Cuento «Besitos»: Las aventuras de un chileno en la Georgia iracunda

Viajero incansable y un testigo privilegiado de la vida nacional durante los últimos 50 años de nuestra historia republicana, el autor de este relato evoca las andanzas de los hijos de la alta burguesía local que partieron al país del norte en plena fiebre del oro en la California del siglo XIX, o a las obras de Joaquín Edwards Bello y de Luis Alberto Heiremans, que describían la estancia de miembros de la aristocracia santiaguina en un París y una Europa ya desaparecidas.

Por Fernando Valdés Marín

Publicado el 7.6.2019

En aquellos locos años de la hermosa juventud, cruzaba en moto el norte del continente americano. Solía salirme de la carretera principal para adentrarme en caminos campesinos y llevar un viaje más pausado. Campos de algodón y viejos galpones se adornaban con árboles negros por el anochecer. Observé un antiguo avión biplano aparcado en un potrero al costado con altas hierbas ralas que cubrían sus ruedas ya desinfladas, estaba hecho de madera y forrado con lona, al lado de un tractor oxidado que portaba una rastra. Más allá se extendía por el bajo de ese blanco valle un pueblo al que decidí entrar para tomarme una buena taza de café caliente que ansiaba tanto como encender un cigarrillo.

Al entrar me percaté que el viejo pueblo estaba entero construido de madera, parecido a esos pueblos de las películas del far west. Estacioné frente a un bar que estaba abierto y entré decidido. Me percaté en un solo instante que me había metido en las patas de los caballos, pues todos los integrantes eran negros y me clavaron la vista con sorpresa y también con mucho rechazo.

Tenía dos opciones que había que decidir en sólo un segundo y no más. O salir disparado, cosa que me parecía muy peligrosa ya o seguir con mi tranco insolente hacia el interior, que me parecía más aventurado aún. Se trataba de un pueblo campesino de negros cosechadores de algodón en el estado de Georgia que jamás había sido pisado por un blanco. Era una época caliente de racismo donde la ku klux klan había perpetrado varios asesinatos y quemado galpones con cosechas de algodón para amedrentar a los negros.

Tomé el camino del infierno y me adentré con paso seguro, pues no tenía en verdad otra opción, hasta llegar al mesón del bar, sintiendo la intensa presencia de toda esa gente adolorida por la persecución después de la dramática esclavitud que padecieron. Fue tanto el impacto para ellos que cortaron la música de la vitrola para atender mejor a lo que se aproximaba, puesto que no se querían perder ningún detalle. Incluso algunos se pusieron de pie y algo se aproximaron. Así que todos escucharon con claridad que yo le pedía una taza de café a la única mujer del bar y que era quien atendía tras el mesón. Ella era una negra con mejillas empolvadas por colorete, una boca gruesa y exageradamente pintada de rojo que me lanzó como respuesta con una chillona voz estridente:

-Aquí no hay café para los blancos.

-Como usted diga, “Besitos”.

Le respondí en español sin titubear y me di la vuelta para salir tan pronto como llegué. Pero, sentí que me agarraban el brazo izquierdo con fuerza, me volteé y vi a un negro canoso vestido de oscuro que me indicaba una silla con su mano izquierda.

-Siéntese ahí señor, por favor, me dijo con cierta firmeza.

Se trataba de una autoridad del pueblo, sin duda, por su presencia sufrida y porque en sus ojos se adivinaba alguna sabiduría.

Tembloroso, aunque manteniendo la calma me senté en el asiento asignado, observando que los otros comensales me miraban con sorpresa y también con algunas risitas que trataban de disimular poniéndose la mano en la boca o tapándola con el vaso de cerveza. No supe hasta un par de horas después qué era los que les causaba esa risa que ocultaban tan mal.

El anciano de pelo muy blanco me preguntó:

-Y usted, ¿de dónde es?

-De Chile le respondí, pero, comprendí al instante que nadie sabía qué era eso, así que agregué inmediatamente, de Sudamérica. Supuse que esa respuesta podría servir para calmar la tensión de ellos y la mía, tal vez.

El viejo me volvió a inquirir con más tono:

– ¿Y hay negros allá?

-Sí señor, la mitad de la población, mentí para zafar.

– ¿Y cómo los tratan allá?

Sentí que todos aguzaron los sentidos para escuchar la respuesta definitiva de mi parte. Son nuestros hermanos, respondí con claridad, incluso nos casamos unos con otros. Dije sin arrugarme.

El anciano se sobó el mentón diciendo para sí: “Este gil no sabe dónde está parado”. Fue para mí muy fácil adivinar su pensamiento, porque en verdad, lo ocultó muy mal. El viejo entonces, se volcó hacia atrás y ordenó a «Besitos» diciéndole en voz alta, traígale un café al caballero. Luego se puso en la postura anterior y me preguntó:

– ¿Desea algo más, señor?

-No, gracias, le dije con respeto. La verdad señor, es que mi viaje ha sido largo y no me queda más dinero que para la bencina que necesito para llegar a mi distante destino.

Había dicho la verdad por primera vez esa tarde y a partir de ese momento el bar se comenzó a poner más bullicioso y el hielo a derretir, pues habían echado a andar la vitrola otra vez, por fin.

Algunos comenzaron a tocar algunos blues y yo encendí un cigarrillo en esa sala espesa de humo. Se acercó «Besitos» a la mesa y puso un vaso de whisky frente a mí con cierta terquedad.

«Alguien se lo envía», me dijo, manteniendo su fuerte desconfianza y rechazo hacia mí. Yo agradecí sin saber a quién, alzando la mano y una sonrisa a esa gente que comencé a sentir casi como mía y luego de consumir el tabaco con ansiosas bocanadas me paré con más confianza para ir al baño.

En el espejo me observé después de varios días sin saber de mí y vi en él una figura sorprendente y estrafalaria. Tenía la ropa y el rostro negro del petróleo de los camiones de la carretera. Los ojos estaban con una aureola blanca por las gafas protectoras y el sucio pelo parado pues, me había sacado la gorra que portaba de un tirón. No había cascos para motoqueros en aquella época, estos recién aparecieron años más tarde, después de aquella histórica película Buscando mi destino, la que hizo furor haciendo estallar el motociclismo en ese país.

Mientras me lavaba, entendía por qué se reían de mí y también comprendí que esa facha sorprendente fue el punto de contradicción que les causó la idea de que yo no era un blanco normal, a quienes odiaban con toda razón, sino que un loco cualquiera que andaba por ahí y que podía ser más indefenso y por lo mismo más aceptable, quizá.

Al tiempo la gente más entonada por el alcohol hizo que me relajara por fin, hasta que uno de los músicos me preguntó si yo tocaba algún instrumento. Con el entusiasmo del momento, le dije que la guitarra. Me pasaron una, esperando que tocara algo de mi país. Les rasqueteé una cueca cochina la que consideraron muy extraña y probablemente tonta y luego también un par de boleros que les gustaron muchísimo ya que algunos hasta aplaudieron. Eso fue suficiente como para que me incorporaran a ellos sin más y cuando terminaron me ofrecieron un galpón para pasar la cálida y húmeda noche.

Estiré mi saco sobre unos fardos de paja y un par de ratones me acompañaron, también un murciélago que colgaba cabeza abajo desde una viga. A la mañana salí a la calle de tierra y observé que varios niños estaban montados sobre mi moto. Al punto les pregunté si querían un paseo y con inmensa alegría dos se montaron en el estanque, uno se encaramó en mi espalda y dos más se sentaron atrás.

Dimos lentamente la vuelta a la manzana y cuando regresamos al punto de partida, espontáneamente se había formado una fila de nuevos niños esperando también un paseo.

Pensé que la mañana iba a ser larga pero alegre, cosa que hacía con tremendo gusto. Después de varios viajes, los mismos niños se volvían a poner en la fila, esperando la oportunidad de un nuevo paseo. Pero, una señora grande enteramente vestida de impecable blanco me preguntó si quería asistir a la ceremonia en la iglesia, pues era domingo.

El templo estaba completamente pintado de un blanco puro, siendo este el único color que vi en las construcciones de este destartalado pueblo. Primero cantaron unos negros spirituals, cánticos que acompañaban con ritmos característicos y pasos al unísono; cantaron con una fe y un amor que desconocía. Luego varios parroquianos narraron sus experiencias espirituales, las que me parecieron inverosímiles o tal vez estas rarezas habían sido acompañadas por la acción de alguna droga, pero ante la inocencia de esa gente, bien podían ser verdad y que los espíritus se les hacían presentes, sin más. Cosa que nunca supe.

Después el pastor, el mismo viejo canoso que me interrogó en el bar, dio un sermón y se refirió a que muy pronto vendría la catástrofe nuclear y que había que rezar a Dios con toda la fe que diera nuestro corazón. Habló con tal gravedad y lentitud que no podía caber ninguna duda que pronto esto ocurriría. Estábamos en plena guerra fría y así y todo sospeché que el pastor estaba asustando a la gente para aumentar la devoción de sus feligreses.

A la salida del templo adivinaron que yo ya me iba y que no nos volveríamos a ver. Así, un pequeño grupo, los mismos que estaban sentados en la mesa del bar de la noche anterior, se acercó y me dieron un puñado de billetes que habían juntado entre ellos. Yo no podía negarme: eran seis dólares con veinticinco centavos, la mayoría eran monedas. Con el corazón partido los recibí, casi sin decir palabras pues, afortunadamente, no se me ocurría ninguna, en verdad. Algunos en silencio me acompañaron hasta la moto especialmente los niños.

Monté lento el camino de salida el cual casi no veía porque nublaban mi vista las lágrimas que me brotaban abundantes, mientras balbuceaba con torpeza: ¡Dios mío, qué hemos hecho!, ¡Dios mío, qué hemos hecho!

Traté en mi profunda desazón, entonar con dificultad un cántico gregoriano que recordaba y que fue escrito por monjes benedictinos hace más de mil años atrás: “O Sacrum Convivium”, el cual fui extendiendo por el camino hasta el horizonte infinito, mientras la huella polvorienta y adolorida iba quedando para siempre, atrás.

 

Fernando Valdés Marín (9 de junio de 1941) se licenció en filosofía y psicología en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Después hizo estudios de psicología de la imagen en el Lindsey Hopkins, de los Estados Unidos, de psicología evolutiva en el Synthesis Institute of Tokio, en Nueva York, y también se perfeccionó en Arte Zen en el Rajneesh Pooran, de Maharastra, la India.

 

Fernando Valdés Marín

 

 

Imagen destacada: Jack Nicholson, Dennis Hopper, y Peter Fonda en el largometraje de ficción Easy Rider (1969), del realizador estadounidense Dennis Hopper.