«Cera», uno de los cuentos del libro «Lugar», de María José Navia

La escritora chilena de este relato corresponde a una de las figuras femeninas más sobresalientes de la narrativa sudamericana actual, a la par de creadoras como la boliviana Liliana Colanzi o de la argentina Samanta Schweblin. Autora de una prolífica bibliografía, en donde destacan novelas como «SANT» (2010), y las historias de «Instrucciones para ser feliz» (2016), la también profesora e investigadora de la Facultad de Letras de la UC, entrega al Diario «Cine y Literatura» una de las ficciones que componen su último título, recién publicado: las duras fantasías del volumen de «Lugar» (Ediciones de la Lumbre, Santiago, 2017).

Por María José Navia

Publicado el 31.10.2017

Le gusta verlas retorcerse, aunque tal vez decir retorcerse sea una exageración. Pero le gusta. Le gusta verlas dar esos respingos, morderse los labios, apretar los apoyabrazos, pretender mirar al techo como si nada. Le gusta ver su piel reaccionar, ponerse roja, y ese como sarpullido que aparece al comienzo y hace ver sus piernas como las de unos pollos tristes. Le gusta no hablarles, ni piropearles el bronceado. Hacer como que no las escucha y demorarse más de la cuenta en responder a los mensajes que le piden que por favor les dé una hora para hoy, que es urgente, que se van de viaje. Le gusta hacerlas esperar, sobre todo cuando se trata de una de esas señoras que se creen importantes y van por la vida como esperando aplausos. Le gusta ver sus pelos encarnados y las estrías en los muslos, en el trasero. Y tironear con rabia ese parchecito de cera justo encima del labio, esos pelos rubios que solo ellas ven, para dejarles una marca bien roja que no se les quite por toda la tarde.

Le gusta ver la cera disolverse y aplicarla sobre la piel cuando aún está demasiado caliente.
Imagina los rostros de las clientas, sentadas en la sala de espera, al escuchar los gritos. Se concentra en ellos, los guarda, no los deja ir.

Pero no siente nada.

No siente nada desde hace meses. Hace meses es innecesariamente abstracto, hace meses es el catorce de diciembre, a las cuatro de la tarde, al lado de la piscina de un vecino. Pamela recuerda sus pasos atolondrados sobre el pasto, la respiración agitada, un cuerpo pequeño sobre el agua mientras el vecino atendía una llamada telefónica. Pablo no sabía nadar y, sin embargo, ahí estaba. Flotando.

El recuerdo se vuelve húmedo, el cuerpo ya sobre el pasto, gritos. Otros gritos. Ella, en cambio, no había gritado, aunque sí parecía haberse llevado toda el agua consigo. Pamela estaba segura: ese día se había inundado por dentro, y hoy ya nada funcionaba en ella.

Al principio mantuvo una foto de su hijo sobre el mueble en el que guardaba los insumos. Pero las clientas siempre preguntaban. Cuando se aburrían de hablar de sus vacaciones y de los últimos chismes de farándula, ellas siempre preguntaban por la foto. Para mostrar cercanía o quizás para tratar de disimular la vergüenza de que alguien estuviera trabajando en sus entrepiernas, siempre, sin falta, preguntaban por su hijo.

(Si no era eso, era por el calendario que, en la pared, estaba detenido en diciembre).

Y Pamela asentía con la cabeza mientras tironeaba de la cera con más rabia que nunca.

Por semanas lo intentó. Miró mil veces todas las fotos que tenía de Pablo. Compartió anécdotas del colegio con sus amigas (y eran ellas las que lloraban, ellas las que no podían seguir conversando) y visitó su tumba en el cementerio. Pero nada. A veces, antes de dormir, se ponía una mano sobre el pecho para asegurarse de que su corazón seguía ahí.

Los gritos de sus clientas la despertaban.

Entonces llegó la antropóloga. Pamela no quiso saber su nombre y ella tampoco se lo dijo. Comentó como al pasar —una voz débil, que parecía pedir permiso para asomarse entre los dientes— que estaba haciendo una investigación sobre la belleza, sobre las prácticas de belleza. Rituales, dijo, mientras Pamela revolvía la cera espesa con una espátula.

Vestía de forma sencilla y tenía ojeras. Las manos con las uñas sin pintar (en el salón también se ofrecía este servicio, pero ella se había negado) y un enorme anillo de compromiso en el dedo. Pamela no había preguntado por la fecha del matrimonio. Ni por la investigación. El silencio solo era interrumpido por los rugidos de la cera al despegarse de la piel, como rasgando el aire con su violencia. La antropóloga no dijo nada. Ningún gesto que delatara dolor o incomodidad. Incluso, como gran insolencia, tuvo la calma de tomar notas mientras Pamela trabajaba en la parte inferior de sus piernas.

Había vuelto a las pocas semanas y Pamela la vio quitarse los pantalones sin ninguna vergüenza para quedar con un mínimo calzón rojo de encaje. El anillo había cambiado de dedo y ahora estaba acompañado de una argolla de matrimonio. Pamela preparó la cera sin mucho cuidado, reciclando incluso un pedacito de cera antigua, aun con unos pelos de otra clienta, de lo más privados.

La antropóloga, como siempre, se recostaba sobre la camilla y con una libreta entre las manos. Pamela esparcía la cera viscosa, sin piedad, por sus piernas, y ella, como si nada, insistía en hacer listas, dibujos. Todo, menos preguntas. A las demás las había interrogado hasta el cansancio: a la manicurista, a la encargada de la pedicura, a la peluquera. Traía una grabadora chiquitita y a veces también sacaba fotos. A Pamela, en cambio, la dejaba trabajar tranquila y en silencio.

(Pero la cera caía sobre su piel cada vez más caliente, y se retiraba con mayor violencia).

La antropóloga ni se inmutaba. Se iba con la piel enrojecida bajo faldas y pantalones. Sin chistar.

En otros centros de belleza más elegantes se jactaban de usar miel de abejas y las clientas volvían a sus casas de lo más tranquilas y olorosas. En el suyo no. En el suyo la cera era como un caramelo pegajoso que se llevaba todo a su paso y cuyo olor impregnaba el aire hasta hacer doler la cabeza. Algunas veces le habían sugerido que pusiera música, o al menos prendiera la radio, pero Pamela era inflexible. Necesitaba escuchar hasta la más mínima reacción, anticipar cada movimiento.

Una vez le había tocado depilar la espalda, piernas y brazos de un reconocido campeón de natación. Era altísimo y muy guapo, y Pamela había sido implacable con su belleza. El nadador apenas logró disimular un par de lágrimas. Pamela, en cambio, tuvo que ahogar una carcajada.

Una adolescente, casi una niña, levanta el brazo, y Pamela cubre de cera su axila al tiempo que en su celular tintinea una nueva llamada.

Es la profesora jefe de su hijo.

(El aullido de la chica se escucha desde la calle).

Quieren hacerle un acto de conmemoración en el colegio. Inventarle una canción, poner flores junto a su foto. Pero Pamela no quiere ir. No puede. Tiene miedo de no sentir nada.

En su última visita, la antropóloga se había recostado sobre la camilla como un cuerpo preparándose para una autopsia. Tenía las uñas carcomidas y las manos sin ningún adorno. Estaba pálida y se movía incómoda sobre la camilla. No quiso que le retocara el rebaje, ni las cejas, solo las piernas y lo más rápido posible, por favor. Pamela había sido diligente. Los ojos de ella siempre fijos en el techo. Sin gritos. Sin gestos.

Esa tarde, Pamela había vuelto a casa cansada. Miró dibujos y juguetes de Pablo. Por horas.

Nada.
Hoy las manos de la antropóloga están hinchadas y sin anillo. Cuenta, como al pasar, que ya ha terminado lo que estaba escribiendo. Que lo están revisando. Que muchas gracias. Al quitarse los pantalones y colocarse de espaldas queda en evidencia su estómago abultado. Pamela no puede evitar mirarlo más de la cuenta y la antropóloga por fin hace una pregunta: ¿tienes hijos?

Pamela aprieta los dientes. Espera sentir rabia, pero ni siquiera hay eso. Los ojos de la mujer se quedan fijos en la pared, como si ya no esperara la respuesta, como si no importara realmente.

No insiste.

Pamela depila una de sus cejas un poco más irregular que la otra. No hay espejo para enterarse. La antropóloga no deja propina esta vez. Promete recompensarla para la próxima.

Le toca cerrar el salón y Pamela se quita el delantal con cuidado. No hay ruidos, apenas un par de luces encendidas. Algunos pelos en la camilla, a la que ya va quitando su capa de papel. Al costado, junto a la pared, encuentra la pequeña libreta de la antropóloga. No le gusta curiosear pero la abre justo en el centro. Hay una imagen, la foto de una ecografía. Una posibilidad: flotando.

Pamela deja caer la libreta al piso como si ardiera.

Al acercarse al calentador, sus manos se detienen frente al botón de apagado. En la pared, un calendario de Lugares de Chile sigue detenido en diciembre.

La cera todavía hierve.
Pamela cierra los ojos.
Es solo un segundo.

Las sumerge.

 

La escritora María José Eleonora Navia Torelli (Santiago, 1982)

 

Portada del libro de cuentos de «Lugar» (Ediciones de la Lumbre, Santiago, 2017)

 

Imagen destacada: Una fotografía de la artista visual eslovaca Mária Švarbová, perteneciente a su serie «Swimming Pool»