sería?

Una de las frases de la performance del colectivo Las Tesis y que corresponde a una cita a Rita Segato, es “el patriarcado es un juez”. Y uno de los epígrafes de Las homicidas es una frase de Margarite Yourcenar que dice: “Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces”. Las homicidas retoma la idea de ese juicio reiterado respecto de “lo femenino”. Y es que las protagonistas de mi libro fueron juzgadas no solo por su homicidio, es decir, por su transgresión a la ley penal, sino por su transgresión a la feminidad, a las normas de género, y ese juicio está en curso y no solamente afecta a las mujeres criminales sino a todas las mujeres.

 

—¿Crees que al escritor o al artista le competa algún tipo de responsabilidad en medio de ciertas crisis sociales? ¿Narrarla? ¿Someterlas a un tamiz artístico y estético? Al menos en Las homicidas se vuelve crucial el modo en que el arte produce (o solo reproduce) ciertos discursos sociales, jurídicos o periodísticos.

—Hace un tiempo leí una transcripción de un coloquio sobre derecho y literatura que se hizo en la Universidad de Chile el 2010 y donde se discutía la obra de Martha Nussbaum. Ahí, el poeta y abogado Armando Uribe interrogaba la relación entre lenguaje y poder y planteaba: “La ley tiene un imperio que la literatura no tiene. La literatura persuade por la fuerza propia de las palabras; en cambio la ley persuade y obliga porque está respaldada por el imperio, la fuerza y el poder”. Es decir, para Uribe, el derecho encarnaría el lenguaje del poder y la literatura, en cambio, el poder del lenguaje. Yo, en ese punto, discrepo. Creo que la literatura, o cierta literatura, también ha encarnado el lenguaje del poder. De otro tipo de poder, no el poder jurídico que va acompañado del monopolio del uso de la fuerza, pero sí un poder simbólico que va creando mitos, por ejemplo, en torno a lo femenino y lo masculino como si se tratara de realidades inmutables.

No tengo una visión idealizada de la literatura, me temo que la perdí. La filósofa Judith Butler habla del poder de la repetición y de cómo la repetición produce normas. Y hay una literatura que se ha encargado de repetir y reafirmar esas normas, sobre todo en materia de género. Por eso, frente a un contexto como el actual, de crisis, pero también de despertar, creo que hay que activar más que nunca el pensamiento crítico y eso supone abrir los ojos y escribir, pero también entender que podemos ser escritoras pero antes somos ciudadanas y mujeres, integrantes de esta comunidad, cuerpos disidentes, y desde ese lugar organizarnos, pararnos con sospecha frente a lo que ocurre e interrogar también nuestro propio lugar de enunciación. Para mí, eso es importante: desmontar las preguntas, desmontar las premisas, desmontar los relatos, porque el lenguaje tiene un poder inmenso y produce y reproduce la desigualdad.

 

—En el mismo sentido, me interesaba preguntarte por la decisión de no hacer literatura (en el sentido de ficción) sino que hacer un ensayo (excepto, en parte, el caso de María Teresa Alfaro). La potencialidad narrativa del expediente judicial permite ambas cosas, claro, y los límites son difusos, pero quería saber qué me puedes contar de esto, ¿a qué decisiones narrativas te enfrentaste?

—Creo que el ensayo es un género que se ha vuelto peligroso. Tan peligroso que la academia ha intentado domesticarlo a través de los papers académicos, que tanto daño han hecho a las humanidades y al pensamiento crítico. Yo, tal vez por eso, quise retomar la potencia crítica del ensayo y eso supuso enfrentar varias dificultades. Por ejemplo, algunos autores, para aparentar objetividad, disfrazan el “yo”, inherente a un ensayo, con un “nosotros”. Es una estrategia de poder que quise eludir escribiendo en primera persona e incluyendo mis diarios de investigación. Estos diarios añaden una capa abiertamente subjetiva al texto, donde se revela una y otra vez una mirada particular, la mía.

Los diarios, además, me permitían reflexionar sobre las dificultades que tuve durante la investigación. Así, pude poner sobre la página el “tras las cámaras”, las dudas, las propias obsesiones. Muchas veces esos diarios revelan que estoy en una biblioteca, que doy vuelta la hoja de una sentencia o que no sé cómo enfrentar preguntas difíciles que surgieron ante un tema tan escabroso como la violencia perpetrada por mujeres. Esos gestos me parecían importantes en un libro que trabaja con representaciones y que cuestiona la mirada de los otros. Es una manera de hacer presente mi propia mirada, mis propios ojos sobre esos materiales.

 

—Y también el periodismo tiene su narrativa, y eso a partir de los cuatro casos queda muy claro, ¿no? Muchas veces ciertas licencias sensacionalistas en un titular marcaron la diferencia en el tratamiento social, y hasta judicial, de estas historias. ¿Cómo fue este trabajo de escudriñar en este lenguaje?, ¿cuál fue la mayor dificultad?

—El periodismo ha jugado un papel muy negativo a la hora de informar sobre casos de mujeres violentas. La tendencia a lo largo del siglo veinte fue hacerse eco de los temores sociales: las homicidas debían ser mujeres anormales, locas de atar, histéricas o malignas. Esto lo vi en el caso de Corina Rojas, ocurrido en 1916, y no ha cambiado casi nada. Pensemos que a Corina Rojas la llamaron Quintrala en 1916 y que en el año 2010 el apodo de María del Pilar Pérez, repetido hasta el hartazgo, fue “la nueva Quintrala”. En ambos casos el objetivo fue el mismo: volver irreal o mitológica la violencia femenina y así bloquear las complejidades que entraña el crimen femenino en el presente y que supone interrogar lo femenino en general. Y qué decir del uso del “crimen pasional” y de los celos y la locura cuando se trata de delincuentes mujeres.

Falta mucha reflexión sobre esto. Es muy importante que el periodismo emprenda una tarea de revisión de sus prácticas en materia de género porque tienen una responsabilidad enorme en la reproducción de los estereotipos.

 

—Pero tiendo a creer que este «sensacionalismo» surge precisamente al tratarse de casos de homicidio, ¿no? Durante mi lectura (y quizás acá estoy diciendo una barbaridad) me quedaba la impresión de que el hecho de que fuesen mujeres homicidas era una excusa, un aspecto que quizás vuelve hasta atractivos a estos casos, curiosos, pero no es lo central. Y luego me sorprendí con un pasaje del epílogo ‘Ecos’ en que mencionas que revisar la representación de la mujer criminal es solo una estrategia para desmontar discursos en torno a ‘lo femenino’ en general…

—Sí, de hecho, a lo largo de mi investigación se volvió evidente que estos casos extremos son una ventanita desde donde escudriñar lo que la sociedad considera “normal” en materia de género. Las mujeres que cometen crímenes como los que yo estudié interrogan la definición misma de ser mujer y por eso la sociedad (a través del derecho, de la prensa y también del arte) reacciona normalizándolas a toda costa: diciendo que estaban locas, que eran mujeres “masculinas”, que fue un problema de histeria, etcétera.

Por eso examinar estos actos de violencia es tan interesante. Porque al desmontar las operaciones emprendidas por la prensa o los tribunales, se ven claramente en acción esas normas que nos dicen a todas las mujeres, no solo a las criminales, lo que debemos o no debemos ser y hacer.

 

—Y, retomando la pregunta anterior en torno a la cobertura mediática de estos casos: ¿A quién o a qué fenómeno atribuyes, en el siglo XXI, la facultad de crear y de controlar estos discursos? ¿Cuál es la prensa del siglo XXI?, ¿las redes sociales?

—En materia de género creo que siguen operando de manera conjunta los mismos discursos que intentan reafirmar “lo propiamente femenino” y “lo propiamente masculino”. Pensemos que en el ordenamiento jurídico chileno el estándar de conducta sigue siendo “el buen padre de familia”. El discurso mediático tal vez sí se ha transformado un poco más. Ya no es exclusivamente un diario o un duopolio o un reportaje televisivo el que impone la norma sino que las redes sociales amplifican ciertos discursos. Y las redes son propiedad de corporaciones que poseen nuestros datos y manipulan la información, entonces el quién ejerce realmente cierta influencia se vuelve más difuso.

Por otro lado, y para no caer en el pozo del pesimismo, creo que las redes han jugado un papel crítico importante en contextos de crisis como el chileno. Si solo hubiese existido la televisión o los diarios, realmente hubiese sido muy difícil informarnos sobre la real magnitud de las protestas y la gravedad de las violaciones a los derechos humanos que ha cometido el gobierno de Sebastián Piñera. Y, por último, creo que hay disidencias en acción respecto de estos discursos conservadores y esas disidencias están resistiendo en diversos espacios: virtuales y reales, como las calles y las casas.

 

Y, en medio de todo un entramado discursivo, está tu interés, explícitamente declarado a lo largo del libro, de encontrar las voces de Corina Rojas, de Rosa Faúndez, de María Carolina Geel y de María Teresa Alfaro, de encontrar sus declaraciones, sus expresiones, una subjetividad ocultada: ¿Qué me puedes contar esta pesquisa?, ¿qué estrategias tenían estas mujeres, o podrían tener ahora, para hacer escuchar sus voces?, ¿cuáles son los recursos de la subalterna? Tú mencionas bastante el trabajo de Josefina Ludmer…

—Cuando examiné los materiales jurídicos, o sea, las sentencias y expedientes, se volvió evidente una operación muy propia de los sistemas inquisitivos: borrar la voz del acusado o, en este caso, de la acusada. Era difícil encontrar sus voces porque siempre están intervenidas por otras: jueces que repiten lo que ellas supuestamente declararon, actuarios que ponen en tercera persona un relato que estaba en primera. Así, poco a poco, se diluían sus palabras y también era difícil encontrarlas en la prensa sensacionalista.

Por eso mi estrategia fue el desmontaje de esas operaciones discursivas que tienden a borrar las complejidades de casos como estos o a repetir una y otra vez que ellas estaban locas, histéricas, que eran diabólicas o malas. Yo no sé si “encontré” sus voces, pero al menos interrogué el ruidoso coro que intentó silenciarlas y que lo sigue intentando.

 

—¿Y tu voz? ¿Cuánto crees que hay de tu propia subjetividad, y cómo se plasmaría aquella, en este ensayo? ¿En tus diarios de búsqueda?

—Creo que en todo ensayo queda plasmada una mirada, de eso se trata. El hecho de que yo haya decidido escribir sobre mujeres homicidas desde una perspectiva feminista ya habla sobre una mirada. Y mi mirada está en el modo en que decidí narrar los crímenes, en el modo en que organizo los argumentos, en mis lecturas teóricas, en el texto ficcional que decidí incluir y, por cierto, también en los cuatro diarios.

El “Diario de la búsqueda” narra mis periplos y problemas a la hora de buscar la sentencia contra Corina Rojas. Es un diario que revela un “yo detective” que a ratos acierta y a ratos fracasa y que también denuncia la cultura del secreto que sigue existiendo en Chile. El “Diario del margen” lo titulé así pensando en los múltiples sentidos de la palabra margen: el margen del Mapocho, protagónico en el caso de Rosa Faúndez, pero también los márgenes sociales, las personas “marginales” o “marginadas”, los márgenes en tanto fronteras sexuales o de clase, los márgenes de las fotografías, de los papeles. El “Diario del silencio” es un título que puso la propia Geel. Geel y su férreo silencio en torno a los móviles del crimen y que me sirvió de hilo conductor en su caso, uno de los más célebres del siglo veinte. Y el “Diario de una ficción” registra mis dificultades a la hora de escribir un relato ficcional basado en el caso de Teresa Alfaro. Esos diarios, en conjunto, subrayan que hay una mirada y eso es algo que me interesaba realzar, no esconder.

 

—Y, para terminar, no puedo dejar de relevar tu formación. Derecho y Literatura son disciplinas que, en este trabajo, están sobre la mesa, ¿cómo conviven en tu trabajo y en tu poética? ¿Qué herramientas te ha aportado cada una de ellas?

—Kafka, en una de sus cartas, dice que estudiar derecho es como alimentar el espíritu con aserrín. Lo que no dice es que después, ya alejada del derecho, encuentras aserrín en todos lados, ¡hasta en la literatura! Yo solía tener una visión un poco más ingenua de la literatura, como un ámbito totalmente ajeno a la aterradora pregunta por la normatividad, y me temo que perdí esa ingenuidad tras escribir Las homicidas.

Por otro lado, siento una enorme desconfianza hacia la ley y esa desconfianza proviene de conocerla de cerca. La Constitución de 1980, por ejemplo, es siniestra, escrita por unos pocos y para unos pocos. Y ahora, cuando finalmente se ha activado en Chile un momento destituyente, creo que es fundamental repensar qué es el derecho y a quiénes ha servido. El derecho ha sido una herramienta para los poderosos, un arma para reproducir la desigualdad, un escollo a la hora de proteger el medioambiente y un obstáculo para las mujeres, y eso no puede ser, eso tiene que cambiar. Al derecho le falta feminismo. Al derecho le falta imaginación. Y a la literatura, a veces, le sobra normatividad.

 

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Daniel López Contreras (Santiago, 1991) es licenciado en literatura, abogado y licenciado en ciencias jurídicas y sociales titulado en la Universidad Diego Portales (Chile).

Fundador, gestor y moderador de las Jornadas de Derecho y Literatura (2018 – actualidad), ha sido también expositor en el primer Congreso de Derecho y Literatura de la Universidad Austral de Chile con la ponencia «No firmó por no saber. Sobre fórmulas jurídico-literarias en testamentos y causas coloniales chilenas» (2019), asimismo fue expositor en el coloquio «El rol el arte en el proceso constituyente», organizado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso (2019), y ha ejercido como ayudante de investigación y de cátedra (2016 – 2019), de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales y como asistente de coordinación de la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño (2019 – actualidad), de la misma Casa de Estudios.

Impartirá, a partir de marzo 2020 en la Casona Concha y Toro 42, dos talleres de lectura: «Literatura y derechos humanos» y «Literatura queer».

 

El ensayo «Las homicidas», de Alia Trabucco Zerán (Lumen, 2019)

 

 

Daniel López Contreras

 

 

Crédito de la imagen destacada: Sergio Trabucco.