Antología «Frontera norte»: Una rapsoda territorial de la literatura chilena en la carretera

En todos los autores nacionales de este muestrario narrativo que publicará Cinosargo Ediciones durante los próximos meses —en un verdadero disparo hacia el futuro—, habita el pathos, la tensión, el estremecimiento, la velocidad del recuerdo, la parodia de la impostura cultural, los recovecos de una evocación fragmentada, el común resplandor que une al campo y a la ciudad, la originalidad sujeta a la propia reflexión sobre el oficio del escritor, al ingreso de un espacio lejano del descrito por las postales turísticas.

Por Óscar Barrientos Bradasic

Publicado el 12.7.2020

En la caravana abyecta, energúmena, de Furia en la carretera (2015), última entrega de la franquicia Mad Max, asoman huestes sedientas de épica, cuyas armas y transportes son retazos de un mundo bélico, automotriz, mártir del desmembramiento apocalíptico. Viajan tras el designio de Inmortan Joe, un tirano que además de someterlos, les promete un Walhalla de carreteras eternas.

Resalta en la turba irascible un enmascarado, vestido de rojo, rodeado de altavoces; toca con desenfreno la guitarra de doble mástil rematada por una bocanada de fuego: es Coma, the Doof Warrior. Según George Miller, director del filme, habría sido encontrado por Inmortan Joe en una cueva junto al cadáver de su progenitora. El líder de la ciudadela lo adoptó. Coma se convertiría en el guitarrista de las batallas a campo traviesa, ora en la rudeza del desierto, ora en la eternidad del asfalto. Lleva de máscara el rostro de su madre.

Comienzo con esta imagen para dar cuenta de los amplios espacios de mi país, territorio en forma de espada caracterizado, en su diversidad, por esa extraña especie de orfandad llamada abandono. Las zonas distantes del centro metropolitano, capital política, administrativa, tienen grabado a fuego la marca indeleble de un castigo: la dejación. Parece quejumbre. ¡Es algo más!

A lo largo de su historia, los movimientos sociales en Chile no solo reivindicaron las exclusiones étnicas o de género,[1] los derechos conculcados por las cúpulas, también revelaron la obliteración de las periferias: allí la práctica extractiva adquirió dimensiones depredadoras insuperables. En el campo de batalla cultural el escritor precisó escoltar los procesos infringidos por esa hegemonía absolutista, con la guitarra que arpegia el fragor del camino, llevando la máscara de una tradición que exige ser siempre recordada. Así concibo las motivaciones de la escritura territorial, un ejercicio donde el futuro dispara a sabiendas: ¡lo amparan fantasmas tutelares, muertos inolvidables!

Sigo el razonamiento de Damián Tabarovsky: “En la desembocadura de esa tradición, la melancolía por lo que pudo ser y no fue, por lo que estuvo a punto de ser y no llegó a serlo, por lo que llegó a ser traicionado, lo que debió haber sido, forma ya parte del bagaje intelectual del pensamiento emancipador. La melancolía, pensada bajo el signo de Saturno, no es el spleen, tampoco la depresión, ni mucho menos la resignación. Es la tradición oculta que templa el ánimo para los combates del presente”.[2]

La idea del escritor rapsoda tiene su potencialidad en el carácter decimonónico del concepto. Será noción reiterada hasta el hartazgo, pero en su saturación semántica conlleva una trastienda, un escenario de fondo digno de problematizar. Nuestro rapsoda registra críticamente un mundo en descomposición, se reviste con el traje de una tradición literaria no por pretérita menos vigente.

Huida y encuentro a la vez, podríamos bosquejar estrategias teóricas para abordar el deslizamiento de la escritura desde la periferia hasta el centro y viceversa.

Además, está el territorio como pos apocalípsis,[3] sitio arrasado por la amnesia en virtud de la eficiencia y la sobrevivencia, filisteo matrimonio, propuesta del capitalismo y la Escuela de Chicago. Ciencia económica aplicada por excelencia en Chile a mediados de los 70, naturaliza la idea de libertad económica en el marco de una brutal tiranía: el nuevo sistema democrático es «autoritario, integrador, tecnificado, de participación social», dictan los principios jurídicos en sus Actas Constitucionales (1976).

A la sazón Chile se erige en escenario de saqueo, por un lado, y proscenio, por otro, de la celebración neoliberal, en particular en los noventa (siempre siglo XX), cuando los gobiernos democráticos pactan la transición, potencian los supuestos milagros económicos del régimen. Esto repercutió en la propia configuración capitalina como epicentro de la glorificación monetarista:

“La privatización y resignificación del espacio público es el mejor indicador de cómo Santiago se alteró bajo el sistema capitalista […]: replegó la ciudadanía a la esfera privada. […] Durante los ochenta fue una metrópoli cuya diacronía retrató el carácter socioeconómico de su forma. La desarticulación de espacios públicos fue el comienzo de la ciudad neoliberal; esta expone las disparidades capitalistas en dos ciudades distintas, distanciadas de manera creciente dentro de una misma urbe. La economía es un factor significativo en el diseño urbano: la burguesía comerciante, junto a políticos e intelectuales serviles a sus intereses, moldean la espacialidad urbana en su beneficio. A las ciudades las definen, bien el mercado, o bien el Estado; y en el caso de Santiago, una mezcla de ambos”.[4]

La realidad actuó sobre el terreno literario. En la esfera editorial, trasnacionales hegemónicas pretendieron exponer lo ocurrido en Chile tras la era pinochetista. No es el momento de analizar esas narrativas sino de hincar el diente en la configuración del escritor globalizado, ajeno a cualquier asomo de identidad local, conectado con una suerte de lector de drugstore.[5]

Quizás porque un lector despolitizado [6] requiere una suerte de autor bienpensante, para lograr ese sujeto glotón que sublima sus frustraciones, según la taxonomía de Erich Fromm, el homo consumens que habita bajo el estado ilusorio de la felicidad, mientras bajo cuerda padece tedio y abatimiento.

En tal plano, los territorios ajenos a la capital política, económica y cultural son anulados o infantilizados, aparecen como aldeas, villorrios pintorescos, donde conviven una suerte de agricultor ancestral, campesino romántico, y puestos de gastronomía típica, ovejeros, pirquineros, pescadores artesanales, en fase diáfana, casi premoderna.

Cuando me refiero a territorio, no pienso apenas en la mera clasificación geográfico administrativa, apelo a un espacio simbólico y su contenido. Del paño territorial resultante de nuestra confusa geografía nace la necesidad de leerlo como un texto, un libro lleno de silencios, falsos consensos, capítulos inconclusos, espacios por completar. El incierto proceso de regionalización instaurado por la dictadura pinochetista, reformado con toques cosméticos por los subsiguientes gobiernos democráticos, iluminaron un modelo centralista harto disfuncional. La tesis la desarrollan los profesores Rodolfo Quiroz y Ángelo Narváez en su trabajo, «De la loca geografía de Mistral a la geografía militar de Pinochet: El período de la institucionalización geográfica en Chile (1889-1979)»:

“Estos elementos no solo impactaron al conjunto de la sociedad chilena hasta la actualidad. […] Tienen una impactante concretización en la división del conocimiento y su relación con la política. Desde luego, la palabra de los que saben, ha sido el centro de la legitimación de las diferentes políticas públicas durante estas últimas décadas. Más aún, ha sido el sentido orientador del cómo las diferentes disciplinas se conjugan dentro del aparato productivo, en su función de ‘expertos’, economistas, ingenieros, abogados, sociólogos, geógrafos… Basta escuchar la más mínima reforma o debate público cuando mágicamente irrumpen ‘los expertos’ y con ellos la verdadera participación social que pensó Jaime Guzmán y su sociedad tecnificada. Si bien es una clave que escapa al objeto de discusión de este ensayo, producto que aborda al conjunto de la división social del conocimiento y sus ramificaciones políticas, insistimos, he aquí las claves para entender el proceso de consolidación de las prácticas geográficas una vez arrancado el régimen militar. Porque, ya era la hora de reemplazar ‘la artificial y anacrónica visión político administrativa de las provincias y departamentos que hoy nos rige, por una regionalización adecuada a la realidad chilena contemporánea’”.[7]

La literatura, producto cultural, ingresa en este espacio complejo de negociación semiótica. En muchas ocasiones las lecturas de autores distantes de Santiago [8] son privadas de su sostén histórico, o mejor, despojadas de su dimensión política. No es de extrañar. Su valoración es vista como periférica y por momentos pastoreada con lástima bajo la égida de una mirada subsidiaria de lo canónico nacional. Aquí opera la reflexión coligada por el escritor Mario Verdugo para configurar la lectura desde el centro hasta la periferia, y así en sentido inverso:

“El operador regionalista se presenta como alguien de ahí, y que permanece ahí al momento de pergeñar su respectivo parnaso, no habiendo salido aún del entorno inmediato (como lo hiciera el migrante lárico), ni habiendo vuelto ya enriquecido a la metrópoli (como estilaran los baqueanos). A contrapelo de este arraigo que se dice voluntario, el regionalismo sigue muchas veces las directrices del rediseño castrense, que concibe a la región como un modo de pertenencia alternativo, en vistas del peligro supremo que revestirían las juntas de vecinos y otros focos de contagio marxista. Es el centro el que decide combatir la concentración de oportunidades en Santiago (tenido de costumbre como un falso El Dorado), puesto que tal concentración termina frustrando a las provincias y haciéndolas presas fáciles de la anarquía, de la lucha de clases y de la subversión que suele tentar también a los brutos que se desplazan hacia los márgenes de la metrópoli. El topógeno regionalista, como lo insinúa un muy bizarro florilegio de la dupla Montes & Orlandi, se acoplaría entonces al deseo milico de generar identidad cultural entre conregionales”.[9]

La caricatura de la provincia tiene un marcado sesgo rural. En ella no se concibe lo urbano. Opera la dicotomía de, por un lado, Santiago, la gran ciudad globalizada, y por otro, la aldea donde anida cierta esencialidad típica y el sujeto folclórico está fosilizado, en índole más o menos pura. Hasta podemos percibir imposiciones, internas, externas, al escritor “provinciano”, de realizar giros autóctonos, velado gravamen para ser leído por el centro, validado en su terruño, todo con halos pintoresquistas. Asimismo, las curiosamente llamadas “literaturas del yo” operan en las capitales, lo cual se funda en una suerte de dudoso existencialismo, citadino, conectado. ¿Acaso la introspección es exclusiva de la gran urbe? “El prejuicio dista más de la verdad que la ignorancia”, reza un proverbio chino.

En consecuencia, el concepto de país sufre una lógica fragmentación, reproduce a nivel alegórico la proeza geográfica de catástrofes; terremotos; un mar helado, crepitante, cuyo oleaje reitera la amenaza de ocupar lo telúrico; una cordillera que se sumerge en el océano y reaparece más al sur cual catedral de piedra.

Es entonces el territorio, no las constituciones ni los mandatos legislativos, quien grita su carácter heterogéneo, plurinacional. Quizás aún flote en el aire, cual monólogo en apariencia olvidado, pero cuyas líneas circulan en el ambiente, la idea de país como noción unitaria, monolítica, concepto falso por donde se le mire: lleva bajo su capa, solapado, la imagen romántica de una literatura nacional.

De ahí la necesidad de este manojo de escritores territoriales, de la hipótesis que nos lleva a concebir e intitular el libro Rapsoda territorial.

La mira de la presente antología, en sentido general, es relevar fracturas narrativas, identidades textuales asomadas a disímiles recovecos del país. Los relatos reunidos no persiguen una clasificación generacional ni el estudio sistémico de un proceso. Tratan más bien de constatar un gesto. Los autores expuestos al juicio del lector tienen un punto en común: despliegan su labor desde territorios no metropolitanos, lanzan una mirada crítica sobre el bagaje sustentador de sus respectivos escenarios vivenciales. Si bien todos prueban trayectoria en el oficio, la visión conjunta, sinuosa, resbaladiza, registra un proceso en constante construcción.

La escritura del viñamarino Gianfranco Rolleri resalta por su vis esperpéntica, conjugando providencialmente niñez con memoria histórica. Cargado de humor corrosivo, alberga lucidez, aires lúdicos y tragedia. El diestro manejo del oficio hace de él un narrador valioso. La provocación es el elemento detonante de la historia.

Jack Elkyon emerge con singularidad. Vikingo del sur es un relato intenso, discursivo, con pizcas de soliloquio. Mixtura y carácter agreste desgarran la estructura, pero la acción, desnuda, cobra fuerza, protagonismo, pega un zarpazo de puma, una estocada sorpresiva.

En otro extremo vemos el cuento de Yuri Soria-Galvarro, chileno boliviano afincado en Puerto Montt, autor de voluntad creativa en crecimiento exponencial. Su narración oficiosa, cabal, de impecable dinamismo, con personajes bañados de silencio, prueba que es posible abrir ventanas, ramilletes de historias, en los intersticios de la prosa.

Claudio Maldonado, escritor maulino, desmitifica la institucionalidad literaria provinciana. La presunción, la trascendencia vacua de los cenáculos donde se cocina la hegemonía de lo étnico, llevan al paroxismo a los protagonistas de Lelinien, prestos a evidenciar la médula de sus imposturas. Su prosa, ágil y reflexiva a la vez, vibra ante los sobresaltos de la humanidad degradada.

Cristián Vila Riquelme, asentado hace tiempo en Algarrobito, es un narrador de larga data y probado bagaje escritural, dueño de una prosa pujante, de innegable solidez e impecable factura. Su personaje femenino, “reina del mar para el borracho del pueblo”, flagelado por la perversión y morbosa normatividad de los lugareños, encarna una existencia llevada al extremo. El desamparo culmina en un precioso obsequio al efecto purificador del océano.

Tenemos a Marcelo Mellado, autor fundamental en el terreno de tales desvelos. La ironía no lo abandona nunca. Hace de la provincia su laboratorio textual. Sus obsesiones sempiternas se entrecruzan con la existencia de un personaje que, aturdido por la crisis marital, ve en la huida al terruño una forma de redención. En su tránsito descubre entretelas, subtextos válidos en confines donde la organización administrativa desdibujada, adopta formas complejas de jerarquización.

En el relato de Antonia Torres, poeta, narradora valdiviana, la religiosidad popular confronta la figura arrolladora del naufragio como dato apremiante, punto donde zozobran los paradigmas de una supuesta identidad cultural. Los símbolos se amalgaman con la progresión narrativa. El discurso avanza a las precarias verdades de los personajes, a un paganismo siempre cercano a la tragedia. El sur resulta confuso, evocativo. El tratamiento de los entornos fructifica en significaciones.

Por su parte Daniel Rojas Pachas genera un cuento con trasfondo bélico, donde la precisión narrativa asoma revelando una intriga, allí conviven los demonios que dejó el conflicto entre ideologías totalizantes y la inmortalidad del dolor.

De estos autores se compone Rapsoda territorial.

En todos habita el pathos; la tensión; el estremecimiento; la velocidad del recuerdo; la parodia de la impostura cultural; los recovecos de una evocación fragmentada; el común resplandor que une al campo y la ciudad; la originalidad sujeta a la propia reflexión sobre el oficio de escritor, al ingreso de un territorio lejano del descrito por las postales turísticas.

Cuasi concebidas al margen del canon central, ¿gravitan en dichas escrituras los rastros de una textualidad diferente, a contrapelo? El viejo paradigma etnocéntrico, la persistente majadería por asaltar el centro, ¿deviene sonsonete al oído del escritor chileno?, ¿supone otro rostro de la maldición latinoamericana? Buscar respuestas para estas preguntas interesa, afecta, compromete a quien reunió la presente antología.

El país de un escritor es su idioma, luego es preciso pensar la literatura territorial como puesta en escena de la propia teoría cultural conformada por su lenguaje y residencia. Con todo, el panorama cambió con respecto a la inclusión de las regiones en el canon nacional; son leves variaciones, ejercicios isométricos que alteran las ondas en la superficie del lago, mas obran con seguridad en la tentativa de completar, en literatura, la idea de país. En esto fueron cruciales ciertas universidades regionales, editoriales independientes, la capacidad de organización de algunas comunidades de autores y lectores.

Es de esperar que estos relatos estén aptos para recorrer insospechadas latitudes patrias, sean pastizales; desiertos salinos; aldeas siquiátricas; carreteras concesionadas; faros y caletas de pescadores; regiones de abandono profundo; piscinas pestilentes, hijas de salmoneras; fiordos donde navegan seres silenciosos buscando viandas que engullirá el turista… Tal vez viajen escoltados por aquel rapsoda enmascarado. Toca una guitarra de doble mástil. Su máscara prefigura la mejor tradición.

 

Citas:

[1] “La crítica feminista no estudia las representaciones del sexo tan solo porque piense que así se promueven sus intereses políticos; cree que el sexo y la sexualidad también son temas centrales de la literatura y de otros tipos de discurso, y que cualquier exposición crítica que los suprima encierra fallas serias. En forma parecida el crítico socialista no ve la literatura a la luz de la ideología y de la lucha de clases porque ello pudiera favorecer sus intereses políticos, arbitrariamente proyectados en las obras literarias. Ambos críticos sostendrían que tales cuestiones constituyen la esencia de la historia y que, en la medida en que la literatura es un fenómeno histórico, encierran también la esencia de la literatura”. Eagleton, Terry, Introducción a la teoría literaria, Fondo de Cultura Económica, 2002:248.

[2] Ver aquí.

[3] En 1970 Pablo Neruda publicó La espada encendida, inquietante poemario. Mediante una pareja posapocalíptica, el anciano Rhodó y la niña Rosía, imagina un nuevo génesis al sur del mundo.

[4] Ver aquí.

[5] “Qué literatura más infame. Hasta qué grado de podredumbre ha sido contaminada por la dictadura […] Es la dictadura quien la contaminó, o una especie de gripe del mercado, pero además, qué mercado, sus libros circulan solo en Chile […] Esta abyección es producto de la dictadura. Cómo es posible que por un lado se baile la comba y se hagan las loas a la nueva narrativa. […] Cómo es posible esa alegría cuando Anguita, me cuentan, murió en la pobreza absoluta, cayó encima de un brasero, o Teillier murió alcohólico en La Ligua. Cómo pueden pensar siquiera por un minuto […] en tocar la suela de los zapatos del destino de Teillier. La muerte de Teillier ya es una victoria absoluta sobre esas literaturas”. Bolaño, Roberto, programa Off the record, 1999.

[6] “La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neandertal gritando, «el lobo, el lobo», con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació cuando el chico llegó gritando, «el lobo, el lobo», sin que le persiguiera ningún animal. Si por haber mentido el pobre chaval acabó devorado por una fiera de verdad, fue mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura”. Nabokov, Lecciones de Literatura, Emecé, 1984:30 6.

[7] Ver aquí.

[8] “Capital de no sé qué”, Rojas, Gonzalo, Premio Nacional de Literatura, 1992.

[9] Ver aquí.

 

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Óscar Barrientos Bradasic nació en Punta Arenas, Chile, en 1974. Escritor magallánico, ha editado el conjunto de relatos La ira y la abundancia (1997) y los libros de poesía Égloga de los cántaros sucios (2004) y Rémoras en tinta (2014). Ha publicado una trilogía de cuentos basados en la ciudad ficticia de Puerto Peregrino, constituida por El diccionario de las veletas y otros relatos portuarios (2003), Cuentos para murciélagos tristes (2004) y Remoto navío con forma de ciudad (2007). Es autor de las novelas El viento es un país que se fue (2009), Quimera de nariz larga (2011) y Carabela portuguesa (2013). En 2013, la Fundación para la Emigración Croata publicó en Zagreb El viento es un país que se fue, con traducción de la académica Zeljka Lovrencic.

Entre los galardones obtenidos por su obra se encuentran el Premio Municipal de la Ilustre Municipalidad de Valdivia Fernando Santiván, versiones 1997 y 2013, el Premio Nacional de Narrativa y Crónica Francisco Coloane (2013), el Premio Iberoamericano Julio Cortázar en 2015 y el Premio a la Trayectoria Poética de la Fundación Pablo Neruda (2018).

Pertenece al Colectivo Pueblos Abandonados.

 

Óscar Barrientos

 

 

Imagen destacada: Iota en Mad Max: Furia en la carretera (2015).