[Crítica] «Turno noche»: Un pacto entre hombres y una peligrosa musa

El ya clásico escritor y cineasta bonaerense Edgardo Cozarinsky regresa a Editorial Tusquets del Grupo Planeta, auspiciado por un texto que enlaza de una manera física y existencial a sus protagonistas, con la historia y geografía de Sudamérica.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 8.3.2021

Edgardo Cozarinsky (Museo del chisme, Niño enterrado) retorna a Tusquets con una nouvelle que conjuga historia y geografía, con tres personajes como protagonistas de un mapa que se extiende desde la selva misionera hasta la Patagonia argentina.

El tono reflexivo, melancólico y retrospectivo prontamente nos sitúa en su universo: “La virgen había sido blanca, bien polaca, repite la Madre Superiora. Si ahora era negra es porque había absorbido ‘como un mártir’ los pecados de quienes se habían confesado ante ella”.

Son las primeras escenas donde se nos presenta a la adolescente protagonista y su entorno, que exuda una violencia (no tan) reprimida, teñida de alcoholismo paterno, sometimiento materno, discurso religioso por boca de monjas perversas, y racismo, como el que se cursa a través de la evocación de las vírgenes negras.

En el mismo pueblo se nos revelan las diferencias de color entre los descendientes europeos versus los locales, donde es visible la cultura guaraní: “En el micro mira las caras de los demás pasajeros. Ninguno es tan blanco como ella. Morochos todos, guaraníes, chaqueños, sangre mezclada, descendientes de poblaciones originales que el español contaminó en distinto grado sin lograr vencer”.

Hay también muchos prejuicios, ignorancia, miedo y clasismo en el entorno de la inicial protagonista, que parece más un espectro que una encarnación nominada. Una compañera de ella es la única “de familia rica que solía demostrar simpatía por las ‘becadas’”. Ser becada en la escuela es otro motivo de discriminación.

Estamos ante una cultura conflictiva donde el sincretismo cuaja con muchas erupciones. Así, los pocos representantes del saber son conducidos por un pasadizo que los lleva a la extinción.

Tenemos al profesor, “una figura solitaria” que la chica busca, en su afán de conocimiento, después de escucharlo discursear en una librería. El profesor expone sobre los guaraníes y sobre la historia en general, y, paternalista, sugiere: “Usted es muy joven. No sé si con la edad le interesará estudiar o si preferirá vivir. Recuerde de todos modos que la Historia se deposita en todos los lugares, como el polvo. Es el polvo de la existencia”. El profesor es el retrato de este ocaso, su elegancia es “marchita”, su mirada anciana, “triste”.

Otro representante del saber que comparte esta decadencia es la bibliotecaria. Cuando la chica se acerca para indagar más sobre la historia de su tierra, ella comenta: “Qué bueno que alguien tan joven se interesa en estas cosas. Veo en la ficha que la última vez que se consultó este libro fue hace diecisiete años…”.

La narración, de pronto, nos presenta a Pedro, periodista; otra figura en retirada: “Hacía años que había elegido el silencio, su nombre estaba ausente de diarios y revistas”. Él es un recuerdo del periodismo previo al advenimiento virtual de internet: “tenía que salir a la calle, a ver, a preguntar, a escuchar: lo que hoy fingen hacer esos súbditos de la televisión que llaman ‘movileros’”. Como el periodismo ya pasó para él, su idea es escribir una novela y, de este modo, (re)crea a Lucía, a la vez que es sobrevivido por Rafael.

Es Rafael quien toma la posta del proyecto novelesco: “Rafael guardó la hoja con los ocho renglones que podían ser el único rastro de la novela que Pedro no había llegado a escribir”. Aquí vemos el verdadero pacto masculino, que permite observaciones y diálogos (regados de mucho whisky y alusiones al tango) que irritarán al más blando de los ojos feministas:

“Los había unido una de esas amistades masculinas que suelen incomodar a las mujeres, solidaridad hecha de silencios cómplices, de alusiones a experiencias compartidas, pasado que ellas saben inabordable, impermeable a la suspicacia”.

Ocurre aquí una clara escisión que puede resultar desconcertante, a la vez que ligeramente contradictoria, una vez que superamos la lectura de la primera parte de la nouvelle. La pulsión por acercarse a este otro (mujer) se encamina hacia un peligroso y estereotipado pantano.

En una visita al teatro Colón, una mujer con la que Rafael entabla conversación, admite: “Disculpe, hablo demasiado. Soy una mujer sola. Todas las mujeres solas cuando encuentran alguien que las escuche se ponen a monologar”.

A pesar de sus diferencias en torno a la experiencia con mujeres (“Pedro, hombre de una sola mujer, él de muchas”) el pacto es sólido: “Rafael siempre admitió que en las mujeres no es la belleza lo que lo atrae sino algo indefinible que las hace, a falta de una palabra menos vaga, interesantes… El amigo muerto lo había llamado misterio”.

Esta afectación, que también se podría ver como exotización, deviene predeciblemente en la descripción de una identificable ‘vagina dentada’. Hacia el final de la narración, leemos:

“Había pasado las últimas horas en compañía de una mujer que le recordaba a otra, a una mujer que no había conocido. No puede saber que la vidente consultada por Pedro el día antes de morir había hablado de una mujer que se alimenta de los recuerdos que ha dejado en la mente de los hombres”.

En Turno noche la genealogía es delineada por manos masculinas. Es esa “solidaridad hecha de silencios cómplices” la que produce, finalmente, el documento histórico; una procreación infértil que, sin embargo, necesita del misterio femenino como contraste, para perpetuar su monopólico foco. (El encuentro entre bibliotecaria y estudiante confirma, con tono de sorpresa, el desfase de 17 años). Pero también la ficción, que busca la forma de una novela, es tarea de ellos.

Esta ficción, que comienza con Pedro y continúa con Rafael, es adobada en una cocina saturada de aliños que huelen a testosterona madura. En ella, la presencia del sujeto femenino es relegada al de una efigie exótica, “interesante”, “misteriosa”, que termina siendo precisamente eso, cuando no, un agente peligroso que amenaza con dislocar el contrato patriarcal.

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).

Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, y Dame pan y llámame perro, y los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, y la novela bilingüe En la isla/On the Island.

Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«Turno noche», de Edgardo Cozarinsky (Tusquets Editores, 2021)

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Imagen destacada: Edgardo Cozarinsky.