“Dibujos de Hiroshima”, de Marcelo Simonetti: Una novela chilena de categoría internacional

El último título del escritor y periodista local (Emecé Editores, 2020) es una ambiciosa obra dramática de ficción, en cuya estructura narrativa de aprendizaje o de iniciación —y que en consecuencia aborda tópicos como el amor, la identidad y la formación emocional de su personaje principal—, por momentos recuerda al Kurt Vonnegut de «Matadero cinco», pese a ciertos detalles un tanto forzados que se rastrean al interior de su trama.

Por Mauricio Embry

Publicado el 21.7.2020

Todavía lo recuerdo. Esas manos tiñéndose de verde, gris, y blanco, hasta volverse casi transparentes. Esa respiración agitada con la que intentaba llenar sus pulmones de un aire que parecía hacerse cada vez más denso, casi sólido, como si estuviese inhalando piedras. Esa mueca de labios torcidos, similar al puchero de una niña rebelde que se niega a aceptar que el juego se ha terminado. Pero, sobre todo, esos enigmáticos ojos mirando al techo, buscando en aquel rosario que colgaba sobre su cabeza encanecida un pasamano en el cual aferrarse para aguantar el choque final. Quizás el mismo pasamanos sobre el que cantaba Sui Generis. Era enero del año 2004 y mi abuela tenía 98 años.

El fallecimiento de un abuelo casi siempre es un hito en la vida de las personas, partiendo por el hecho de que, normalmente, es la primera vez que nos vemos inmersos en la extraña y absurda experiencia de la muerte. Cuesta aceptar que no está más con nosotros y, más raro aún, que no está realmente en ningún otro lugar (eso que llamamos cadáver parece ser solo una burda imitación, una suerte de estatua de cera que replica algunas de sus arrugas y gestos, pero no es más que un envoltorio vacío, sin esa chispa tan única y misteriosa denominada consciencia). Para efectos prácticos, el abuelo ha desaparecido, como si fuera un charco de agua que se evapora de pronto y que esperamos encontrar algún día entre las gotas de una lluvia que nunca llega.

Por supuesto que la relación con cada abuelo puede ser muy distinta. Hay abuelos que viven con nosotros, otros que vemos cada fin de semana, otros que apenas conocimos u otros que nos hubiese gustado conocer. Pero, sea cual sea la situación particular, en la mayoría de los casos, esta relación nos marca de alguna forma. Los abuelos suelen parecer seres de otra época y tener costumbres que pueden considerarse incluso excéntricas para nosotros. Como si fueran los últimos habitantes de un planeta lejano, en blanco y negro, en el que solo suena Gardel y se baila cheek to cheeck. Un planeta sobre el que ellos nos hablan con nostalgia, mientras nosotros miramos hacia arriba, suspirando y a veces, incluso, con una carcajada atrapada en la garganta.

 

La búsqueda de las raíces identitarias

Dibujos de Horishima, de Marcelo Simonetti (Emecé Editores, 2020), es una novela que nos invita a cambiar ese paradigma occidental que desprecia la vejez y adentrarnos en la concepción del respeto a los antepasados que existe en la cultura oriental (en este caso, japonesa).Así, la historia del libro nos cuenta cómo, luego de que su abuelo Ryu muere pronunciando como últimas palabras: “Hiroshima, Hiroshima” (ciudad en la que nació), Yasuhiro Nakata, un estudiante que vive en Valparaíso, se obsesiona con viajar hasta allá y redescubrir sus raíces y las de su abuelo.

Este viaje lo cambiará de manera irreversible, tanto a nivel físico como espiritual, cuando recorra las calles por las que anduvo su abuelo de niño (enormemente cambiadas luego de la bomba atómica lanzada por Estados Unidos en 1945), conozca a un nuevo amor y descubra un gran secreto silenciado por años, el cual removerá toda esa concepción de racionalidad que tenía arraigada y lo llevará a cuestionarse la naturaleza misma del tiempo y de la muerte.

En toda la novela está presente la idea de que los muertos siguen estando ahí, de algún modo, en una dimensión paralela, en los recuerdos de sus descendientes e, incluso, viviendo a través de ellos. Es por esto que Yasuhiro, a instancias de su nuevo amigo, Satoru, disfruta de un plato tradicional de Hiroshima, de esa Hiroshima de antes de la bomba, pensando en su abuelo, logrando que, de un modo u otro, este deguste unas exquisitas albóndigas y viva una experiencia que no alcanzó a vivir, pero que constituía, tal vez, su más grande anhelo: volver a su ciudad natal.

Así también se reúne con Akiko, la nieta de Tadao, que fue un gran amigo de su abuelo, con quien de inmediato tiene una química especial que, sin duda, está vinculada a la relación que tuvieron sus antepasados; y se revuelca en la nieve con la idea de que su abuelo lo esté disfrutando. Es esta presencia de su abuelo la que hace también avanzar la acción del protagonista, como si estuviese poseído por su espíritu.

De hecho, la idea misma del viaje surge luego de que Yasuhiro encuentra una carta de Tadao, en la que menciona un misterio que buscaban descubrir con su abuelo y que constituye la columna vertebral del libro. Como si su abuelo y el de Akiko hubiesen plantado todas las pistas para que sus nietos pudieran resolverlo.

El tópico de la inmigración está también muy presente en este relato, principalmente en la figura del abuelo Ryu, quien en su infancia tuvo que dejar Hiroshima (algunos años antes de la explosión atómica) para irse junto a su familia a vivir a Valparaíso. Allí tuvo que acostumbrarse a un idioma y culturas totalmente nuevos, viviendo una especie de desarraigo que no abandona al personaje durante toda la vida, como puede apreciarse en una de las cartas que le escribe a su amigo Tadao, en la que expresa: “¿Por qué ocurrirá esto, querido Tadao?, ¿por qué no puedo arrancar a Hiroshima de mis recuerdos? No pienses que no me gusta Valparaíso. De hecho, me encanta; su ritmo, su gente, la proximidad del mar, las calles en los cerros hechas para perderse. Su cielo a la hora del crepúsculo. No me canso de contemplarlo y dejar que los minutos pasen sin prisa mientras allá arriba las nubes y el infinito van cambiando de color. Pero hay días en que sigo sintiéndome como si fuera un extraterrestre, como alguien que está viviendo una vida que no le pertenece del todo (…)”.

También se ve este anhelo de regresar cuando Ryu le confiesa a su amigo que iba día por medio al puerto y que se apoyaba en las barandas del malecón no con el fin de ver las lanchas y los barcos, sino para ver algo imposible: que un día cualquiera, desde ahí, pudiera divisar allá a lo lejos la ciudad de Hiroshima. Esto crea en el lector una sensación de melancolía y ternura, que nos obliga a darnos cuenta de que cualquiera de nosotros puede ser inmigrante alguna vez, lo que, en nuestra experiencia como país, quedó de manifiesto con todas aquellas personas que fueron exiliadas durante la dictadura militar, con la fortuna de que muchos países nos abrieron las puertas.

Hoy en día han llegado muchos inmigrantes a nuestro país, por lo que este libro parece una buena forma de reforzar nuestra empatía con lo que ellos tienen que pasar día a día: convivir con otro clima, muchas veces otro idioma y, sobre todo, con los prejuicios tan característicos de los chilenos. Tal vez ellos también, ya sea en el mar, en el cielo o hasta en el fondo de una cajetilla de cigarros vacía, busquen infructuosamente el débil brillo de las luces de aquel país que dejaron atrás.

En este sentido, en el libro se crea un paralelo muy interesante cuando Yasuhiro viaja de Chile a Hiroshima, ya que el protagonista imagina lo que debió sentir su abuelo y su familia cuando hicieron ese mismo viaje al revés. Yasuhiro, al igual como le debió pasar a su abuelo, no entiende lo que le hablan los pasajeros ni sabe casi nada sobre la cultura a la que se enfrentará, lo que lo lleva incluso a compararse con el personaje de Bill Murray en la película Perdidos en Tokio.

 

Marcelo Simonetti

 

Una visión cultural sobre el tiempo y la ficción

En la novela es posible apreciar también una mirada de nuestro país desde la óptica japonesa, lo que sin duda ayuda a remover todo nuestro etnocentrismo y comprender que lo que nos parece raro de una cultura, se debe solo a que no nacimos en ella. Esto se aprecia cuando Akiko le cuenta a Yasuhiro lo que su abuelo Tadao pensaba de Chile: “Mi abuelo decía que en tu tierra la gente no estaba contenta con lo que era. Que siempre estaban aparentando. Que buscaban la felicidad en los grandes almacenes y compraban cosas inservibles en vez de alimentar su espíritu. Que no le gustaban los inmigrantes. Que no creían en Buda. Que no usaban la bicicleta. Que no comían con palitos. Admítelo, vienes de un país de bichos raros”.

Otro elemento importante para el desarrollo de la novela es el tiempo. Así, casi al principio del libro, Yasuhiro visita en Valparaíso a una suerte de médium, de nombre Fabián, quien haciendo constantes referencia a “El perseguidor”, de Cortázar, menciona que el tiempo es como un ascensor en el cual, dentro de la caja, puedes estar en el presente, luego subir al futuro o retroceder al pasado, pero los muertos habitan esa caja, por lo que para ellos no hay ayer, no hay futuro ni presente. El tiempo para los muertos no es lineal, concluye, sino elástico.

Esta idea que esboza este personaje tiene una enorme relevancia tanto en lo que se refiere a la presencia permanente de los muertos (los abuelos de Yasuhiro y de Akiko hablan a través de cartas, símbolos y la intuición de sus propios nietos), así como en ese extraño suceso que uno de los personajes cuenta en la novela: el de unos niños que dibujaron en clases el hongo atómico diez años antes de que cayera la bomba sobre Hiroshima. Este hecho increíble, que hace que cualquier noción de racionalidad se vea seriamente cuestionada, solo podría tener explicación si el tiempo como tal no existe en forma lineal, sino que todo ocurre de modo simultáneo.

Esta concepción del tiempo recuerda a la utilizada en otra novela, Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, en la que, en un tono muy humorístico e irónico, aparecen unos extraterrestres, los tralfamadorianos, que pueden percibir en cuatro dimensiones y existen en todo momento al mismo tiempo, por lo que para ellos un hecho sucedió, siempre ha sucedido y siempre sucederá. De esta forma, y controlado por los tralfamadorianos, Billy Pilgrim, un soldado prisionero de guerra en Dresde, sufre en carne propia el terrible bombardeo a esa ciudad ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial (otro factor que emparenta ambas novelas), mientras su mente viaja al pasado, al presente y al futuro constantemente, lo que sirve, además, como estructura e hilo conductor para la narración. En la novela de Simonetti, los muertos son como los tralfamadorianos. Cabe destacar que en ambas novelas hay también una crítica a actos brutales, cometidos durante la guerra, pero sin caer en lo melodramático o evidente, sino con creatividad, elegancia y una sutileza indiscutible.

El uso del instinto como oposición a la excesiva racionalidad occidental es otro tópico que podemos apreciar en la novela de Simonetti. Así, por ejemplo, Yasuhiro decide viajar a Hiroshima por un acto irracional, impulsivo incluso, del que ni siquiera tiene mucha certeza de su objetivo. Del mismo modo, para lograr entrevistarse con el profesor Sakato, quien puede ayudarlo a resolver el misterio que recorre el libro, sigue la figura de un dragón en un bar en el que, de casualidad, lo encuentra bebiendo.

Curiosamente, dragón en japonés es Ryu, el nombre de su abuelo. De esta manera, podemos apreciar que, para tomar la mayoría de las decisiones que lo llevan al final de su viaje, Yasuhiro sigue las costumbres japonesas, tan opuestas a las del país en el que ha nacido, donde el amor a los antepasados y el empleo de la intuición son las únicas herramientas que le permiten resolver el misterio que tanto le obsesiona.

 

El encuentro del amor

Otro elemento que destaca de la novela es la gran química entre Yasuhiro y Akiko, lo que se aprecia a través de diálogos en los que se deja patente esa tensión sexual que existe entre los personajes. Ella es algo hosca con él al comienzo: su primer comentario es decirle que se lo imaginaba más alto, se burla de él porque su abuelo decía en una carta que su nieto tenía la vitalidad del samurái y ella le dice que parece que la ha perdido, e incluso lo recrimina cuando él le da un beso de agradecimiento en la mejilla. Pero debajo de este aparente rechazo se va tejiendo una relación que, poco a poco, a través del recuerdo de la amistad entre sus abuelos, el interés por resolver el misterio del que estos hablaban en sus cartas y los paseos en bicicleta por Hiroshima, va avanzando de manera muy creíble hasta llegar al único desenlace posible: un gran amor que durará al menos hasta que Yasuhiro regrese a Chile.

Por otra parte, también es muy interesante la importancia que se le da a la escritura en la novela. El libro empieza con un poema sobre la bomba escrito por Sankichi Tōge, un autor que vivió en carne propia los efectos de la explosión, y que Yasuhiro encuentra entre las cosas de su abuelo; Akiko le da lecciones a Yasuhiro sobre cómo escribir haikús, los cuales se transcriben en la propia novela y son uno de los primeros puntos de encuentro entre ambos personajes; y, lo más importante, la escritura constituye el verdadero móvil del viaje del protagonista, según él mismo lo reconoce en un momento de la novela.

De hecho, aunque no hay pista alguna en el libro, por momentos incluso es posible imaginar que el narrador en tercera persona del relato es el propio Yasuhiro, contando su experiencia luego de regresar a Chile. Y es que toda la idea del viaje parte cuando el profesor de universidad de Yasuhiro les comenta que las historias se encuentran en los lugares menos pensados y que hay que habitarlas con intensidad, con los sentidos alertas, conocerlas a fondo, sus rincones, sus grietas, los lugares donde anidan los miedos, los espacios placenteros, sentirlas propias como la habitación en la que crecimos, agregando luego que algunos escriben para descubrir las historias de las que, sin saberlo, forman parte y que solo debemos estar atentos para saber cuándo una de las historias a las que pertenecemos toca a nuestra puerta.

Al viajar a Hiroshima, a Yasuhiro le ocurre exactamente lo que le dijo su profesor tiempo antes: termina averiguando y, suponemos, escribiendo, un hecho increíble, ocurrido muchos años atrás, que forma parte trascendental de la historia universal (como es el bombardeo a Hiroshima), de la historia de su abuelo y, también, de su propia historia.

En el libro se hace uso, además, de forma magistral del recurso de incorporar fragmentos de cartas dentro de la historia, como son aquellas que encuentran Yasuhiro y Akiko y que van dirigidas a una tal “abuela Midori” (en las que se cuenta la vida de una profesora de Hiroshima en los tiempos anteriores al lanzamiento de la bomba), así como en las cartas que se enviaban Ryu y Tadao. Estos elementos son una forma de refrescar el relato, a través de  la aparición de voces diferentes a las del narrador, lo que le da fuerza al relato principal y permite ir llenando las diferentes piezas de ese puzzle que constituye esta novela.

 

La ciudad japonesa de Hiroshima antes del lanzamiento de la bomba atómica en 1945

 

Un texto ambicioso e intimista

Resulta muy llamativo el hecho de que el libro parece beber de varios géneros, lo que lo hace único e inclasificable. Es, por una parte, un relato intimista que habla de las relaciones familiares, el descubrimiento de las raíces y el vínculo entre abuelos y nietos, pero no se conforma solo con eso, ya que el elemento de misterio que rodea el relato, las distintas pistas que se nos van dando poco a poco hasta que llegamos a la revelación final, tienen sin duda alguna un sabor a género policial que es innegable.

Es, asimismo, una bella historia de amor, muy creíble, con personajes magníficamente delineados (sobre todo el personaje de Akiko, a quien, con gran genialidad, se describe físicamente comparándola con la Pequeña Gigante que recorre las calles de Santiago, sin que sea necesario agregar muchos detalles más) y tiene un coqueteo constante con lo fantástico, particularmente en lo que se refiere a la relación con el mundo de los muertos y la conexión que estos tienen con los vivos.

Por último, hay toda una recreación, principalmente a partir de las cartas a la abuela Midori, de la Hiroshima anterior, durante y posterior al lanzamiento de la bomba, lo que lo transforma a su vez en un drama histórico, en el que se aprecia un minucioso trabajo de investigación. Todos estos elementos se entremezclan maravillosamente para crear algo nuevo, lo que demuestra que las clasificaciones son, casi siempre, reduccionistas y no pueden aplicarse a obras tan originales como esta.

Quizás una de las pocas críticas que podrían hacerse a esta obra es que algunas de las pistas que se encuentran los personajes por el camino, y que sirven para la resolución final del misterio, resultan algo forzadas y demasiados convenientes para la trama, sobre todo lo relacionado con el Profesor Sakato, quien, mágicamente, decide de pronto revelar un  secreto que tampoco se logra entender bien por qué quería mantener en reserva, sobre todo luego de haber contado parte del mismo a Yasuhiro varias páginas antes del final.

Y aunque es cierto que ello también puede justificarse por ese elemento fantástico en el que la intuición y las casualidades están de su lado por los deseos de sus abuelos fallecidos, no deja por ello de hacer algo de ruido en el lector. El desenlace, en tanto, se siente también algo precipitado, sin que exista una suerte de compás de espera lo suficientemente extenso que permita reflexionar sobre lo que acabamos de leer, dejando así la sensación de que una vez resuelto el misterio, ya no hay nada más que contar y provocando que el lector quede con ganas de saber más sobre lo que pasó con la relación entre Yasuhiro y Akiko o el regreso del protagonista a Chile.

Pese a estos detalles, Dibujos de Hiroshima es un libro ampliamente recomendable, mezcla de varios géneros, escrito con una prosa fluida e impecable, repleta de personajes memorables, que nos invita a reflexionar sobre nuestra raíces, el vínculo con nuestros antepasados, la muerte, el tiempo y la importancia de la intuición en un mundo occidental gobernado por la razón y lo material.

 

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Mauricio Embry nació en Santiago de Chile (1987). Es abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile y escritor. Desde el año 2014 ha participado en distintos talleres literarios, destacando los cursos impartidos por los escritores Jaime Collyer, Patricio Jara y Leony Marcazzolo. En el año 2016, publicó el cuento «Una cena para Enrique», dentro del libro En picada (editorial La Polla Literaria), que agrupó distintos cuentos de los participantes del taller de Leony Marcazzolo. Entre octubre de 2018 y septiembre de 2019 cursó y aprobó el máster en creación literaria, impartido por la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona, España.

 

«Dibujos de Hiroshima», de Marcelo Simonetti (Emecé Editores, 2020)

 

 

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Mauricio Embry

 

 

Imagen destacada: Marcelo Simonetti.