[Crónica] El placer del vicio impune

La censura también funciona, aunque sea en forma sibilina, en las democracias, pues los cánones al uso de este sistema, que Jorge Luis Borges definiera como un «abuso de la estadística», acallan, más bien por omisión o por descarte, a quienes no son o no fueron «políticamente correctos», como aconteció y sucede, con el narrador catalán Josep Pla.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 22.10.2023

Borges tiene razón cuando afirma que la lectura debe tener siempre la motivación del placer. Así, un libro que se nos vuelve tedioso en las primeras páginas, hay que desecharlo. Recomendación que cabe aplicar cuando llegamos a cierta madurez como lectores, quizá en «el medio del camino de nuestra vida», pues antes de eso tenemos que leer textos por obligación propedéutica o profesional. En el caso de ciertos oficios prácticos, esto resulta insoslayable.

A comienzos de los 80 del pasado siglo, en el seno de la Casa del Escritor, el querido maestro, Luis Sánchez Latorre, Filebo, me recomendó leer a Josep Pla (1897 – 1981), extraordinario cronista catalán, por esos años proscrito por la monarquía progresista (flagrante oxímoron), por su filiación de antirrepublicano y colaborador, entre bastidores de corresponsal e informante, de Francisco Franco.

La censura también funciona, aunque sea en forma sibilina, en las democracias, pues los cánones al uso de este sistema, que Borges definiera como «abuso de la estadística», acallan, más bien por omisión o descarte, a quienes no son o no fueron «políticamente correctos». Después de las casi cuatro décadas de férrea dictadura franquista, importantes escritores fueron preteridos por el progresismo democrático.

Y «descubrí» a Josep Pla, dejándome encantar por su prosa fluida, inteligente, irónica y escéptica frente a la realidad de un mundo mediocre que vive y repta entre la grandilocuencia, la hipérbole existencial y el constante fracaso de sus arrestos por cambiar al homo politicus en el hombre nuevo, cuya promesa de advenimiento se pospone, siglo a siglo, como la llegada del ansiado Mesías (hoy bajo las cenizas de la Franja de Gaza).

 

En mi próxima reencarnación

Josep Pla, hombre de derechas, conservador y agnóstico, propietario de un «mas», léase dehesa o granja, heredero de un respetable patrimonio que le permitió vivir dedicado por completo —o casi— a la vida literaria, en su amplia versión de lector empedernido, conversador y viajero de lenta vía, es decir, caminante y transeúnte de viejos trenes, autobuses rurales y paquebotes mediterráneos.

Porque entendió que la velocidad es enemiga del conocimiento, pues rompe los relojes de arena o de agua, cambiándonos la visión reposada y atenta de quien aprehende lo que observa, por el espejismo falaz e inútil de estirar las horas.

En efecto, Pla fue un acérrimo defensor de la lengua catalana. ¿Cómo? Escribiendo toda su obra en idioma vernáculo, haciéndose universal desde su aldea (Tolstoi dixit), asumiendo, sin estridencias, un catalanismo cultural, quizá la única manera válida y posible de preservar la riqueza, particular y distintiva, del asedio uniformista de los imperialismos, evidente o subrepticio, con que se intenta absorber las culturas minoritarias, para «integrarlas» al modelo mayoritario, sobre la base de tres o cuatro tópicos vocingleros, cosa que repugnó a este hijo dilecto de Palafrugell, que abandonó este mundo cuando se iniciaba el proceso planetario que llamamos globalización, una suerte de caos interconectado.

Para quienes creemos —y defendemos— la riqueza de la diversidad cultural y creativa de los pueblos, Josep Pla es un paradigma, aún cuando estemos ubicados en opuestas veredas ideológicas.

Vuelvo a releer su monumental Dietario, camino con el autor por la vasta y minimalista geografía catalana, comparto con esos contertulios que me parecen conocidos, escucho nombres de literatos y políticos de aquella España en permanente ebullición; hago mío su escepticismo irónico y gozo, en la fruición de sus palabras, esa inigualable prosa, traducida del catalán al castellano.

Me hubiese gustado leerle en la lengua de Maragall y de Verdaguer. Será en mi próxima reencarnación.

Amén.

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas es escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Josep Pla.