[Crítica retro] «Vida de familia»: Apariciones profanas y virginales

Filmada a dúo por los directores nacionales Alicia Scherson y Cristián Jiménez, el libreto de la presente película corresponde a una traslación audiovisual, que efectuada desde un relato literario, se encuentra escrito por su mismo autor: el narrador santiaguino Alejandro Zambra. Con la pretensión de inmortalizar un pasaje biográfico de un excéntrico “profesor de poesía chilena”, que escapa a sus deberes y designios oficiales, la cámara de este par de connotados creadores intenta plasmar, lamentablemente sin la fuerza y la convicción artística requeridas, un rincón espacial y costumbrista del Santiago Poniente, en cuanto a epígono de la obra esencial del novelista que los inspira.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 23.2.2021

“No sé cómo he venido a parar aquí: / Yo corría feliz y contento / Con el sombrero en la mano derecha / Tras una mariposa fosforescente / Que me volvía loco de dicha”.
Nicanor Parra, en Obra gruesa

Al revés de las cintas más conocidas de Scherson y de Jiménez, nacidos ambos a mediados de la década de 1970, el presente es un largometraje que se inicia relativamente bien (y adecuado) tanto en sus intenciones artísticas, como estéticas y audiovisuales, para después, en su final, languidecer irremediablemente bajo una cierta inocuidad sin sentido (plástico), y fracasar, igualmente, en la obtención de una estrategia narrativa clara y evidente.

La película de este par de destacados cineastas nacionales naufraga en sintonía con las imposiciones de un lenguaje de comedia que nunca se mantiene constante y latente a lo largo del título, y que salvo por la aparición fresca, “virginal”, desnuda y sorprendente de la actriz Gabriela Arancibia (en el rol de Paz), poco, y es una pena, tiene por mostrar.

Sin ir más lejos, su paso sin gloria y anodino, por la World Cinema Dramatic Competition, del Festival de Sundance 2017, dan un barniz de justa, fría y ecuánime ambientación, a quienes pretenden situar a esta obra —en la persecución de concesiones a las que no debería aspirar un crítico—, y al séptimo arte nacional en general, como a uno de los mejores del continente americano.

Desde IIlusiones ópticas (2009), Bonsái (2011) y La voz en off (2014), Cristián Jiménez ha manifestado el empeño de inmortalizar una especia de estética de la cotidianidad urbana y provinciana, en una inclinación por acendrar el foco y la mirada, sobre espacios restringidos que se desenvolverían al margen del gran escenario que de por sí, significan cualquier centro citadino aquí, y en otras latitudes y continentes.

Códigos de una geografía humana que debido a las raíces identitarias del escritor Alejandro Zambra, se hunden en sus conceptos y señas, en las calles del Centro y en las viejas casas de la zona Poniente de la capital de Chile.

Allí transcurre y se filma Vida de familia (2017), protagonizada por Jorge Becker, por la mencionada Gabriela Arancibia, y por Blanca Lewin, en el papel de una irresoluta “Consuelo”, la esposa del jefe de hogar, y que al parecer mantuvo un vínculo sentimental con el tránsfuga primo.

El barrio Matucana, la Quinta Normal, las calles y las plazas del cuadrantre Yungay, el Museo de la Memoria: las esquinas y localizaciones preferidas de la dupla Scherson-Jiménez, y en esos códigos y locución cinética y ambiental, la apuesta por la construcción de un microcosmos de lo que sería en sus modos y comportamientos vitales y sociológicos, un sector de la clase media chilena ilustrada.

Retrato delineado por primeros y cerrados planos, que en el estilo de estos directores, prescinde de contextualizar el universo amplio de una metrópolis, al parecer, a fin de evitarse problemas de continuidad y de desenvolvimiento narrativo. Tanto en Valdivia como en Santiago, esas son las predilecciones de diseño “teatral” de los autores.

Una arista a reseñar, se desprende del uso de la música incidental. Recurso técnico y un elemento estético, escasamente aprovechado por los cineastas locales, en esta ocasión sonorizan con acierto y bríos el aire, conocidas pistas de Ludwig van Beethoven, en un modo de caracterizar las tribulaciones existenciales de ese autodefinido profesor de poesía chilena (Becker), que escapa a los compromisos, al amor, a las obligaciones, a las responsabilidades que la vida en comunidad y la sociedad, le imponen a un ciudadano anónimo y adulto.

El cuerpo femenino y esbelto de Gabriela Arancibia, adquiere las connotaciones de una alternativa psicoafectiva, de redención y de salvación, para el atormentado protagonista.

Poseerla, para Martín (el nombrado docente lírico), se transforma en un modo de aferrarse a la convencionalidad y a una estructura de márgenes sociales que le ayudan a superar la sensación de “desarraigo” que le invade durante el correr de los minutos y de las secuencias.

Esas escenas, las que ahuyentan el pudor y atestiguan las energías de estos ejercicios amatorios, corresponden a las mayores elucubraciones abstractivas, plásticas y cinéticas, de este lente manejado por cuatro ojos y manos, literalmente.

¿Analizamos una traslación literaria, dirigida hacia un formato cinematográfico, francamente errónea en su propuesta final?

Nos inclinamos por una respuesta afirmativa, pues sostenemos que Vida de familia es una película inacabada, juicio que vendría a constituir un modelo de “maldición” para este equipo creativo: un diagnóstico semejante se desprenden de un análisis profundo de La voz en off (Jiménez), y de El futuro (de Alicia Scherson, y que data del año de gracia de 2013, y en la cual se inmortaliza el nombre de la actriz Manuela Martelli).

En el “leit motiv” del barrio patrimonial —lugar geográfico por excelencia de esta realidad diegética—, los tiempos del relato narrativo nunca terminan por acomodarse, encajar, amoldarse, hacia las exigencias de un discurso eminentemente audiovisual: el terminante abrupto, rápido y sin respiro del largometraje, así lo confirman.

La obsesión por el detalle se confunde en el imaginario de los autores, con el equivalente a la pulcritud y la fidelidad, para con el texto dramático original. Craso error: es en la racionalidad, exactitud, fluidez, coherencia y calidad explicativa del montaje, como esfera de análisis, donde deben calibrase esos rasgos y situaciones de orden técnico, creativo y artístico.

Las citas a Nicanor Parra son rotundas: diferentes enfoques de la biblioteca de los dueños de casa, que facilitan la propiedad a este primo confundido que arriba desde el sur del país, lo demuestran: dentro de la nebulosa de los acercamientos y alejamientos de la cámara, las Obras públicas (2006), del poeta ganador del Premio Cervantes, acentúan ese afán inconformista, crítico, revisionista, y polemista, del sector social visionado, y en su particular perspectiva, por esta pareja de realizadores.

Vida de familia es un producto simbólico y audiovisual que, lamentablemente, dista de alcanzar el cénit de sus posibilidades estéticas y hermenéuticas. Por momentos sin “dirección” argumental, su desarrollo cae severamente en una deterioro y carencia de substancia dramática, que no cumple sus objetivos cinematográficos, ni tampoco llega a la meta de sus pretensiones artísticas y de significado amplio y semiótico, en el marco dialéctico de un fotograma.

Empero, y como punto final, repasemos sus virtudes, las razones de por qué se debe visionar a esta película chilena: la personificación fantasmal y espectral de la excelente Gabriela Arancibia, y la cámara que busca, se detiene, para y reniega de sus movimientos, en ese sol de invierno de la Quinta Normal, que traspasa los árboles del parque, y a los enfados, las penas y frustraciones, de los protagonistas de la cinta.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Vida de familia (2017).