[Crónica] Los sorbos etílicos de la esperanza

Y ya que estamos con poetas amantes del vino, convoquemos el eco embriagador de la memoria en versos de Pablo de Rokha, grande autor de ese memorable libro de versos llamado «Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile», como digno cierre de conversa y de esta tertulia entre amigos.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 4.8.2022

Tarde vespertina de sábado. Nos visita nuestro buen amigo, Francisco Javier Román, director de Fundación Gente de la Calle. Llega sin mayores preámbulos, con su habitual bonhomía y sencillez de hombre íntegro. Trae bajo el brazo una botella de vino para acompañar la cena.

Es un tinto riojano, Antaño (denominación de origen calificada), Tempranillo. Reserva 2016, QV N°199604 (¿será la numeración cuantitativa de la producción?), cosecha 2016.

Apunto estos datos, no por cursilería vinífera, sino como fruición de la memoria del vino, de su anotada estirpe, como si fuese la prosapia de un libro, aunque éste se disfruta y queda, mientras el mosto sagrado de la uva nos deja su espíritu embriagador y pasajero.

Tenemos dos buenas amigas riojanas, Chabela y Julia Gil Ruiz, y esto basta y sobra para acentuar los ritos memoriosos, asociándolos a esas dos sílabas que conforman el ilustre nombre Rioja, comarca de los mejores vinos de España, comparables a los mejores de Chile, herederos como somos de la mejor tradición vitivinícola, española y francesa.

Además, está el nombre geográfico que evoca al gran Antonio Machado, Ribera del Duero, porque las viñas más fructíferas están cercanas a ríos de olorosa prosapia. En Chile, el río Maipo, en la zona central de Chile, donde mi hermano Juan Luis tiene su empresa vitivinícola llamada La Viña del Señor. No sé si por aludir al famosísimo milagro o por alegorizar contriciones no resueltas. Allí también ha producido un aromático y exultante «tempranillo».

No alude el gran sevillano al vino de España, pero, la serenidad de estos versos expresan bien el paisaje, el aire y el entorno donde crecen las mejores viñas de la patria de Cervantes.

ORILLAS DEL DUERO

Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.
Girando en torno a la torre y al caserón solitario,
ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,
de nevascas y ventiscas los crudos soplos de infierno.

Es una tibia mañana.
El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.

Pasados los verdes pinos,
casi azules, primavera
se ve brotar en los finos
chopos de la carretera
y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.
El campo parece, más que joven, adolescente.

Entre las hierbas alguna humilde flor ha nacido,
azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido,
y mística primavera!

¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
espuma de la montaña
ante la azul lejanía,
sol del día, claro día!
¡Hermosa tierra de España!

No entraré en detalles de aromas, cuerpos, matices frutosos y floríferos del vino brindado en la amistad del Negro, según distingue Marisol a Javier en la cada vez más estrecha galería de los afectos, que constituyen una especie de cava donde van quedando las mejores cepas amicales, mientras desaparecen los caldos de poca sustancia y se desechan los vinagrillos y esos «vinos muertos» a los que se les evaporó el espíritu, como las amistades vanas desaparecidas en buena hora.

 

Horizonte, alma, esencia, infinito, etcétera

Marisol y yo sabemos cuando un vino es digno de beberse en el disfrute del diálogo y la compañía escogida; carecemos de las habilidades tan analíticas y descriptivas, como pretenciosas, de los sommelier (catadores viníferos, en castellano) más o menos diletantes que proliferan en nuestro Chile cursi, mejor, siútico, donde un individuo que aprendió a beber raspabuches y garrafeados, logra de pronto comprar vinos caros y elegirlos por los nombres empingorotados que exhiben en etiquetas mentirosas a las que se agrega inspiradas reseñas de publicistas a la violeta, incluidas las palabras: horizonte, alma, esencia, infinito, etcétera.

El vino estuvo en nuestra mesa desde que tenemos memoria. Una jarra de dos litros, junto a la de agua, pues no se compraba entonces bebidas gaseosas; cuando mucho, en ocasiones especiales, jarabes de frambuesa, horchata o limón.

El vino y el agua son hermanos en la dicha de las fiestas, en la comunión de las bodas, de acuerdo a lo establecido por Cristo Jesús en su milagro más auspicioso y recordado de cuantos dicen que hizo, según testigos orales que fueron entregando diversas versiones, hasta ser fijadas en escrituras a las cuales se otorgó el siempre dudoso atributo de la sacralidad.

Las estirpes gallega y chilena huasa fueron más eclécticas en compartir el vino que en congeniar credos religiosos o ideologías político sociales. Un buen vino fraterniza, aunque sea por algunas horas, criterios dispares y aun intereses contrapuestos.

Omitiremos, por razones de respecto memorioso y conveniencias circunstanciales, referirnos a los estragos de ingestas excesivas o disociaciones mentales provocadas por la «mala cura» y el irreparable delirium tremens. Remitámonos, pues, al encendido disfrute de ese líquido con el que Ulises venciera a Polifemo, para liberar a los suyos y apurar, como el último trago sobre la montura, el regreso a Ítaca, encabalgados sobre el mar.

Entre los tres —Marisol, Javier y yo— no duró el fino tempranillo Rioja como hubiésemos deseado, pero el recurso y la cercanía estaban a la mano. En la botillería La Previa, suerte de farmacia espirituosa que está a un tiro de honda, agencié un Casillero del Diablo, para reparar, en lo que fuese posible, el olvido inminente del paladar otrora gratificado.

Es difícil el reemplazo favorable de un buen vino; es como intentar el sustituto de un amor que ha remecido nuestras entrañas, como un sismo de aromas y de clímax, pero si no hay bollos, habrá tortas. El tinto chileno supo mantener el fuego de la memoria coloquial, prolongando el encuentro en la fría noche de julio.

Pablo Neruda escribió su inolvidable «Oda al vino». Reproducimos aquí una parte, para no trasgredir normas sobre derecho de autor. Escuchemos cantar al poeta:

ODA AL VINO

VINO color de día,
vino color de noche,
vino con pies de púrpura
o sangre de topacio,
vino,
estrellado hijo
de la tierra,
vino, liso
como una espada de oro,
suave
como un desordenado terciopelo,
vino encaracolado
y suspendido,
amoroso,
marino,
nunca has cabido en una copa,
en un canto, en un hombre,
coral, gregario eres,
y cuando menos, mutuo.

A veces
te nutres de recuerdos
mortales,
en tu ola
vamos de tumba en tumba,
picapedrero de sepulcro helado,
y lloramos
lágrimas transitorias,
pero
tu hermoso
traje de primavera
es diferente,
el corazón sube a las ramas,
el viento mueve el día,
nada queda
dentro de tu alma inmóvil.

El vino
mueve la primavera,
crece como una planta la alegría,
caen muros,
peñascos,
se cierran los abismos,
nace el canto.

Oh tú, jarra de vino, en el desierto
con la sabrosa que amo,
dijo el viejo poeta.
Que el cántaro de vino
al peso del amor sume su beso.

 

Unos traguitos de enguindado

Y ya que estamos con poetas amantes del vino, convoquemos el eco embriagador de la memoria en versos de Pablo de Rokha, grande poeta, autor de ese memorable poemario llamado Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile, como digno cierre de conversa y tertulia entre amigos:

El vino de Pocoa es enorme y oscuro en el atardecer de la República y cuando está del corazón adentro el recuerdo y la apología de lo heroico cantan en la rodaja de las espuelas como el lomo del animal, nadando en la tonada fundamental de los remansos o contra la gritería roja de la espuma.

La chichita bien madura brama en las bodegas como una gran vaca sagrada, y San Javier de Linares ya estará dorado, como un asado a la parrilla, en los caminos ensangrentados de abril, la guitarra del otoño llorará
como una mujer viuda de un soldado, y nosotros nos acordaremos de todo lo que no hicimos y pudimos o debimos hacer como un loco asomado a la noria vacía de la aldea, mirando, con desesperado volumen, los caballos de la juventud en la ancha ráfaga del crepúsculo que se derrumba como un recuerdo en un abismo.

Una poderosa casa de adobe con patio cuadrado, con naranjos, con corredor oloroso a edad remota, y en donde la destiladera, canta, gota a gota, el sentido de la eternidad en el agua, rememorando los antepasados con su trémulo péndulo de cementerio, existe, lo mismo en Pencahue que en Villa Alegre o Parral o Caleu o Putú, aunque es la aldea grande de Vichuquén la que se enorgullece, como de la batea o la callana, del solar español, cordillerano, de toda la costa, del colchagüino y el curicano, quienes la expresan en lengua tan inmensa, ‘i y son las casas-tonadas comiendo arrollado chileno, con unos traguitos de enguindado.

Brindemos con el vino de la buena amistad, sea chileno o riojano, escanciado siempre en copas donde cante la poesía sus sorbos, cada vez más escasos, de esperanza.

¡Salud!

 

***

Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Pablo de Rokha (1894 – 1968).