[Crónica] La escritura, una expatriación

El ser humano se ha convertido en un agente geológico, es decir que dejamos huellas que modifican las capas geológicas del planeta. Huellas en la Tierra, no en el papel: la palabra como acontecimiento que da un salto y que inaugura una era donde esa artificialidad de la inteligencia deja de representar y modifica el interior mismo de la especie.

Por Ana Arzoumanian

Publicado el 15.3.2024

¿Qué pensaba el hombre que tallaba en las cuevas figuras de animales cuando aparecieron las primeras tablas de arcilla con inscripciones incompresibles para él? ¿Qué sentía ese hombre cuando dejaba estampada sus manos en sangre de mamut sobre las piedras al tiempo en que veía unas líneas que registraban, decían, nombraban las actividades de su tribu?

La escritura es una tecnología que aparece alrededor del año 3500 A. C. El Homo Sapiens llevaba unos 50 mil años sobre la Tierra y la primera grafía que conocemos se encuentra entre los sumerios de Mesopotamia apenas alrededor del año 3500. Tenemos la escritura tan incorporada que se nos olvida que es una invención, un artificio, y que el hombre antiguo carecía de ella.

En efecto, los historiadores acuerdan en distinguir la Prehistoria de la Historia por la división que hace en el tiempo la escritura. Una técnica compositiva sobre un soporte que tuvo como fin aislar el lenguaje oral en un proceso del habla grabado en arcilla, en rollos de pergamino, en papiros, en papel. Y, claro, recientemente, en un procesador.

Una tecnología interiorizada, ya que el hombre, inmerso en la Historia, naturaliza el medio (la escritura) y lo identifica con el habla.

¿Qué sintió el Homo Sapiens mientras dejaba la huella de su mano sobre la caverna cuando comenzaba a ver el modo en que sus hijos realizaban unos pictogramas sobre el barro? ¿Cuándo los hijos de sus hijos ya no intentaban descifrar el bestiario de ciervos, uros o bisontes?

Porque ese hombre, en los atardeceres fríos de invierno o en las noches cálidas, cuando se cobijaba en las cavernas, contaba una historia: los animales que había cazado, los que había comido, las bestias que lo habían asustado, el modo que los había vencido. Era una especie de recordatorio, pero también una máquina de producción de sensibilidad antes de la aparición de las máquinas. Era un estimulador, la piedra seca como fuente de excitabilidad.

Y sin embargo, luego de miles de años, esos dibujos devienen mapas, restos de lo que alguna vez fue una comunidad y sus ritos. Ya no quedaba nada de la luz, ni del humo de la quema de esos animales.

Cuando Marguerite Duras en el año 1978 presenta su cortometraje Les mains négatives, un filme realizado en travelling por las calles de París durante la madrugada, había un acuerdo tímido de que nos encontrábamos como civilización en la era del Antropoceno.

El texto de Duras y el violín de Amy Flammer sobre una París entre desechos y opulencia se centran en el llamado de esas manos que llevan el nombre de negativas porque son la marca que dejaba el soplido desde un tubo vegetal aplicado sobre la piedra donde se apoyaba el cuerpo. Estremece volver a escuchar el texto de Marguerite a la luz del siglo XXI.

«Las palabras no estaban inventadas aún», dice Duras y se focaliza en ese grito que es un llamado de esas manos. En una especie de susurro, en una confesión amorosa, el cortometraje entiende las formas de los dedos como una invocación, una cita, un gesto que clama por el amor. «Amo a cualquiera que escuche ese grito», dice.

Duras habla del hombre de la Prehistoria mientras filma una película en el tiempo de la Historia de la escritura. «Nadie escuchará más, no verá más esas manos negras», continúa.

¿Qué sentía ese hombre cuando todo alrededor de él se convertía en residuos de un tiempo acabado?

 

Los usos de lo verbal hablado

Entre la noche y el día, apenas comenzada la luz, Marguerite Duras recorre las calles como si fueran las olas de un océano golpeando levemente las piedras. El día todavía no comenzaba. Lo sabemos ahora.

Ahora que esta era (Antropoceno) parece culminar, ahora que la palabra se desvincula de su soporte. Luego de que la época caligráfica de escritura desembocara en la tipográfica de impresión, apartándose esta última en su lentitud hacia la repetición, la redundancia, y el exceso de la verbosidad oral.

El sonido sólo existe cuando abandona la existencia, indica Walter Ong en su libro Oralidad y escritura. Si las palabras son sonidos, el llamado que se grita diciendo te amo no es escuchado. Nosotros, los escritores, los Homo Sapiens de este tiempo, sabemos que amaríamos a cualquiera que escuchara nuestro grito. Ése que dice (ése que está escrito): te amo.

No es que la palabra se hubiese degradado, ni que la cultura haya privilegiado el avance rápido de las redes sociales en su devenir instantáneo. Sino que el traslado de la psicodinámica escritural a la oralidad se concentra en los procesos auditivos del pensamiento. La palabra no como cosa, sino como suceso que acontece en una situación particular que se manifiesta de modo colectivo. La palabra no como una contraseña del pensamiento, de la idea, sino en un alerta combativo, dinámico.

Reel en castellano es una bobina, parte del circuito eléctrico que tiene una función pasiva. Almacena energía a través de la inducción para que esta se convierta en un campo magnético. La tensión tiene una polaridad, una dirección que genera circuitos. Un reel es el nombre que se usa para los videos cortos compartidos en redes. Un inductor de sensibilidad, un excitador.

Hay una escena, un sonido y una imagen: se distribuye, se ve y se escucha; se vuelve a ver y escuchar. Hasta que se pasa a otro reel con otra escena, otra voz, otra imagen. Hay generación de afectos, esos fragmentos dan ternura, irritación, sensualidad, alegría. Una generación instantánea contraria a un canon o familia propio de los textos escritos que dotaban (o prometían dotar) permanencia a lo creado.

El ser humano se ha convertido en agente geológico, dice Flavia Costa en su libro Tecnoceno continuando las investigaciones llevadas a cabo por Peter Sloterdijk, es decir que dejamos huellas que modifican las capas geológicas de la Tierra.

Huellas en la Tierra, no en el papel. La palabra como acontecimiento que da un salto y que inaugura una era donde esa artificialidad de la inteligencia deja de representar y modifica el interior mismo de lo humano.

Quizás Duras, diciendo lo que decía en un más allá del libro se adelantaba en la comprensión de este exilio, de este destierro de la escritura. Una expulsión no por lo que creíamos alguna vez: la digitalización del libro, sino por la expatriación de la letra, su regreso en segundas nupcias al sonido. Porque lo sensible vuelve a encontrase con los usos de lo verbal hablado, su insistencia en el empleo del presente.

No somos sólo aquellos que venimos viajando por dos siglos, a pesar de que nuestro travelling se hace de madrugada, estamos dando un gran salto. En ese giro, estamos cambiando de era. Y allí, justo en el despeñadero miramos hacia atrás y decimos: aquello que escribimos llevará el nombre, parafraseando a la escritora argentina Liliana Heer, de: ex_ crituras.

 

 

 

 

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Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962.

De formación abogada (titulada en la Universidad del Salvador), ha publicado los siguientes libros de poesía: Labios, Debajo de la piedra, El ahogadero, Cuando todo acabe todo acabará y Káukasos; la novela La mujer de ellos, los relatos de La granada, Mía, Juana I, y el ensayo El depósito humano: una geografía de la desaparición.

Tradujo desde el francés el libro Sade y la escritura de la orgía, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto, de Susan Gubar.

Asimismo, fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem con el propósito de realizar el seminario Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión, en Jerusalén, el año 2008.

Filmó en Armenia y en Argentina el largometraje documental A, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, un registro en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en el régimen militar vivido al otro lado de la Cordillera (1976 – 1983), y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010).

Es integrante, además, de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela Mar negro, por el sello Ceibo Ediciones.

El artículo que aquí presentamos fue redactado especialmente por su autora para ser publicado por el Diario Cine y Literatura.

 

Ana Arzoumanian

 

 

Imagen destacada: Obra del artista checheno Aslan Gaisumov.