El primer capítulo de «La trayectoria de los aviones en el aire»: La novela que consagró a Constanza Ternicier

Una de las revelaciones de las letras chilenas del momento entrega el comienzo de su última y aplaudida creación dramática al Diario «Cine y Literatura» (la cual fue publicada inicialmente por Comba en Barcelona -2016-, y en el país reeditada hace unos meses por los Libros del Fuego -2018-), en un título que fue catalogado a través de estas mismas páginas por el crítico Francisco García Mendoza como una riesgosa y seductora: «compleja red narrativa a partir de un único escenario inmóvil». La obra se presentará oficialmente el próximo jueves 4 de abril.

Por Constanza Ternicier

Publicado el 17.3.2019

Abriste un ojo y luego el otro, así como la gente suele abrir los ojos cuando no entiende muy bien qué es lo que está pasando, dónde se ha quedado dormida o a qué lugar ha venido a despertar. Cuando está todo más claro, uno se despierta abriendo los dos ojos al mismo tiempo. Había una cortina celeste cerca de ti, de ésas encargadas de separar los espacios. Todavía no sabías bien de qué o de quién te estaban separando, pero seguro que había muchas de esas cortinitas por toda la sala. Alcanzaste a darte cuenta de que estaban agarradas al biombo con unos ganchos que bien podrían haber sido unos espermatozoides. Te reíste sin ganas de reírte. A pesar de que estabas en una ciudad más bien grisácea y que apenas conocías, la luz del sol estaba enceguecedoramente brillante. Molesta, una luz molesta. Entrecerraste los ojos y, pese a la dificultad, te diste vuelta hacia el otro lado. Ahí estaban las últimas personas con quienes jamás creías que te encontrarías: padre y madre. Pero ellos no estaban solos, no. Había también una enfermera muy bajita con cara de filipina, un doctor oriental que tenía cara de guardar en sí mismo la paciencia del mundo entero y una doctora flaca y alta que tenía cara de nada. Todos inclinaron la cabeza hacia la izquierda y adoptaron la misma expresión mezcla de sorpresa y ternura que la gente suele poner cuando alguien que parecía que nunca iba a despertar finalmente lo hace. Y entonces vino la algarabía, los saltos, el batir de palmas, los abrazos y todas las otras muestras de entusiasmo que pueden existir en el mundo. Y luego un silencio que no explicaba en nada la secuencia de acciones que se habían sucedido al momento en que tú, Amaya Tripet, abriste un ojo y luego el otro. ¿Qué esperaba esa gente? ¿Que fueras tú la que dijera algo, si ni siquiera entendías dónde estabas ni qué hacían tantos tubos rodeándote, como si fueses un parque de diversiones acuático?

«First Breath After Coma». Podría haber estado sonando la canción de Explosions in The Sky en el aire.

Se sucedieron las muestras de cariño, las de los doctores y enfermeros que están acostumbrados a ver a gente morirse y las de unos padres que no están para nada acostumbrados a ver a sus hijos a punto de morirse. Los acostumbrados y los desacostumbrados parecían igual de contentos, unos por vocación y otros por eso que casi todos entendemos como amor filial. «¿¡Despertaste!?», «¡Qué alegría tenerte de vuelta!», «It’s incredible», «We are so grateful», «Nothing is impossible», «Vaya sust hacían ellos ahí? Y primero que nada, ¿qué era ahí? Bueno, tampoco era muy difícil darse cuenta. Unos biombos color celeste y con espermios, una camilla reclinable, quejidos que se escuchaban desde el fondo de la sala, las caras gastadas de las enfermeras y los doctores, el olor de la asepsia, el olor neutro de la higiene moribunda. Era un hospital. En tu país, aunque fuera carísimo, convenía ir a una clínica porque, de lo contrario, era altamente probable que acabaras muriéndote de pobre. La gente en los hospitales se moría de pobre. Pero algo recordabas de tus últimos pasos, estabas casi segura de que te habías ido de tu país. Tal vez en este lugar del mundo no era un disparate ir a un hospital a intentar recuperarse de algo, de algo que nadie terminaba de entender.

De pronto te vinieron un par de flashes que no lograste encajar del todo. Una torre gigante que estaba llena de turistas, una rueda de la fortuna que cambiaba de colores por la noche, un mercado interminable de ropa de segunda mano al que todo el mundo iba con su mejor look, un castillo plantado en el medio de un jardín excesivamente verde y blanco, las tantas veces que casi te atropellaron por no mirar en la dirección correcta, los puestos de fruta que parecían de mentira. Algo te decía que se trataba de dos lugares diferentes que se mezclaban molestos en alguna parte insólita de tu memoria.

Y al final de todo, el mar.

El recuerdo de una ciudad con mar en la que incluso daba un poco de vértigo aterrizar. El roce del mar. La eterna fantasía de vivir lo más cerca posible de una playa sin olas y jamás tan helada como las de tu propio país. Un país donde el mar tenía algo más que agua y peces. Había una historia allá abajo. Y aquí también había una: había empezado en alguno de estos lugares y había terminado aquí, en un hospital con cortinas de espermios.

Desde el fondo del grupo de espectadores entró caminando una mujer muy alta y cadavérica. Tenía el pelo totalmente blanco y las arrugas de la gente que envejece de ese modo tan frío y primermundista como ese que parecía acompañarlos a todos. Menos a tus padres, claro. Se presentó como alemana, pero hablaba perfecto el español. Luego supiste que había estado en unas misiones, medio cristinas, medio socialistas, o quién sabe, en Latinoamérica. Esa gente siempre acaba llevándose la mejor impresión del continente, la pobreza les hace gracia y se sienten muy orgullosos de salir en las mismas fotos con unos niños mocosos y descalzos.

Pero esa era una buena mujer, una mujer escalofriantemente sola, pero una buena mujer. «¿Te acuerdas de algo? Ayúdanos en esto. Todos juntos vamos a ayudarte, pero tú también tienes que ayudarnos a nosotros. Estamos muy felices de tenerte de vuelta. ¿Sabes dónde estás? ¿Sabes cómo se llama este lugar? ¿Sabes por qué tus padres están aquí contigo? ¿Qué es lo último que recuerdas?» Eran bastantes preguntas a la vez, pero sabías que en algún momento podrías responder cada una de ellas. Para la mujer se trataba de preguntas casi retóricas. No esperaba realmente una respuesta.

Le dijo un par de cosas a algunos de tus espectadores, a ésos que entraban en el rubro de «personal médico». Los que entraban en el rubro de «padres de familia», en tanto, decidieron rodear la cama de la supuestamente enferma joven; o sea tú. Se puso uno a cada lado, madre a la izquierda y padre a la derecha, y te tomaron las manos moradas. Respiraban aliviados y repetían una y otra vez que todo iba a estar bien. Eso era lo que siempre habías esperado que te dijeran. Cuántas veces no deseaste con toda tu alma que te abrazara alguien de brazos firmes, te tomara la cabeza minúscula y te dijera con una certeza incorruptible que todo iba a estar bien. Por fin alguien te lo estaba diciendo, y qué mejor que tus mismísimos progenitores. Supiste que te esperaba una larga tarde y te dieron ganas de ir al baño. Te trajeron una silla especial por si querías estar sentada un rato ahí e intentarlo. Nunca en tu vida el concepto de privacidad se había visto tan vulnerado. Luego de pasar un buen rato sentada en esa ridícula silla, te dijeron que mejor te acostaras, que te traerían algo para ponerte sobre la cama por si la digestión empezaba a funcionar. Ibas retrocediendo a pasos agigantados a ese tiempo en que apenas tenías meses y no sabías nada de lo que eran los años.

La cama estaba muy lejos de ser una king size bed, pero era muy cómoda y tenía unas diez posiciones distintas. Podrían acomodarse allí los tres y escoger la mejor, la que mejor le quedara a ese pedazo de familia que había terminado reuniéndose en un lugar tan pulcro y tan seguro de sí mismo como un hospital.

«Tus amigos te trajeron hasta aquí», decía padre. «Atinaron superbién tus amigos, Amaya, ésos son los amigos que valen la pena, no los otros», remataba madre. «Todavía no se sabe muy bien qué es lo que te ocurrió. En estos momentos hay unos exámenes tuyos analizándose en Oxford. Van a tardar unas tres semanas. ¡Mira lo importante que estás! Una de las primeras universidades del mundo. Capaz que después te tengan como un conejillo de indias encerrada en un laboratorio y te paguen por usarte para el progreso de la ciencia. ¡Huuaaaaa! Como esos ratoncitos blancos que llevábamos a la casa. ¿Te acuerdas?», continuaba padre. Claro que te acordabas de esos ratoncitos que, sabías, iban a morir en algún momento, pero no tenías idea de que les pagaran por prestar su cuerpo. Ratones prostitutos. Tu papá, que es veterinario, se había empeñado toda su vida en compararte a ti y a tu hermano con los animales. Bonita comparación. Total, los dos tenían cerebro y, al parecer, ahí estaba el problema. Supusiste que ahí estaba la raíz de todo porque te preguntaron muchas veces, insistentemente, cómo sentías la cabeza, si te dolía en alguna parte, si no estabas acaso mareada o con las sienes abombadas. «Es algo en el cerebro, pero se desconoce la causa, hija mía. Seguro que ya lo vamos a saber, tú tranquila», concluyó madre. ¿Y cuándo se conocen las causas de las cosas? Casi nunca, pensaste. Te entregaste a esa idea. Lo único que te interesaba saber era cuándo podrías regresar a la ciudad que habías dejado, la del mar que daba vértigo, pero no te atrevías a preguntarlo. Te costaba un poco hablar, tu garganta estaba herida por uno de los tantos tubos con los que te habían conectado al mundo exterior. Tal vez era el momento de guardar un poco de silencio.

Era sábado, un día que algunas personas suelen destinar para pasar en familia. Y esta no sería la excepción. Pasaron toda la tarde conversando de una vida entera, como si fuera capaz de resumirse por el hecho de haber comenzado a sentir que las cosas podían terminarse, que de un momento a otro los planes de una persona planificada acababan desmoronándose sin ninguna discreción. Tu pelo debe de haber estado asquerosamente sucio y, si bien no parecía tener ningún olor —la locura lo había neutralizado todo—, no podías entender cómo madre y padre eran capaces de tocarlo por tanto rato. Tal vez era el único espacio que les quedaba libre para hacerte un poco de cariño, porque el resto del cuerpo había sido totalmente intervenido. Curioso que precisamente la cabeza, el lugar donde supuestamente se centraba el problema, estuviese más o menos despejada. Eso sí, todavía tenías las pegatinas de colores que habían usado para enchufarte los miles de cables utilizados en las pruebas. Podrían haber sido chicles de colores que se te habían quedado pegados en el pelo desde que eras niña, o una trampa para que los dedos de esas personas que se empeñaban en hacerte cariño no pudieran despegarse nunca más de allí. Resultaba tan reconfortante tenerlos así de cerca y así de juntos. Ellos también se hacían cariño de cuando en cuando, buscaban un consuelo, se felicitaban, se aliviaban, se miraban cómplices ante cualquier pregunta incómoda. Todavía tenían mucho que contar, pero los doctores les habían pedido discreción. Había que ser prudentes, ir poco a poco. Finalmente, eran ellos los expertos. Genios o asesinos, como dice Bernhard, da lo mismo: expertos sumergidos en el fondo de lo desconocido para encontrar algo nuevo. De lo nuevo, ellos hacían una teoría convincente.

Entonces, más que conversar de lo ocurrido, hablaron de todo lo anterior: de por qué no había venido su hermano con ellos, que estabas dispuesta a pagarle el pasaje, de quiénes eran esos amigos que se habían portado tan bien contigo y qué había pasado con las amigas esas con las que recordabas haber iniciado el viaje desde esa ciudad de la que te sentías tan parte, esa que dolía a amor, de la llamada que habían recibido y cómo habían logrado tomar una avión tan rápido y desde tan lejos, de esos ángeles que contabas con los dedos de una mano y con quienes te habías sentido protegida durante el tiempo, de quién era ese hombre de nombre serbio y por qué razón lo considerabas parte de tu panteón angélico, de cómo lo habías conocido —¿en el aeropuerto de París?—, sí, comenzabas a recordar tu itinerario, que habían hablado cerca de dos horas con él, el tiempo de retraso que tuvo el avión que te llevaría a tu destino casi final, como esa mala película gringa, aunque aquí nadie había anticipado la tragedia, que el hombre ese te había hecho un mapa de esta inmensa ciudad y te había explicado un poco la enredada manera en que funcionaba el metro, aquí llamado Underground y no Subway, porque todo parecía más profundo y socavado en esta parte del mundo, en lo que tus papás estaban de acuerdo, pese a que en los últimos días se habían movido cerca del hospital y habían conocido a una señora muy simpática que se llamaba Wendy —cómo no iba a ser simpática con ese nombre—, que les había invitado a alojarse en el edificio donde se quedaban los funcionarios y los familiares de los pacientes, y entonces casi no habían tomado el famoso Underground, aunque habían pasado unos días de mucho miedo y se habían sentido enterrados en lo más profundo de la tierra, pero de todos modos habían salido a comer por ahí ya que de algo había que alimentarse, y coincidían en que esta era la ciudad más cara del mundo, pese a que en ese barrio más bien proletario había buenas ofertas, porque el proletariado del primer mundo, en fin, tampoco se parecía mucho al del tercero, o al del segundo, y te dijeron que te invitarían a comer sushi a un lugar que ya tenían visto y al que habían ido a tomarse una sopa miso, que estaban adictos a la sopa, contaban, porque era también la opción más barata, claro, y además ese hombre serbio con pintas de ángel también te había contado que hacía Kung Fu y te había regalado un parche para que se lo dieras a tu hermano chico que, por supuesto, tampoco había venido, y padre te preguntó si por alguna casualidad ese hombre te había ofrecido algo para tomar o si te había llevado al baño, y madre lo miró con cara de no vayas tan rápido, no la espantes, y tú sin oírlos les contaste que lo impresionante era que luego, al llegar al departamento de tu amigo, había un señor con el mismo nombre que vivía en el segundo piso, y te había parecido casi kármico, y luego te imaginarías que los sujetadores de tu cama reclinable eran los pisos de ese departamento y que tendrías que romperlos para dar con alguna clave, al igual que habías roto uno de los barrotes del dúplex de tu amigo que, ahora te acordabas, no era en realidad tu amigo, sino el amigo de tu amigo, pero que por esos extraños acontecimientos se había convertido en algo así como uno de los amigos más entrañables que podrías haber llegado a tener.

Todo un día de conversación y aún eras incapaz de echar para fuera la poca comida que llevabas adentro. Te sentías la persona más patética del mundo acostada a medias sobre esa suerte de bacinica. Prácticamente lo único que habías ingerido era un líquido de color morado que estaba inyectado a tus venas.

Estabas en los huesos, raquítica como cuando eras niña y te olvidabas de comer. ¿Qué podías echar para fuera si ya no quedaba nada dentro? Te preguntaste qué hacías en medio de todos esos enfermos terminales. Ahora te enterabas. Estabas nada más ni nada menos que en lo comúnmente conocido como la uci, Intensive Cares en otras palabras, en el lenguaje de allí. «¿Tú sabes cuánta gente sale viva de acá?», te preguntó padre, como para que te sintieras orgullosa de estar en la desviación estándar de las estadísticas.

Hicieron muchas rondas durante el día. Gente de distintos colores y con acentos muy variados venían a preguntarte cómo te encontrabas. Qué lindo acento tienes, te decían como si sirviera de algo.

Si al menos hubieses sido cantante, podría ser una de esas voces femeninas medio sensuales o medio infantiles que apenas cantan, más bien se lamentan. Podría haber funcionado. Bonito acento. Probablemente era lo único lindo que te iba quedando. Te sentías asquerosa. Padre te dijo que él se había ocupado de lavarte los dientes y por lo menos en dos oportunidades te habían hecho aseo general. Pero ¿cuánto maldito tiempo había pasado? ¿Cómo era posible que pasara tanto tiempo en la vida de una persona sin enterarse de nada? Hay enfermedades que solo consumen el espacio. Dejan el tiempo estacionado. Miles de células haciendo de las suyas a espaldas de ti. Padre y madre te decían que no pensaras que estabas loca, que no era así, y que dejaras de preguntárselo a cada una de las personas que iban hasta tu cubículo a saber cómo lo estabas llevando. Siempre le habías tenido pánico a la locura, no había nada a lo que le tuvieras tanto miedo como a la posibilidad inminente de volverte loca. Lejos ya del romántico XIX, instalados de pleno en este siglo, la locura se había vuelto repelente, desgarradora, una lepra. Hay quienes habían hablado de brotes psicóticos como si fuesen expertos en el tema: los otros, los sanos, los cuerdos, los sobrevivientes. Sentados en su pedestal de lucidez, de autocontrol y paz interior. Se creían que una esquizofrenia, por años amenazantes, se había pronunciado al fin. «We will take you to the Neurology’s f loor, no Psychiatry», te decían con los ojos abiertos como huevos fritos. «Do you understand?» Y tú les sonreías con esa mirada complaciente que se te había olvidado por al menos unos días, y pensabas si acaso no se trataba de la misma cosa. Al fin y al cabo el origen, en cualquiera de los dos casos, estaba en una cabeza a punto de reventarse.

No es que estuvieses muy familiarizada con la neurología, pero en el último tiempo ese nombre había ocupado un lugar bastante considerable en tu vida. Él y sus dolores de cabeza crónicos; él y su palidez extrema al despertar, la torre de almohadas que tenía que poner bajo su nuca para poder despegarse de la cama; él y sus infinitas resonancias magnéticas; él y sus antidepresivos, que supuestamente le curarían las cefaleas tensionales; él desfalleciendo en el medio de la multitud; él y la oscuridad. Una pieza oscura, eso era lo que él necesitaba cada vez que le venían las dolencias aquellas. Nadie podía entrar ahí dentro. Eso era. Definitivamente nadie podía entrar ahí dentro, aunque tú hubieses querido seguirlo en la oscuridad y le hubieses cantado esa canción de Death Cab for Cutie, como para consolarlo: «I will follow you into the dark».

Antes de que cayera la tarde, te trasladaron al tan prometido piso de Neurología. Al menos estabas logrando salir airosa de la uci, de ese lugar del que solo un 10 % sale con vida. Lo mejor de todo era que estarías sola en una habitación. Los últimos días habías sido demasiado hostil con el personal del hospital como para que, más encima, te diera por andar insultando a los demás pacientes. Eso te lo habían contado padre y madre. Cualquier cosa que pudiera resultarles divertida y lograra hacerte reír te la habían contado sin discreción. El caso es que te reías de prácticamente todo, casi por inercia. Sin embargo, debían tener ciertos resguardos porque, si bien parecías bastante más cuerda que antes,
nunca se sabía si en cualquier momento te podía venir el delirio nuevamente.

Tus padres eran los más felices con el cambio de habitación. Allí podrían ponerse cómodos, dejar sus cosas en un lugar seguro —los chilenos, en los últimos cuarenta años, habían aprendido bastante sobre la desconfianza—, conectar sus computadores para mandar los reportes correspondientes y traducir cualquier palabra que pudiera pasárseles de largo. Tenían una tv, así que, más encima, podrían matar el tiempo de una manera rápida y eficiente. Un cómodo sillón para dormir cuando hiciera falta y un baño propio. La enorme ventana les recordaba que existía un mundo afuera y que, si bien no iba a detenerse por ellos, seguiría estando disponible para volver a él. No siempre se puede decir lo mismo de los lugares, y mucho menos de las personas. Al menos el mundo, por ahora, no parecía estar fallándole a nadie. O sí. Fallaba tanto en cada esquina, en cada uno de sus rincones ignorados, que ni siquiera se hubiese podido esperar demasiado de él.

Fue triste cuando padre y madre se fueron y te quedaste en esa habitación, todavía algunos tubos colgados de la piel. Ellos estaban preocupados por cómo te encontrarían al día siguiente y lo que más querían era que durmieras un poco, esta vez de manera natural y no inducida. Sin embargo, iban a celebrar de todos modos. Irían a tomarse un whisky, un tequila o algo. Podían elegir el trago que quisieran, porque la ocasión lo ameritaba y porque había suficiente variedad etílica en una ciudad tan cosmopolita como esa, en la que tú, Amaya Tripet, habías venido a enfermarte. Qué más hubieses querido que tomarte una copa, fumarte un cigarro, salir a conversar con alguien; un vagabundo lumpérico, un taxista, un kamikaze o cualquier otro enfermo que hubiese escapado de allí.

Antes de partir, padre y madre te llenaron de besos en la frente, ese lugar donde te besan las personas en las que puedes confiar. Recordabas que el personaje de los dolores de cabeza te había dicho hacía unos días que cuando besas a alguien en la frente es porque la quieres de verdad. Acto seguido, te había dado un beso ahí mismito, en la frente. En el supuesto centro mismo de la confianza.

Padre y madre le rogaron a la enfermera que estuviera muy atenta, porque no podías levantarte de la cama ni podías sacarte el tubo que tenías entre las piernas. Tú, por tu parte, solo querías que mañana fuera otro día, algo completamente ordinario. Qué más se podía pedir.

A unas tres horas de allí en avión estaba él, agazapado en su oscuridad, aunque ya no fuera necesario, porque progresivamente y de manera inesperada sus dolores de cabeza iban desapareciendo junto con los cargantes mareos.

 

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La trayectoria de los aviones en el aire, de Constanza Ternicier: Cuando regresar se hace necesario.

 

Constanza Ternicier (Santiago de Chile, 1985), es escritora y doctora en literatura por la Universitat Autònoma de Barcelona y la Pontificia Universidad Católica de Chile, además de profesora en la Universidad Mayor. En 2018 la editorial venezolana Libros del Fuego reeditó en su país la novela La trayectoria de los aviones en el aire, publicada originalmente en 2016 por la casa impresora catalana Comba. Además, es autora de la novela Hamaca (Minimocomún Ediciones, 2015; y reeditada por Caballo de Troya, en 2017).

 

«La trayectoria de los aviones en el aire», de Constanza Ternicier (en una reedición de Libros del Fuego, Santiago, 2018)

 

 

La presentación de «La trayectoria de los aviones en el aire» estará a cargo de la destacada narradora Andrea Jeftanovic

 

 

La escritora chilena Constanza Ternicier

 

 

Crédito de la imagen destacada: Julieta Feroz.

Crédito de la segunda fotografía a Constanza Ternicier: Glove Party.