[Crónica] Mi viejo y la biblioteca ideal

Me acuerdo de tener quince o dieciséis años, venir llegando de mis primeras fiestas, y veía a mi padre, de noche, leyendo, esperando. No lo decía, claro, ese no era su estilo, pero él devoraba sus libros durante la nocturnidad, creo, para eso: a fin de aguardar a que nosotros llegáramos.

Por José Miguel Martínez

Publicado el 6.12.2022

«Si algún valor literario tuvo su vida fue el de su originalidad y tenacidad como lector».
Matías Serra Bradford

Hace algo más de una década, mi viejo me regaló el libro La biblioteca ideal del escritor argentino Matías Serra Bradford (La Bestia Equilátera, 2009). Me dijo con mucho entusiasmo que era un libro sobre lectores y sus costumbres particulares. En ese tiempo yo estaba metido de lleno en lecturas de género —novela negra, wéstern y ciencia ficción, entre otros— y si bien agradecí el regalo, no lo pesqué mucho. El libro quedó durante años archivado en las estanterías de mi biblioteca.

Luego, hace cuatro años, leyendo una entrevista de Alejandro Zambra, me topé con el nombre del autor de La biblioteca ideal: «Encontrarse en un diario con un artículo de, por ejemplo, Matías Serra Bradford, me parece un lujo casi inverosímil», decía Zambra, y apenas yo leí eso se me vino a la cabeza, casi como un pensamiento reflejo y subconsciente, el hecho de que mi viejo me hubiera regalado años antes un libro de Serra Bradford.

Entonces empecé a leer La biblioteca ideal. El libro —¿una novela?, ¿una crónica?, ¿una autobiografía velada?— narraba con fragmentos sueltos los hábitos propios de cuatro personajes que se reconocían como lectores duros. A veces yo me veía reflejado en ciertos fragmentos («el día de su cumpleaños, Silvio sale a comprar los libros que sabe que nadie le va a regalar»), pero sobre todo me acordaba de mi viejo.

Sus páginas estaban marcadas con boletas —una costumbre muy típica de él como lector— en cinco partes bastante separadas unas de otras. Todas las boletas databan del año 2010. Me era inevitable buscar señales de mi viejo en esas páginas. Un fragmento que seguramente lo representaba: «lo suyo con los libros es una enfermedad como cualquier otra, a la que hay que serle fiel y que no desoye jamás la intuición repentina».

Mi viejo vivía rodeado de libros —su olor: una mezcla entre colonia inglesa y el cuero de los libros forrados, aroma que persistía en sus dos bibliotecas—, e incluso cuando no estaba leyendo, los libros igual se mimetizaban en los aspectos más cotidianos de su vida.

Cuando el Párkinson no le daba tregua, por ejemplo, y mi viejo quería sentirse más cómodo, se echaba de espaldas en el piso. Decía que necesitaba un apoyo duro, y luego pedía que le pusiéramos tres o cuatro libros, en vez de almohadas, en la cabeza. («Un libro es la mejor almohada que existe», declaró alguna vez Bolaño en una entrevista).

Era un tipo tan bueno para leer, mi viejo, que recuerdo que siempre le decíamos cuando éramos más chicos: papá, ¿por qué no escribes tú un libro? Antes no lo veía, no tenía cómo, pero ahora lo entiendo mucho mejor: el impulso de leer siempre fue su oficio.

Por eso le había entusiasmado tanto el libro de Serra Bradford: porque es un libro que propone al lector como personaje principal, como héroe, haciendo de la lectura un puente, una forma de relacionarse con los otros —tal vez la única en el repertorio humano de sus personajes.

 

El que espera

La biblioteca ideal de mi viejo, más que un espacio solitario, era una guarida adyacente a lo cotidiano, que permitía la resonancia filial —el hijo viendo películas en la misma habitación— y la irrupción de lo familiar, de su eco, como si formara parte de la experiencia y el significado de la lectura. «La casa en silencio a las siete de la mañana. El padre lee y trabaja. Hacia las nueve y media, en busca de otra taza de té, descubre a su hijo de cuatro años dormido en el sofá de la biblioteca, cerca de la lámpara bajo la cual antes leía».

Una boleta de un peaje (Troncal Lo Prado) marca la página donde se encuentra el siguiente fragmento: «Leyó de once y media a una de la mañana, y cuando entró a oscuras a la habitación de su hijo no pudo evitar cierto júbilo al ver que este seguía despierto. (Había entre las dos cosas —su lectura y el insomnio de su hijo— una relación secreta, silenciada, informe, que no tenía ninguna intención de volverse inteligible)».

Mi viejo era un lector insomne —»ese lector ideal que padece del insomnio ideal», como escribió Joyce—, y la fórmula del padre que encuentra a su hijo despierto puede aplicarse con mucha facilidad a él, aunque pensado de forma inversa: el hijo que, a las una de la mañana, entra a la habitación del padre, pero la habitación no está a oscuras; la habitación está iluminada, porque el padre lee.

Y, a diferencia del fragmento de La biblioteca ideal, en esa relación de insomnio y lectura yo sí creo ver algo inteligible: «Lee, sí, pero en realidad está esperando».

Mi viejo falleció un 19 de diciembre de 2015. El día de su funeral leí un texto que escribí en su memoria. En ese texto decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Qué gran lector era mi padre. En mis primeros recuerdos están las bibliotecas de la casa de Nevería, nuestro primer hogar, un hogar lleno de libros, y él, mi padre, sentado en la biblioteca grande, leyendo. Me acuerdo de tener quince o dieciséis años, venir llegando de mis primeras fiestas, y él, de noche, leyendo, esperando. No lo decía, claro, ese no era el estilo de mi padre, pero él leía de noche, creo, para eso: para esperar a que nosotros llegáramos».

 

 

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José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de Granola (Tres Puntos Ediciones, 2020) y Ceres (Minotauro, 2021). Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Vive en Frutillar, Chile.

 

 

José Miguel Martínez

 

 

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