[Crónica] La redención de Pablo Neruda y de su hija

Malva Marina Trinidad Reyes fue la única descendiente en línea directa del poeta chileno, fruto de su matrimonio con Maria Hagenaar Vogelzang («Maruca»). Fue, también víctima de su abandono. Su padre no tuvo mucha piedad con ella. Era «un ser perfectamente ridículo», «una especia de punto y coma», «una vampiresa de tres kilos», según expresiones suyas. Primero la ocultó. Después la abandonó definitivamente.

Malva nació el 18 de agosto de 1934 en un hospital madrileño. Vicente Aleixandre dijo de ella: «Yo me acerqué del todo y entonces el hondón de los encajes ofreció lo que contenía. Una enorme cabeza, una implacable cabeza que hubiese devorado las facciones y fuese sólo eso: cabeza feroz, crecida sin piedad, sin interrupción, hasta perder su destino».

Carlos Morla Lynch, en el primer tomo de sus Diarios españoles, la recuerda, en un modesto departamento de Madrid, con su madre holandesa, Delia del Carril y el autor de «Residencia en la tierra». La Hormiguita se preocupaba más de ella que su propio padre.

Este abandono ha suscitado en Chile una virtual campaña de desprestigio e inquina contra el poeta, Premio Nobel de Literatura 1971, avivada por un sector del feminismo criollo a ultranza.

Gina Aguad, destacada narradora, ha escrito un texto de contenido poético, en donde Malva Marina parece hablarnos, en la voz de la madre, desde la penumbra, en el silencioso dolor de una criatura desamparada (Nota de Edmundo Moure).

Por Gina Aguad Vaccari

Publicado el 27.7.2023

Malva Marina ¡quién pudiera verte
delfín de amor sobre las viejas olas,
cuando el vals de tu América destila
veneno y sangre de mortal paloma!
¡Quién pudiera quebrar los pies oscuros
de la noche que ladra por las rocas
y detener al aire inmenso y triste
que lleva dalias y devuelve sombras!

El Elefante blanco está pensando
si te dará una espada o una rosa;
Java, llamas de acero y mano verde,
el mar de Chile, valses y coronas.

Niñita de Madrid, Malva Marina,
no quiero darte flor ni caracola;
ramo de sal y amor, celeste lumbre,
pongo pensando en ti sobre tu boca.
Federico García Lorca

Yo también puedo levantar la cara y al mirar el cielo decir que no me importa, que no duele tu silencio, tu mudo reproche que llega entre los pétalos húmedos de los geranios. Seguir orgullosa, como los verdes tallos, sujetando una hermosa cabeza llena de delicadas gotas, como niña.

«Como un grano de trigo en el silencio, ¿pero a quién pedir piedad por un grano de trigo?». Seguir muda de frío, de espanto, sacudiendo persianas, borrando pisadas, letras que suben lentas por las paredes de ladrillos, rojos de silencio, rojos de desventura, callada, con el mundo empedrado y tranquilo, indiferente a este pedazo de amargura que hiela la sangre.

«¿Pero a quién pedir por unos ojos del color de un mes frío, y por un corazón del tamaño del trigo que vacila?». Cierro las ventanas y dejo todo afuera, ¿de qué sirve que grite o que reclame? Está resuelto, sólo pedazos incongruentes de pétalos celestes, sólo el leve roce de una mano que no espera nada, nada más que otra lágrima.

La casa está en silencio, un pálido sol juega entre los muros con las flores y sube por las persianas verdes; no me muevo, mis ojos están detenidos al fondo del espejo, ahí, al final del corredor reluce tu cuna rodeada de geranios, encajes y velos esconden tu rostro gigante de niña.

De tu pequeño cuerpo sobresale una cabeza sin razón, sin proporciones, lánguida, que no se sostiene, que no termina nunca. Sólo mueves los ojos de un lado para el otro y los haces girar al infinito, como si descubrir el universo fuera fácil, así como difícil se hizo todo desde que llegaste.

Me apoyo en los cojines, me hundo lentamente en el color de las flores que se prenden en la ventana y araña mi pecho tu recuerdo. Entra la enfermera vestida de blanco, ha llegado sólo hace un par de días, pero se dirige a mi como si me conociera de mucho tiempo. ¡No lo soporto, no puedo soportarlo! No sabe que veo todo lo que sucede con sólo mover el espejo sobre mi tocador; puedo ver el gesto de mofa, de asco, cuando se acerca a tu cuna, ¡a mi cuna!

Pongo la pastilla debajo de la lengua, finjo que la trago. Ella acomoda los cojines y estira las mantas como una sentencia sobre un blanco lienzo inmaculado donde se tejen los sueños. ¿Puedo soñar ahora que sonríes inquieta, estiras las manos y de esa boca dulce salen lindas palabras? ¿Acaso sólo un sueño entierre lo pasado?

Está cayendo el sol sobre el rojo brote de geranios, destellos cristalinos murmurando palabras, hasta el cielo me duele y es tan fuerte que tiritan mis manos. Te vas, te alejas en silencio, en ese silencio que calla y que recuerda.

La luz hace sombras, crece, ya no entibia el sol, lo miro alejarse y repetir en voz baja tu nombre: Malva, Malva Marina. «¿Pero a quién pedir por unos ojos del color de un mes frío, y por un corazón del trigo que vacila?».

Quiero morir recorrida de hojas, sentirme como ayer cuando aún no existías. Y vuelan como locas las imágenes, me abrazan, me acosa una caravana de cofias blancas. «Pero a quién pedir por un grano de trigo».

 

Su nombre que es música en tus labios

La niña no come, no llora, no ríe, se muere: rayos, sondas, inyecciones; días, semanas de angustia. Se repiten los horrendos biberones, los vasos medicinales, los embudos que rebalsan sufrimiento, y tú, con el rostro pálido callando a tu niña en las líneas de unos versos y alguna carta donde es un punto y coma, una vampiresa de tres kilos, un ser que se esconde en un cuerpo ridículo.

Tú hija o lo que así tú mismo denominas.  «A quién pedir por unos ojos del color de un mes frío». ¿Pero todo está bien ahora, lo peor ha pasado, ya sonríe mi niña, mama, avanza como el dolor inevitable al verla rodeada de geranios, florecida como la más hermosa, como el aroma, como los pétalos que caen lentamente entre mis manos?

La puerta al cerrarse pesa como el aire enfermo que hay en la casa; no puedo dejar de reconocer que el encierro me mata, pero no tengo fuerzas, se agotaron en noches largas en correteos locos, médicos y medicinas, en deseos de que no sea cierto; llevo las manos a mi vientre, miro el espejo, la cuna se borra de lágrimas.

No he cambiado soy igual, exactamente igual desde que puedo recordar, aunque ahora me fijo en las líneas suaves que bordean mis ojos.

¿Y tus ojos?, tus ojos que no han visto la orilla, que no sienten el golpe del sol sobre sus alas, ¿me mirarán un día tus ojos?, relámpagos de cielo, engendrada noche que no tiene horizonte, caigo, caigo contigo, te tomo entre mi aliento y repito tu nombre escrito con estrellas, rocíos y pétalos.

¡No! ¡No puede ser cierto! ¡No es más que un horrible sueño! Caen gotas que corren disparejas, siento el subir y bajar de tu pecho, la tristeza profunda de tu pluma y pesa el lápiz como un ancla.

Se abre la puerta, es la enfermera imponiéndose una sonrisa, modula una voz que suena fuerte en medio del silencio. Es hora de la cena, dice, sujetando la bandeja entre las manos. Acerca la pequeña mesa a la ventana y la coloca donde yo pueda alcanzarla; no tengo intenciones de moverme. Hoy tiene que hacer un esfuerzo, está usted tan pálida y tan delgada, dice.

La veo caminar por la habitación, un suave viento mece las persianas, caen indecisos unos pétalos que corren tras ella. El ruido de sus pasos al alejarse por el pasillo toca mis oídos, parece lejano, el mar inmenso, la ciudad obelisca, los autos, calles largas repletas de carteles, la gente sube y baja, los muebles cromados, nuestra cama de laca color celeste y tu risa esa risa submarina como tu voz.

«A quién pedir por unos ojos del color de un mes frío, y por un corazón del trigo que vacila». ¿En realidad me amas? ¿Me amaste alguna vez? Entre fantasmas de pieles blancas, de nubes delicadas. ¿Me amaste, o sólo fue para llenar tu soledad?

Cayeron los restos de geranios movidos por el viento, se han doblado los tallos sobre la tierra inmóvil, qué profundo silencio gotea parejo y limpia las paredes de recuerdos. Quiero un indicio, un punto que diga que es verdad todo lo pasado, que no es sólo un sueño, pero sólo hay silencio, este silencio que me aterra, que me llena de culpa y se escribe claro y grande tu nombre, Pablo, y me borra, me aleja; ella sigue callada, metida en el eterno, en la sonrisa que no crece.

La bandeja está intacta encima de la mesa, aparece otra vez la mujer vestida de blanco, se mueve en la penumbra poniendo las cosas en orden; ya no la miro, no me importa, está oscuro, terriblemente negro, la niebla me enreda en sus brazos y cierro los ojos.

Bajo la espalda el frío se hace insoportable, se apodera de todo, cala hasta los huesos. El tiempo ya no existe, un dolor agudo, intenso, baja entre mis piernas, llega hasta mi centro, me parto, me estoy abriendo. No veo nada, una cortina blanca me tapa, estoy maniatada, no puedo mover mis manos, no siento mis piernas, se han llevado mis piernas.

«A quién pedir por unos ojos del color de un mes frío, y por un corazón del tamaño del trigo que vacila». El caballete, los tubos fluorescentes, máscaras, máscaras sin rostros; por la cánula corre el líquido cristalino que adormece. Esa luz, esa luz que no puedo repetir, que me enciende y me congela. Miro como tocan tu cuerpo, se lo llevan.

Grito, grito, pero no me hacen caso, y tú mi niña pareces dormida entre todas las flores, tocada por la luna. Cae sobre la tierra el rocío, se prende la ventana, en el corredor la sombra crece, grande, deforme. Me lavan, me peinan, no tengo fuerza y veo el color de los pétalos al fondo del espejo.

Siento el ruido de tus pasos por las escaleras, vacilante te detienes, asomas la cara desde la puerta y tu boca no alcanza a darme una sonrisa, te deslizas hasta la pieza del fondo como todos los días a enredarte en papeles; no has visto a la niña, ahuyentas el dolor que flota, que carcome, que borra la luz de tus ojos.

«Por una sonrisa que no crece, por unos una boca dulce, por unos dedos que el rosal quisiera, escribo este poema que sólo es un lamento, solamente un lamento». Oigo tu voz desde el pasillo me inclino: mañana es un día especial, vendrá un viejo amigo a tomar una copa, es un enamorado de las letras y quiero enseñarle a mi niña.

De esa manera pronuncias su nombre que es música en tus labios, que es luna entre colores de algún paisaje submarino; no alcanzo a comprender.

Por el espejo te veo caminar despacio hasta el fondo del balcón, el azul del cielo se hace eterno, te paras al borde de la cuna, tus ojos se detienen, te agachas, levantas las manos, te tapas la cara mientras grandes y dulces ruedan un par de lágrimas.

Me paro de un impulso, abro el ropero, saco un vestido, al abrocharlo sobran un par de tallas, arreglo el espejo, me miro y te veo con las manos en alto regalándote al cielo. Acerco la bandeja y me llevo un bocado y otro y siento que hoy tengo mucho, pero mucho apetito.

 

 

 

***

Gina Aguad Vaccari nació en Lima, Perú. De nacionalidad chilena, se radicó en Santiago en 1976. Realizó estudios de arte en la Academia Toulouse. Se graduó de diseñadora gráfica en Montemar.

Es cinturón negro de karate y apasionada de la pintora. Recibió de manos de mahatma Adharananji el conocimiento de la meditación trascendental. Trabajó como diseñadora de modas para la marca Antoni Capra.

Desde 1992 ha participado en los talleres literarios de Ana María Guiraldes, Enrique Lafourcade, Jaime Collyer, Alejandra Costamagna y Pablo Azócar.

Ha publicado los libros de cuentos Cómplices (1994) y Envase retornable (1995). Sus relatos han sido recogidos en diferentes antologías y han sido premiados en Chile, Perú y Grecia.

 

Gina Aguad

 

 

Imagen destacada: Malva Marina Trinidad Reyes Hagenaar (1934 – 1943).