[Crónica] «Tortugas ninja: caos mutante»: Cuando las temporalidades se traslapan

Criar un hijo, entre muchas otras cosas, sirve para recordar, para converger en los lugares donde se fue feliz, para no olvidar que a veces, aunque sea difícil, como el viejo Splinter al final de este nostálgico revival, que más que pasar la batuta debemos aprender a soltarla, a deslizarla como un maestro en la mano del más joven, a simplemente dejarla ir.

Por José Miguel Martínez

Publicado el 16.9.2023

«La mayoría de las cosas que nos modifican para siempre surgen en la infancia».
Fabián Casas

Anoche, mientras me iba quedando dormido, sintiendo ese sopor tan agradable que es dejarse llevar por la deriva del sueño, recordé una sensación infantil perdida en la memoria: imaginaba, cuando tenía alrededor de siete años y estaba acostado, que mi cama era una nave, un avión de tecnología muy avanzada, de esos que despegan verticalmente y poseen camuflaje óptico, y luego de despegar en mi habitación y salir por la ventana, me divertía recorriendo las calles del barrio hasta llegar a mi colegio, que atravesaba de un extremo a otro, sobrevolando rápidamente sus pasillos, hasta que terminaba por quedarme dormido.

Parte de mi imaginación de entonces estaba informada, según recuerdo, por los monos animados que veía en esa época: El festival de los robots, Los centuriones, Transformers y Robotech, entre otros más de Pipiripao y Canal 13.

Sin embargo, también existía otro tipo de ensoñación más física: la de ser un ninja. Recuerdo innumerables viajes en auto por la ciudad o por carreteras donde, con la vista perdida en el paisaje por fuera de la ventana, me veía desdoblado de mi cuerpo, como si mi mente me narrara en una tercera persona virtual que, cual videojuego de plataforma en dos dimensiones, me proyectaba saltando ágilmente los obstáculos que se presentaban adelante como tejados, árboles, rejas y muros, siempre a una gran velocidad y con la misma sensación estimulante con la que a veces, en Chillán, de vacaciones, saltaba de piedra en piedra evitando caerme al río.

Y ese tipo de ensoñación, así como mi amor por la pizza, que sigue siendo hasta el día de hoy mi comida favorita, estaba enraizada en el que fue tal vez mi primer fanatismo infantil: Las tortugas ninja.

Hace unas semanas fuimos al cine con mi hijo Santos, de siete años, a ver Tortugas ninja: caos mutante, el último reinicio animado de la saga de las tortugas adolescentes.

 

La experiencia estética de la caricatura animada

La película, que tenía un lenguaje visual y un ritmo muy propios de la era de YouTube y TikTok, le hablaba a las nuevas generaciones a través de las cuatro tortugas, que esta vez eran más adolescentes que nunca y que, además de un locuaz estilo cargado de innumerables referencias pop, poseían el anhelo de ser aceptados por la humanidad que vivía en las agitadas calles de Nueva York, ciudad que bullía por sobre las alcantarillas que ellos habitaban, alcantarillas que, por orden y designio de Splinter, su padre, la rata que los encontró y luego los crio, no tenían permiso de abandonar.

El filme le hablaba a las generaciones antiguas a través de —además de la nostalgia mutante, no nos engañemos— este personaje, Splinter, el padre sobreprotector que odiaba a la humanidad por haberlo agredido en el pasado y que, como cualquier padre mínimamente juicioso, no quería que nada malo les sucediera a sus cuatro hijos.

Según recuerdo, Splinter nunca antes fue explorado desde su lado paternal, sino más bien desde su figura como sensei, el maestro que les enseñó a las tortugas el arte del ninjutsu. El padre, no como alguien que cuida, sino como alguien que enseña a defenderse, a enfrentarse a la vida por medio de patadas y combos.

De modo que la película exploraba ese otro lado del padre mediante imágenes entrañables como las de la rata, con un bigote ochentero, haciendo dormir a sus hijos para luego, agotado, caer rendido en su cama, donde minutos después es invadido por las tortugas, que no querían dormir solas.

Todos, entonces, dormían apretujados, incómodamente, en una cama estrecha, pero dormían, al fin y al cabo; una imagen demasiado veraz para quienes han dormitado alguna vez en colecho y que, por razones distintas quizás, cuando nos miramos en mutua complicidad, nos sacó una sonrisa tanto a mí como a mi hijo.

Ese es, creo yo, uno de los grandes triunfos de la película: entregar, mediante imágenes mundanas, más que una mera confluencia de los gustos del hijo con los que uno tenía cuando chico, un punto de encuentro inesperado para ambas generaciones.

Se produce entonces una nueva sensación, donde las temporalidades se traslapan, como si los bordes imprecisos del recuerdo y la imagen del presente se tocaran, aportando un nuevo significado a la experiencia estética de la caricatura animada.

No muchas obras logran este nodo de conexión, hacer el traspaso generacional y conversar con dos audiencias muy distintas en términos de tono y ritmo; por lo mismo, cuando eso sucede —e independiente de la sombra de la nostalgia mutante y franquiciada que, eventualmente, todo lo corrompe—, se agradece la experiencia.

 

El gusto agrio

Pienso, con esta idea en mente, en Dragon Ball Z, otro mono animado que veía —uno entre varios animes como Los Caballeros del Zodiaco, Supercampeones, Slum Dunk y otros más que daban en El club de los tigritos— cuando lo pasaban por Megavisión a mediados de los 90.

Recuerdo que corría del colegio a la casa para llegar a ver el animé japonés; también me acuerdo de un campamento scout al que fui donde todos mis compañeros estaban acongojados por perderse capítulos de la serie en esos días sin tele.

Una tarde, lejos de las carpas, encontramos un quiosco que tenía a la vista una tele encendida. Nunca olvidaré la imagen: más de veinte adolescentes, apretujados contra el quiosco, contemplando embobados a Gokú transformándose en Super Sayayin por primera vez.

Algunos aullaban de emoción, como si estuvieran viendo a la Roja ganar un Mundial. El viejo que atendía el quiosco nos miraba perplejo, pero tal vez, pienso ahora, empatizaba con nosotros, porque fue él quien accedió amablemente a poner Megavisión cuando se lo habíamos pedido minutos antes.

Hace algunos años Toei Animation lanzó un revival, Dragon Ball Super, una serie que continuaba los hechos donde terminaba Dragon Ball Z. Por lo general estas secuelas nunca funcionan, porque el resultado se siente artificial en comparación con el espíritu original de la saga (Star Wars, a ti te miro).

La nostalgia mutante, como añejas magdalenas proustianas que han deformado el criterio audiovisual de treintañeros y cuarentones, y las imposiciones de la industria que, a base de una acumulación de guiños insípidos, como sacados de una fábrica de salchichas, desarrolla estas continuaciones, casi siempre terminan por dejar un gusto agrio.

Y esa fue, en un principio, la sensación al ver los primeros capítulos de Dragon Ball Super: «esta serie no es para mí, esta serie apela burdamente a mi nostalgia noventera». Pero estaba equivocado. Y parte de esa equivocación tenía que ver con el hecho de que Akira Toriyama, el creador de Dragon Ball, también fue envejeciendo con nosotros, y esa madurez subyacente empezó a colarse en la serie, haciendo que la narrativa de Dragon Ball Super estuviera a la par con la narrativa de nuestras vidas.

Toriyama, durante ese tiempo, también había sido padre, y su visión del mundo había cambiado, inevitablemente. Y eso se refleja en, por ejemplo, Vegeta, un personaje que en Dragon Ball Z había sido presentado como un villano despiadado, un tipo monstruoso cuyo orgullo hacía que expresara lo peor de sí mismo, y que en el largo camino entre una serie y otra se termina por convertir, sin dejar nunca de lado su orgullo característico, en un sólido padre de familia.

Pienso que algo parecido le pasó a Hideaki Anno con Shinji, el protagonista de Neon Genesis Evangelion, un héroe hamletiano —como lo definió Patricio Urzúa— que tuvo que esperar un cuarto de siglo para por fin superar su perpetua depresión al confrontar a su padre ausente en la última de las cuatro películas de Rebuild of Evangelion.

 

La memoria se purifica

Esta mañana, mientras veía el acto de fiestas patrias del colegio de mi hijo, pensé en todas esas sensaciones e imágenes —la nave que sobrevolaba mientras me iba quedando dormido, los saltos y volteretas imaginarias en la carretera, las tortugas ninja adolescentes, los animes y sus secuelas—, todas como una amalgama, una evocativa torta de milhojas pop en el pensamiento, y en cómo uno lamentablemente termina por olvidar que alguna vez fue niño.

Yo no me recuerdo bailando en actos de fiestas patrias (apenas recuerdo mi infancia, a decir verdad); por lo mismo, se hace muy fácil entregarse al: «tenebroso y maloliente mundo de los adultos», como lo define el narrador de Bienvenido, Bob, ese cuento de Onetti donde un personaje se regocija en su desprecio por otro que alguna vez lo trató de viejo.

La disputa generacional por la memoria es, qué duda cabe, un campo de batalla, pero también la memoria misma, como dice Zambra en Literatura infantil, se destruye o se purifica para que podamos reinventarnos, recomenzar, reclamar, perdonar, crecer.

En ese sentido, criar un hijo, entre muchas otras cosas, sirve para recordar, para converger en los lugares donde se fue feliz, para no olvidar que a veces, aunque sea difícil, como el viejo Splinter al final de Caos mutante, más que pasar la batuta hay que aprender a soltarla, a deslizarla como un ninja en la mano del más joven, a simplemente dejarla ir.

 

 

 

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José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de granola (Tres Puntos Ediciones, 2020) y Ceres (Minotauro, 2021).

Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Vive en Frutillar, Chile.

 

 

 

 

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José Miguel Martínez

 

 

Imagen destacada: Tortugas ninja: caos mutante (2023).