[Ciclo en MUBI] «Chungking Express»: Wong Kar Wai, el hijo predilecto de la Nouvelle Vague

Primeros y primerísimos planos, cámara en mano, canciones fetiches, el tópico inagotable del amor: si el principal requisito del artista es crear un universo donde queden libres y operativas sus propias leyes, su privada lógica y ética, el cineasta chino lo consigue cabalmente en este “quickly” que resultó una joya, y donde su carencia de organicidad interna es un gesto estético al que deberíamos acostumbrarnos. Sin ir más lejos, y por estos días, una curatoría de sus filmes remasterizados pueden visionarse en la exclusiva plataforma de streaming.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 26.5.2021

“A fun, cool, quick rock and roll style film…”, así se expresaba Quentin Tarantino acerca de Chungking Express de Wong Kar-wai, filmada en 1994: una película divertida, chispeante, rápida de estilo rockanrolero, urbano… y sobre todo eso: de espíritu plenamente urbano.

Traducir el término “cool” no es fácil, pero en el filme Chungking Express, uno empieza a entender qué significa. Trátese de “chévere”, “guay” o “piola” como se diría en Buenos Aires, en todos los casos hacemos referencia a seres dotados de la velocidad física y mental que requiere la vida de una gran ciudad para asegurarse un mínimo de supervivencia.

Estamos en el Hong Kong de 1994 que ya vivía la cuenta regresiva rumbo al 1 de julio de 1997, fecha en la que el Reino Unido cedería la soberanía a la República Popular China convirtiéndose en la Región Administrativa Especial de Hong Kong.

Los habitantes de la ciudad vivieron este proceso político con mucha tensión y expectativa y la filmación de Wong Kar Wai así lo refleja con sus fechas de caducidad y cuentas regresivas. Aunque no hace falta tal presión del tiempo para agitar la cinta porque, de por sí, el ritmo de vida de Hong Kong es invariablemente agitado: todo es apretado, el espacio siempre parece poco y los personajes están necesariamente moviéndose siempre cercanos entre sí.

Se mezclan las comidas, los olores, los trabajos, las vidas, los idiomas, las personas. Hong Kong fue —y es— una gran Babilonia.

La presencia británica aseguró la llegada del espíritu occidental que lentamente empatizaría con el Oriente chino, rindiendo una mélanger de tradiciones de las que se aprovechó un hongkonés como Wong Kar Wai para conseguir un producto cinematográficamente apto para ambos hemisferios: la psicología urbana contemporánea es el gran aglutinante que logra la magia, traduciendo a una escala universal —la única escala que admite el arte— aquellas propiedades culturales de la ciudad a través de una dinamicidad, delicadeza y sentido estético para destacar.

 

El cine de Hong Kong

En Chungking Express no encontramos vastedades aunque sí enredos, que no son gratuitos pero que no distraen demasiado del hecho estético en sí. Nos enfrenta a una fioritura barroca que resulta encantadora y que por encantamiento, nos arrastra hacia una nada fluyente que la universaliza.

Porque, ¿cuáles son los tres únicos temas que alimentan al arte en cualquier lugar del mundo? Pues la vida, la muerte y el amor. Todo lo demás son variantes de lo mismo: la soledad tiene que ver con la vida peleada con la muerte y el amor.

El dolor, con la vida que no puede ser muerte. El odio, con la soledad y el amor confabulados, mutuamente envenenados, para conseguir la muerte… y así con todo.

En el caso de Chungking Express, se busca eludir la muerte a través del amor y, por el contrario y generando la tensión necesaria para que aparezca el argumento, se la busca a través del camino imposible de la soledad.

Chungking Express nació casi por casualidad. Wong Kar Wai llevaba varios meses trabajando en una gran producción orientada al arte marcial Wa-xie (Ashes of Time Cenizas del tiempo). Aprovechando una interrupción en el trabajo y no teniendo nada que hacer —y para mantener a su equipo en movimiento— el director decidió emprender la realización de una película de esas que en la jerga del cine se conoce como una “quickie”: una “rapidita” y que, en verdad, le llevó apenas un par de semanas concluir de filmar.

Lo que implica una combinación con mucho de experimento y mucho de libertad… y esta clase de combinaciones, o acaban en un fracaso o en un logro.

Y ésta resultó ser, en definitiva, un logro que terminó llevando a la fama al director y a la cinta a numerosos premios internacionales con el impulso de su principal admirador: Tarantino, modelando a fuego todo un perfil cinematográfico definido.

Si bien muchas de sus estrategias se han ido modificando a lo largo de las décadas, hay conceptos de ese filme que se han mantenido sin modificaciones hasta hoy.

 

«Chungking Express» (1994)

 

Un caleidoscopio de colores e identidades

Chungking Express abarca dos narraciones que apenas si se rozan entre sí, y lo “express” del título acerca a una idea de fugacidad urbana. La primera historia transcurre principalmente en las “Chungking Mansions”, un enorme edificio ubicado en Nathan Road, en el barrio de Tsim Sha Tsui, península de Kowloon en Hong Kong.

La segunda trama transcurre con preferencia en un departamento y en el Midnight Express, un tugurio de comidas rápidas, en las profundidades de las Chunking Mansions donde se acumulan las multitudes interraciales más variadas: vietnamitas, taiwaneses, chinos e indios entrelazándose por mercaderías y servicios no siempre legales y donde la vigilancia policial es laxa y fugaz.

Todo en esos bajos fondos vibra, bulle de actividad y es captado a la perfección por el director, apelando para ello al step printing: filmar una escena con pocos fotogramas por segundo, luego duplicarla y hasta triplicarla para finalmente proyectarla a la tasa estándar de 24 fotogramas por segundo.

El resultado es una perspectiva diferencial del tiempo por parte del espectador a la que intuye habitando psicológicamente en el personaje —especialmente en la primera parte— o dejándolo afuera —como en la segunda—, y logrando una mejor impresión de soledad…

Hay amor y hay vida, pero la muerte busca esa antesala de su poder que es la soledad, en la indiferencia de un mundo confuso y atrabiliario que merodea y se nutre de las vidas en las grandes ciudades.

El vértigo visual se iría aplacando rumbo a su filme In the Mood for Love del 2000, pero lo cierto es que Wong Kar Wai siempre apostó más por el estilo antes que por la sustancia: la narración no es completamente coherente —aunque nunca es contradictoria y todo se resuelve— pero con un estilo visual que transita la emoción de cada toma, de cada ínfimo detalle donde su cámara se posa.

Los diálogos sólo aparecen cuando son estrictamente necesarios… pero la cuestión es que, signifique o no, lo que se ve motiva y moviliza más allá de la historia que se cuenta, aunque se ajuste a ella como una fuerza natural propia del cine (no llegó al extremo de El espejo de Andrei Tarkovski de 1972, pero de algún modo la recuerda).

Lo visual es, por mucho, lo mejor en las películas de Wong Kar Wai. Un crítico las calificó (dejando fuera a Ashes of Time) como un “caleidoscopio de colores e identidades” y en eso es donde se luce el trabajo de cámara del australiano Christopher Doyle, con lentes y ángulos de enfoque infrecuentes y entremezclados; cortes desconcertantes y ocasional sobresaturación de colores que, junto al step printing, ayuda a conseguir el dinamismo allí donde “está pasando poco”.

Saca aceite de las piedras y consigue una gota de emoción en el tierno detalle de un guante de goma que queda atrapado por un instante en una puerta.

Todo vale, importa, vibra, suma.

 

«Chungking Express» (1994)

 

La película: un gesto estético

Chungking Express está construida en dos partes (“Chungking Mansions” y “Midnight Express”), dos historias de amor y desamor bajo un código de film noir, especialmente en la primera parte. Dos policías apenas conocidos como “223” y “663” son los planetas que giran alrededor del eje argumentativo de un par de mujeres.

En la primera, de las sombras de los bajos fondos aparece la figura de una peligrosa traficante de drogas que es estafada por sus dealers y contactos indios y perseguida por su contratante americano. Termina pasando la noche con 223, recientemente abandonado por su novia.

La pareja es una pintura —casi diríamos, descarada— de dos clásicos seres patéticos en la más vulgar estética del cine negro: un represente del Bien y una representante del Mal (de la vida y de la muerte) que buscan aliarse —aunque inconscientemente— para cancelar sus respectivas soledades.

Brigitte Lin aparece con una exorbitante, casi ridícula peluca rubia, anteojos de sol —aunque sea de noche— y un impermeable, siguiendo un canon visual casi de historieta: literalmente disfrazada de una rubia occidental extraída de un cómic.

En la banqueta contigua, alcohol y cansancio de por medio, se acerca e instala el personaje del joven inexperto en lides amorosas, 223, protagonizado por el japonés Takeshi Kaneshiro, y ya sabiendo que su May lo había dejado, termina buscando la compañía de aquella mujer extraña: “me enamoraré de la próxima mujer que entre a este bar” se había dicho a sí mismo.

Por otro lado, Brigitte había sido amenazada por su contacto occidental a quien termina asesinando para salvar su vida, viendo que no puede recuperar la droga robada (único momento donde la vemos brevemente “a cara limpia”).

Al final de esta primera parte de la historia, ambos personajes se encuentran en el bar. Él acaba conquistándola, pero tras subir a su departamento ella se duerme y él pasa la noche comiendo y viendo televisión.

Finalmente, 223 se va al amanecer.

El toque del maestro: antes de ser asesinado, el único occidental de la cinta —el traficante que quería asesinar a la protagonista— trata de ayudar a un par de gatitos, los que reaparecen junto a la mano ensangrentada de la víctima.

Y luego: antes de irse del departamento, 223 le quita a Brigitte sus zapatos en un gesto de delicada bondad: “Mi mamá decía que a las mujeres se les hinchan los pies si duermen con los zapatos puestos”. El mal y el bien nunca se separan.

Todo, en esta primera parte y de un modo u otro, apunta a otra cuenta regresiva: la fecha del 1º de mayo, a las 6 de la mañana, la hora de su nacimiento: “He vivido un cuarto de siglo”, reflexiona.

Todo es vida y amor en un camino de descuento que nos lleva a la hora de la muerte. Así, la música ambiental de saxofón; la recursividad del reagge “Things in life” de Dennis Brown; la lluvia; la tenebra de los laberínticos pasadizos por los que deambulan las almas que arrastran sus cuerpos… todo conduce a la médula misma de un filme noir.

Y lo logra.

223 regresa al puesto de comida y bebida “Midnight Express” (“Expreso de medianoche”) y su dueño (el actor Jin-quan Chen) le comenta al policía que había perdido la oportunidad de conquistar los favores de la anterior empleada, ya que una jovencita, bella y delgada, la había reemplazado y que, según nos cuenta 223, “en 6 horas más se enamoraría de otro hombre”.

Y es así como aparece 663 (Tony Leung, que luego lo veríamos en In The Mood For Love) arrancando la segunda parte. Más luminosa, menos densa, más diurna. Musicalmente, ahora, embebida por California Dreaming en la versión de The Mama’s and the Papa’s y a todo volumen.

Y así —abandonando los tiros— comienza un nuevo juego de detalles de alta expresividad y sensible comicidad. Y se da un juego casi romántico, particularmente del lado de Faye Wong, (célebre cantante que tuvo un paso menor por el cine).

Ella se obsesiona con el policía y comienza a ser su “stalker”, su acosador: consigue las llaves de su departamento para dedicarse a investigar en su intimidad y a jugar cambiando su ambiente en pequeños detalles.

Sabedora de las dificultades del policía para dormir, pone somníferos en sus botellas de agua, y para que se olvide de su novia, que era azafata y que le había devuelto las llaves, esconde todos las cosas que puedan recordársela: cambia un juguete de peluche por otro; «ahoga» a un avioncito de juguete en una pecera; cambia sus peces; esconde la camisa de la azafata y toda una retahíla de juegos que divierten con su perversa inocencia, llegando hasta a cambiarle las etiquetas de sus conservas para jugar con él, y tratando de reconfigurar el mundo íntimo del policía.

Poco a poco, 663 va notando las diferencias, y deduce que es la chica del comedero la que entra en su casa, aunque prefiere mantener el secreto. Pero hay una serie de hábitos más íntimos de 663 que descubrimos: principalmente, su costumbre de dialogar con los objetos como si fueran seres vivos con conciencia propia, como defensa a su sensación de abandono y debilidad tras la dureza del uniforme y su función social.

Así, en Chungking Express la relación de 663 con los objetos cotidianos lo alejan de 223 pero también lo acercan: 223 tenía la teoría de que correr, al hacer transpirar, evitaba el tener agua disponible para llorar y 663 le recrimina a un trapo viejo de cocina por llorar y lo escurre, coincidiendo sin saberlo con la teoría absurda de 223.

También lo acercan a 223 una lata de ananá caducada, el trapo «que llora» y otros breves momentos análogos… a los que les podemos sumar sus diálogos infantiles con los animalitos de peluche.

En efecto: el departamento de 663 parece pertenecer a la antigua tradición china que abunda en fantasmas y animismos, donde es posible dialogar abiertamente con cualquier cosa.

La historia termina cuando el policía cita a la empleada del Midnight Express en el bar California, en obvia relación con su canción predilecta. Pero Faye nunca aparece y termina en la verdadera California de los EE.UU. trabajando como azafata, regresando un año después.

Para su sorpresa, 663 se había hecho dueño del Midnight Express…

Si el principal requisito del artista es crear un Universo donde queden libres y operativas sus propias leyes, su propia lógica y ética, Wong Kar Wai lo consigue cabalmente en este “quickly” que resultó una joya. Su carencia de organicidad interna es un gesto estético al que deberíamos acostumbrarnos los artistas y consumidores de arte.

Alejar al cine de la literatura y del teatro, atados a la secuenciación del tiempo (el verdadero objetivo del cineasta, para Tarkovski), requiere el alejarse de las rigideces que nos encarcelan en el “deber ser” para dejarnos llevar con lo que se espera del arte: el siempre abierto “poder ser”.

No se trata, en definitiva, simplemente de obedecer leyes, costumbres, estilos o cánones predeterminados, sino de crear las leyes internas del propio universo artístico, que se habrán de obedecer, pero que al obedecerlas darán las alas que el arte necesita para alcanzar su propia altura y libertad en la rosa universal de los vientos.

 

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«Chungking Express» (1994)

 

Tráiler:

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Chungking Express (1994).