[Crónica] Una gran racha de violencia en cada ser humano

El realizador estadounidense Sam Peckinpah, cuya obra cinematográfica está cargada de estallidos sanguinarios de rabia, apuntaba a la importancia de aceptar la emoción del odio, de reconocer que todos la sentimos y cómo, una vez integrada —saboreada, examinada interiormente—, poseemos la capacidad de determinar cuál es la mejor vía para manifestarla.

Por José Miguel Martínez

Publicado el 21.12.2023

«Sin algo que odiar, perderíamos todo arrojo del pensamiento y de la acción».
William Hazlitt

Ahora que se acercan las fiestas de fin de año, donde se habla del espíritu navideño y de la generosidad, de las resoluciones de Año Nuevo y de mirar con una nueva cara el 2024, vale la pena detenerse y reflexionar sobre el placer de odiar —¿quién en su sano juicio no detesta los villancicos en los centros comerciales?—, que es además el título de un gran ensayo de William Hazlitt publicado en 1826, donde el escritor inglés, que tenía fama de pesote, se despacha frases como esta:

«El bien puro pronto se vuelve insípido, falto de variedad y de vida. El dolor es un agridulce que jamás harta. El amor, a poco que flaquee, cae en la indiferencia y se torna desabrido: sólo el odio es inmortal».

No busco hacer una apología del odio en esta crónica —mucho menos cuando la anterior versaba sobre la amistad—; más bien me interesa revisar, mediante el recuerdo de una persona a la que llegué a detestar, cómo se mueve en nosotros el aborrecimiento hacia un tercero.

Por lo general, el odio se vuelve más fácil de expresar cuando hay una máscara de por medio: es cosa de revisar los comentarios en cualquier posteo de noticias en redes sociales. Lo que tiene más comentarios es lo que hace pelear a la gente, o lo que conecta con temas actuales (lo que es lo mismo: el incentivo del odio es muy grande cuanto más actual sea el tema, cosa que, a su vez, permite la proliferación del populismo en Internet).

No obstante, el odio más interesante es aquel que opera cara a cara, en la cotidianeidad: un amigo con el que nos peleamos, un encontrón con la pareja o, como es el caso de este texto, cuando un colega de pega, a quien hay que verle la cara todos los días, se transforma en el repositorio de nuestro desprecio más genuino y vehemente.

Mi paso por el servicio público, después de casi una década trabajando como arquitecto en ese sector, no ha estado exento de quiebres, periodos en que renuncié arrebatadamente o fui despedido y luego vuelto a contratar (contratar es un decir, porque la mayor parte de esos años los pasé como prestador de servicios a honorarios).

Empero el contrato —o la falta de—, la primera vez que me despidieron fue a causa de un tipo por quien llegué a sentir, durante mucho tiempo, el corrosivo y delicioso placer de odiar al que se refiere Hazlitt en su ensayo.

 

«Tú y yo no somos iguales»

Le decíamos Coxoxo (se pronuncia, en buen chileno, «Cochocho»), y era, según él mismo gustaba en señalar, ingeniero civil industrial. Tenía ojos ligeramente achinados, nariz aguileña y una barbita muy cuidada. Era, qué duda cabe, un hombre vanidoso: usaba camisas ajustadas y gozaba tomándose selfies con el celular, posando con miradas que él consideraba como sensuales.

Solía, además, hablar abiertamente de su intención de hacerse una rinoplastia; decía que tenía el tabique desviado, pero no era secreto para nadie que su mayor anhelo era poseer una nariz respingada. Coxoxo era, básicamente, el prototipo de ese meme chileno que dice: «cómo supiste que trabajo en la muni».

En efecto, sus funciones eran las de «encargado de control y planificación de gestión», un cargo a todas luces inventado, innecesario; debido a esto, y también a su evidente desfachatez, los colegas de la oficina siempre pensamos que tenía algún tipo de favor con el jefe del departamento de aquellos años.

Sin embargo, y a pesar de que presumía constantemente que su madre era amiga de tal o cual caudillo local, nunca supimos realmente cuál era el vínculo efectivo entre Coxoxo y las altas esferas del poder municipal.

Uno no pasa por el servicio público sin hacer un par de enemigos. Si bien en cargos técnicos es más fácil pasar desapercibido, la presencia de Coxoxo y su altanería tan patente me causaban una repugnancia progresiva. Sentía una lava volcánica acumularse en mí cada vez que lo veía caminar con su estela de arrogancia: se creía con la potestad de un director —no la tenía—, y recorría los pasillos municipales con el pecho inflado, los lentes de sol puestos (incluso en días oscuros, de invierno), con una sonrisita ligeramente mordaz esbozada en sus labios.

En cada llamada telefónica levantaba la voz, tratando despectivamente a sus interlocutores, y era particularmente pesado con los cargos que él consideraba menores, como los apoyos administrativos o las secretarias. Aún recuerdo con nitidez cuando, buscando cerrar una discusión, le gritó tajantemente a una de ellas:

—Tú y yo no somos iguales, ¿me entiendes? Tú a mí me debes respeto.

Siempre lo consideré un tipo intelectualmente tonto, pero no era torpe en términos estratégicos: trataba de no chocar directamente con los técnicos de la oficina, y tenía ojo de lince para determinar a quién chuparle las medias.
Lo que más nos molestaba era que llegara tarde. Solía llegar a las diez u once de la mañana, a veces incluso al mediodía. No daba explicaciones y el jefe del departamento tampoco se las exigía.

Todos sabíamos que llegaba a esas horas porque era bueno para carretear durante la semana. Por lo mismo, su único apoyo moral allí era Farrita, un ingeniero civil flojo y parrandero, quien también gozaba de protección: su padre era amigo del jefe, por lo que no tenía ninguna vergüenza en pasar sus horas de oficina viendo videos en YouTube o durmiendo la siesta (sabía que no podía ser despedido).

Ambos eran uña y carne porque compartían esa impunidad, además del gusto por el carrete. La diferencia estaba en que Farrita era un tipo ameno, simpático, mientras que Coxoxo era de una petulancia insoportable: solía decir, con la mayor seriedad del mundo, que su intención era llegar a ser Presidente de la República, pero pasando por los escalafones correspondientes: primero alcalde, luego diputado, después senador, finalmente jefe de Estado.

Con el tiempo aprendí que, además de sus delirios de grandeza, Coxoxo consideraba la realidad en su mente como la realidad que los demás habitaban. Alguna vez leí en un diccionario de chilenismos la siguiente definición de chanta: «persona que se cree algo que no es, y que se vanagloria de sus actos cuando todo es mentira». Coxoxo, en ese sentido, era un chanta de tomo y lomo.

Cuando cambió el alcalde, los directores también cambiaron, y asumió un nuevo jefe en nuestro departamento. Fue entonces que Coxoxo se avispó: pidió una camioneta en taller, y llevó al nuevo jefe a terreno, visitando una por una las obras ejecutadas ese año.

En la visita, cual lengua de serpiente, le susurró al nuevo jefe palabras venenosas al oído, adjudicando gran parte de los logros de la oficina como suyos, y basureando el nombre de cada uno de los profesionales del departamento —exceptuando el de su pana, Farrita—. Y el jefe nuevo, tal vez por ingenuidad, tal vez porque necesitaba hacer rápidamente algún contacto de confianza en el lugar, le creyó.

A principios de ese mes fuimos despedidos dos arquitectos y dos apoyos administrativos.

 

«¿Qué permiso, ahueonao?»

Un mes estuve cesante. En ese periodo, no tuve fuerzas para buscar otra pega. La Navidad fue un trance arduo, incierto; mi tirria por los villancicos creció. Sin embargo, antes de que terminara el año, fui llamado por el nuevo jefe, quien me dijo que podría volver a la oficina a partir de enero.

—Me han hablado bien de tu trabajo —fue lo único que dijo como explicación.

Alguien había abogado por mí, desde las sombras; el jefe, al hablar conmigo, no mencionó el detalle de quién había sido. Mejor así: sentí mucha vergüenza, pero también, debo admitirlo, bastante alivio. Al final, pensé, yo no era tan distinto de Coxoxo, cosa que aligeró por un solo día mi desprecio hacia él. No obstante, poco antes de regresar, por medio de una secretaria —administradoras absolutas de todos los chismes municipales—, me enteré de que Coxoxo había estado detrás de mi despido.

Nada como un breve paréntesis, de vacaciones forzadas, para cocer a fuego lento el odio que llevamos dentro: «La alegría requiere un mayor esfuerzo del espíritu para sostenerla que el dolor —escribe Hazlitt— de modo que, al cabo de una breve tregua, instintivamente nos volvemos de lo que amamos hacia lo que aborrecemos».

Así, mi retorno a la oficina venía cargado de una ira en estado puro; quería confrontar a Coxoxo, sólo necesitaba que él me diera una excusa para hacerlo. Y no tardó en suceder.

Me habían encargado un proyecto que consistía en el desarme y posterior traslado a bodega de las piezas de una casona patrimonial. La casona había sido comprada por un empresario de buses pero, a pesar de que la construcción tenía una antigüedad de más de 100 años, como su ubicación no estaba dentro del área de la zona típica, la casa no presentaba protección del Consejo de Monumentos Nacionales.

El empresario había decidido demolerla, pero los vecinos y vecinas no tardaron en protestar de manera que, ante la presión, el empresario finalmente decidió donar la edificación al municipio, para que fuera retirada en containers y luego rearmada en algún terreno público.

Coxoxo había estado llevando el papeleo del asunto —deficientemente, hay que decirlo—, pero ahora necesitaban a alguien que supervisara el aspecto técnico. En mi primer día de vuelta al trabajo, debía coordinar con el contratista encargado del desarme el inicio de la faena; para ello, tenía que estudiar la documentación del proyecto.

El problema era que el proyecto estaba repartido en algún lugar dentro del desorden de papeles que Coxoxo tenía sobre su escritorio. Y, como era habitual en él, aún no llegaba a la oficina. Como se acercaba la hora de la reunión en terreno, me metí a bucear en sus papeles.

Logré encontrar los documentos del proyecto en tres carpetas distintas que ordené cronológicamente en un solo archivador. Luego tuve la reunión con el contratista y procedimos a empezar la obra del desarme.

Cuando, un par de horas más tarde, Coxoxo llegó por fin —lentes de sol, sonrisa levemente cáustica en la comisura de los labios—, le comenté lo sucedido. Francamente, no recuerdo qué tono usé. Hasta el día de hoy, mis colegas de esos años me dicen que mi actitud no fue agresiva en un comienzo, a pesar de que la memoria me engaña y es posible que sí hubiera algún dejo corrosivo en mi voz.

Según recuerdo, apenas le dije a Coxoxo que había tomado los papeles, para luego ordenarlos en un solo archivador, él se sacó los lentes de sol y, tomando asiento, desde el otro extremo de la oficina, me respondió:

—¿Y quién te dio permiso a voh’ de meterte en mis papeles?

En ese momento, todo el magma acumulado (no sólo por el despido; también por el desprecio subyacente de meses) hizo erupción.

—¿Qué permiso, ahueonao? —le grité desde mi puesto—. No necesito tu permiso.

—Hueón care’ raja —fue lo único que él atinó a contestarme.

Iracundo, fuera de mí, me levanté de mi escritorio y me abalancé hacia su puesto. Lo agarré de las solapas y, mirándolo hacia abajo, respirando pesadamente, le dije todo lo que siempre había querido decirle, lo que todos en la oficina pensábamos de él pero que nadie, ya sea por cobardía, ya sea por falsa cordialidad, había expresado hasta entonces.

(Hazlitt: «si podemos armar pendencia con alguna otra persona y hacer de ella el buco expiatorio, será un medio excelente de componer un hueso roto»).

Las palabras, con la mente nublada por la ira, se apuraban por salir en una arcada inevitable, un vómito de insultos y frases que ahora, mientras escribo al respecto, no recuerdo con exactitud. Sé que le dije, en estos o parecidos términos, algo así como:

—¿A quién le venís a decir care’ raja? Tú llegái a la hora del pico todos los días, no trabajái y te adjudicái el trabajo de otros, más encima tratái mal a la gente; care’ raja eris voh’, con-che-tu-ma-dre.

(Probablemente mi lenguaje fue aún más soez y menos articulado en sus ideas.)

Él estaba demasiado impactado por mi arrebato como para contraatacar. Seguía diciendo con un hilo de voz «hueón care’ raja», sumado a: «le voy a decir al jefe».

—Dile al jefe, saco e’ hueás —lo desafiaba yo—, dile no más.

El aire en la oficina estaba espeso, los otros colegas guardaban un silencio sepulcral. Y justo entonces, antes de que el asunto se fuera a las manos, el jefe llegó.

Coxoxo se puso de pie y, sin mirarme, pasó corriendo a mi lado. Yo lo seguí.

Apenas entré a la oficina del jefe, Coxoxo ya le estaba contando su perspectiva del asunto: decía que se encontraba esa mañana trabajando tranquilito —como buen sureño, hacía un uso excesivo del diminutivo en las palabras—, cuando yo empecé a gritonearle de la nada.

No sólo eso: recalcó que yo me había metido en sus papeles, sin su permiso, y que eso no podía ser, que había que respetar el espacio personal de cada funcionario, y en particular del encargado de control y planificación de gestión del departamento.

Con el tiempo aprendí que ese jefe, para bien o para mal, era un tipo pragmático; por lo mismo, ahora entiendo el dejo de incredulidad que tenía en su cara mientras escuchaba la verborrea de Coxoxo. Cuando por fin dejó de hablar, el jefe me preguntó si yo tenía algo que decir al respecto.

—Todo lo que dijo él es cierto —fue lo único que respondí.

El jefe, cansado, suspiró y rápidamente separó aguas: le dijo a Coxoxo que él se quedara con los papeles administrativos, y que yo me quedara con los planos y las especificaciones técnicas del proyecto. Y luego, como si aún estuviéramos en el colegio —y en cierta forma lo estábamos—, remató cual inspector:

—Y ahora dense la mano como buenos compañeros.

Coxoxo y yo nos miramos. Ni uno de los dos atinó a moverse.

Luego él corrió la vista y salió de la oficina.

El encontrón, era inevitable, había agitado el ambiente entre mis colegas. Uno de ellos me dijo que, si bien encontraba que yo tenía razón, hubiera preferido que nos agarráramos a chuchadas en la calle, mientras que otro comentó que qué tanto atado; como no había corrido sangre, la pelea no le parecía válida en ningún caso.

Independiente de los comentarios, al día siguiente Coxoxo y yo preferimos optar por lo sano e ignorarnos. Él, después de pasarme con ademanes afectados los antecedentes técnicos, guardó bajo llave el archivador que yo había armado del proyecto, además de otros documentos que habitualmente tenía sobre su escritorio.

Y no volvimos a dirigirnos la palabra.

 

El placer de odiar

De esto han pasado siete años. Visto en retrospectiva, entiendo lo pendejo de toda la situación. Quiero decir: mi actitud fue pendeja. Con esto no me refiero a que no haya tenido razón en cuanto a mi valoración de Coxoxo, sino a que mi exabrupto estuvo mal, porque el mejor odio es uno elegante; no el que revienta y despotrica a tontas y a locas, sino un odio que, aunque visceral, podemos administrar intelectualmente y que, al expresarlo, se vuelve elocuente en sus argumentos, en su sentido venenoso.

«Hay una gran racha de violencia en cada ser humano», dijo alguna vez Sam Peckinpah. «Si no se canaliza y se entiende, se expresará en guerra o locura», agregó.

Peckinpah, cuya obra cinematográfica está cargada de estallidos sanguinarios de rabia, apuntaba en sus palabras a la importancia de aceptar esta emoción, de reconocer que todos la sentimos y cómo, una vez integrada —saboreada, examinada interiormente—, poseemos la capacidad de determinar cuál es la mejor vía para manifestarla.

¿Y qué pasó finalmente con Coxoxo?

A diferencia de su predecesor, el nuevo jefe tardó sólo un par de meses en darse cuenta de la madera de mi excolega, y en tomar acción al respecto. Un día me preguntó si Coxoxo padecía de algún tipo de enfermedad gástrica. Lo ignoro, le dije. Lo preguntaba, comentó, porque siempre le escribía mensajes al celular donde decía que le dolía la guatita y que, debido a eso, no podía llegar temprano a la oficina.

En otra ocasión, notoriamente molesto, me preguntó si acaso yo sabía que Coxoxo no era realmente ingeniero civil industrial. Le dije que, en efecto, lo sabía. Me preguntó por qué no se lo había dicho antes. Le dije que yo podía ser muchas cosas —un tipo enojón, por ejemplo, que se regodeaba en el placer de odiar—, pero que soplón no era una de ellas.

Lo del falso título fue la gota que rebalsó el vaso. La nueva administración estaba redactando los convenios anuales —de honorarios, para los colegas de la oficina—, y habían pedido la documentación actualizada de cada profesional. Coxoxo, tratando de pasar inadvertido, prolongó hasta el último momento la entrega de sus antecedentes.

Finalmente, cuando se dio cuenta de que, si no entregaba los papeles a tiempo, no recibiría sueldo, le pasó a la secretaria del jefe un certificado de alumno regular.

Resulta que Coxoxo nunca había terminado su carrera de ingeniería y la tenía congelada. No obstante, a pesar de su condición, igual ganaba el sueldo de un ingeniero civil titulado, es decir, un sueldo mayor al de todos nosotros.

Esa misma semana, Coxoxo fue despedido.

Luego, el jefe, en conocimiento ya de su talante, esperó hasta el último momento para hacerlo. Lo echó en la tarde, un poco antes de la hora de salida. Coxoxo fue llamado a su oficina; no tardó en salir con la cara roja —de rabia o vergüenza, no era fácil discernir—. Probablemente de ambas, porque todos sabíamos qué había sucedido, pero, como ya era costumbre en esa oficina, nadie dijo nada.

Minutos después recibimos un mail del jefe. Se titulaba Informa desvinculación, y decía: «Estimados/as, informo a ustedes que, a contar de hoy, C. ha sido desvinculado del equipo. Por favor, si tienen temas pendientes, verlos a la brevedad. Saludos».

A veces, como dice Simenon en Pietr, el letón, se genera una especie de intimidad entre los enemigos. Mutuamente se empeñan en explorar los puntos débiles, tratando de reconstruir los pensamientos del otro, de prever sus menores reacciones.

Y cuando, en extrañas circunstancias, hay momentos de debilidad, se produce entonces la efímera posibilidad de que los enemigos logren conectar mutuamente, a pesar de —o quizás debido a— todas las batallas que han luchado entre sí. Únicamente de esa manera puedo explicarme el hecho de que Coxoxo se haya acercado a mí —y sólo a mí— para contarme de su despido. Aunque, fiel a su costumbre, su relato difería de la realidad.

—Martínez… —me dijo, frente a mi escritorio, parado detrás de la pantalla de mi computador—. Tengo algo que decirte.

Los demás colegas ya se habían ido, sólo quedábamos los dos en la oficina. Mientras miraba su cara, me fijaba de reojo en el mail del jefe, todavía abierto en la pantalla.

—Hoy he renunciado —declaró Coxoxo—. Y quería que lo supieras.

Le pregunté, haciéndome el hueón, qué había pasado. Me dijo que estaba chato, que el puesto le había quedado chico. Sus ambiciones, dijo, eran más grandes que el trabajo que le obligaban a hacer (y mientras él decía eso, yo releía: «C. ha sido desvinculado del equipo»).

Pensé en mostrarle el correo y ponerlo en evidencia ahí mismo. Hazlitt dice en su ensayo que de todo nos cansamos, menos de dejar en ridículo a nuestro adversario y congratularnos de sus deficiencias. Creo que tiene razón. Pero también dice que, muchas veces, sacrificamos las flaquezas humanas en aras de la verdad.

Quizás fue por eso, porque estaba cansado de la magnitud de mi odio hacia él, y tal vez incluso de odiarme a mí mismo (porque de tanto odiar a un tercero acabamos, inevitablemente, odiándonos a nosotros), que en ese instante vi a Coxoxo como lo que realmente era. Y entonces, en vez de mostrarle el correo, me puse de pie y le ofrecí mi mano extendida.

—Yo sé que hemos tenido nuestras diferencias —le dije—, pero eso no significa que no me vaya a despedir de ti.

Coxoxo, por su parte, no esperaba esa reacción: me dio su mano, correspondiendo al apretón, sí, pero luego la retiró bruscamente y se apartó de mi escritorio —sus ojos estaban enrojecidos, brillantes—. Sorbeteando, se pasó el dorso de la mano por los ojos, y luego, con torpeza, trastabillando, retrocedió hasta la puerta de salida. No dijimos nada más.

Yo esperé a que Coxoxo se fuera, y dejé pasar un minuto entero para no tener que bajar las escaleras junto a él, mientras sentía que en la atmósfera de la oficina había quedado flotando, contrario a toda expectativa, la estela melancólica de una guerra aletargada, perdida por ambos bandos.

 

 

 

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José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de Granola (Tres Puntos Ediciones, 2020) y Ceres (Minotauro, 2021).

Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Vive en Frutillar, Chile.

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

José Miguel Martínez

 

 

Imagen destacada: Sam Peckinpah en el set de Pat Garrett y Billy the Kid (1973).