[Ensayo] «Belfast»: Las calles de la melancolía

El filme dirigido por el galardonado realizador norirlandés Kenneth Branagh se encuentra nominado a siete premios para la ceremonia de los Oscar que se llevará a cabo el próximo 27 de marzo (incluido el destinado a la mejor película), y está protagonizado por los intérpretes Caitríona Balfe, Judi Dench, Jamie Dornan, Ciarán Hinds, Colin Morgan y el debutante Jude Hill.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 16.3.2022

No vamos a repasar en profundidad la historia secesionista que vivió Irlanda al dividirse en dos hace un siglo. Esa frontera es como cualquier otra: es un duro e infranqueable límite disfrazado de civilidad. Y la civilidad, a su vez, es el modo de disfrazar de libertad a la violencia de un muro impasable.

¿Por qué impasable si en condiciones no bélicas y presentando la documentación correspondiente, uno atraviesa la línea dibujada en el suelo sin problemas? Porque en un mundo redondo es absurdo poner cualquier clase de límite, ya que el “otro lado” del límite se extiende alrededor del mundo, acabando en nuestras propias espaldas.

De modo que el absurdo de la frontera es la barrera impasable y violenta que establece la estupidez humana. Porque la estupidez a escala social e incluso a escala cultural, siempre degenera en alguna forma de violencia.

La estupidez es violenta, y todos sentimos esa violencia tras alguna estupidez… estupidez que todos alguna vez habremos cometido y que nos golpea a través del dolor por haber causado algún daño no querido o por simple vergüenza al haber sido un estúpido.

Pero hay una posibilidad más importante y dañina de la estupidez y es cuando se reviste de valores espirituales y envenena con vanidad a la realidad social y cultural: se trata de la estupidez en acción vana. Una nada que puede destruir, torturar y matar.

Es que en la mente del Hombre, tanto individual como colectivo, la nada es algo que moviliza, atrae…como un abismo, que es una gigantesca nada convocadora de voluntades en constante disposición para la caída. Y sabemos también que las nadas tienen, en su inmaterialidad, la estúpida virtud de no modificarse, de permanecer indiferentes a la evolución de la realidad.

En efecto: la realidad cambia a cada instante, pero la nada, no. Ella es cómodamente estéril y, por lo mismo, totalmente refractaria a cualquier compromiso con lo que la rodea… lo que rodea a la nada y al estúpido que la contempla con vocación de héroe.

La nada es la forma más baja de la perfección y, como toda perfección, es humanamente inútil (como seres imperfectos, necesitamos de los errores para aprender y corregirnos y así mejorarnos), pero en su perfección, la nada seguirá como una ilusión incólume y en su estolidez (en su estúpida solidez) será fácilmente confundible con la verdad…

Y ahí empieza alguien a arrastrar a otros al borde del precipicio y ahí comienzan los individuos y con ellos las sociedades a desbarrancarse sobre las afiladas cuchillas de ideologías autodestructivas que nunca se detendrán mientras la estupidez permanezca.

 

Acariciar heridas

Belfast es una aproximación a todos los fenómenos que involucran ideologías, fanatismos e individuos que se creen dueños de alguna clase de verdad. Y las historias de esta naturaleza se repiten una tras otra a lo largo y ancho de los historia humana.

No se salvan ni los antiguos, ni los contemporáneos, ni los occidentales ni los orientales: nadie está exento de caer en alguna de estas simas de sinsentidos y creer que ha descubierto por fin la Piedra Filosofal que lo hará eterno.

Hasta los gobernantes de las naciones guardan aspiraciones de dioses tras sus escritorios de burócratas y hacen acopio de armamentos durante años porque ya están idiotizados desde hace mucho tiempo atrás con la idea de una guerra, pues convengamos en que la estupidez no es, de hecho, algo inteligente, pero sí muy bien puede ser aviesamente astuta como para establecer estrategias, emboscadas y negociaciones de alto vuelo.

Y podemos detenernos en cualquier punto histórico donde dos o más facciones se hayan enfrentado y ver, en la distancia del tiempo, cuánta energía se desperdicia por nada. Desde guerras mundiales —con bombas atómicas incluidas— hasta hinchadas de fútbol que se enfrentan a la salida de un estadio: la estupidez impera abierta y desnudamente como en un panel extra en el Jardín de las Delicias de El Bosco…

Y tal la convocatoria a uno de estos episodios: Belfast de Kenneth Branagh, estrenada en los EE.UU. en el 2021: un coming of age sencillo, tibio, lleno de triste nostalgia que redondeó un filme prolijo y bien guionado por el propio Branagh.

Aunque candidata a la mejor película del 2021, las críticas adversas hacen su hincapié en una cierta escasa profundidad de las dos caras que se enfrentan en la historia: la de una familia irlandesa de los barrios humildes de Belfast y un conflicto entre católicos y protestantes.

Y tal vez sea cierto: hay escasa profundidad… pero quizás pese en la elección del autor el hecho de que para tener profundidad ya basta con las heridas (Belfast ya lleva contados, desde 1969, más de 3 mil 500 muertos por enfrentamientos).

Así, esa Belfast del 69 significó una crisis que Branagh quiso reconstruir con el menor dolor posible, transformando la herida en caricia, para lo que, resulta evidente, hace más falta una superficie sana que una piel lacerada…

Acariciar heridas, aunque sean las propias, puede resultar inútilmente doloroso.

 

Líneas de paz

Autobiográfica en parte, Belfast trae de la mano a la nostalgia y también a la violenta estupidez que antes mencionáramos.

La película comienza con paneos a todo color de la Belfast actual, pasando por el puerto, por algunas de las legendarias «manors» británicas, por las barriadas obreras —herederas de la Revolución Industrial— y alcanzando unos muros de enclaves más pobres, enfrentamos a uno de ellos donde están dibujados los rostros toscos y hoscos de los icónicos trabajadores de principios del siglo XX.

Finalmente, habiendo trepado el muro, la cámara ingresa al mundo del recuerdo en blanco y negro. Aunque el comienzo y el final —y un tramo de Hace un millón de años, filme del 66 con Raquel Welch— están en colores, la vida profunda transcurre con la fuerza dramática del blanco y negro.

Tras la pared con las caras de los trabajadores y las huellas de viejas peleas, se expande el mundo idílico de niños que juegan, en un viaje de la cámara al compás de Van Morrison, con adultos que fuman en las veredas y amas de casa haciendo sus compras. Pero, súbitamente, la claridad se desvanece y aparece la bestial realidad de la violencia.

La fantasía del niño Buddy —interpretado maravillosamente por Jude Hill en el alter ego de Branagh—, se despliega en sus juegos de caballero andante, armado con espada de madera y como escudo una tapa de la basura, hasta que se levanta ante él una muralla de piedras y de cócteles Molotov.

En los televisores, la serie británica de marionetas Rescate internacional (Thunderbirds) así como la americana Viaje a las estrellas (Star Trek) —que aparece en el filme—, se vivían en el blanco y negro de un mundo exterior de progreso y de cierta lejana esperanza en ese progreso. El hombre llegaba a la luna en ese mismo año y mientras el mundo se abría como una flor en la imaginación del niño, su mundo real se cerraba y oscurecía cada vez más.

En la Belfast actual, se mantienen en alto muchos de los muros que buscaban aislar a las facciones beligerantes, y aún hoy, y tras el acuerdo de paz de Viernes Santo de 1998, muchas familias cercanas a los «muros de paz» —paredes y rejas— se siguen encerrando en sus casas temprano por la tarde para prevenirse de eventuales conflictos.

En aquel mundo tranquilo que recuerda, Branagh colocó a Buddy para que viva su infancia, acompañado por su madre (Caitriona Balfe) y su padre —ausente la mayor parte del tiempo por trabajar en Londres— (Jamie Dornan); su hermano mayor Will (Lewis McAskie) y la afectiva cercanía de sus abuelos, con la brillante y siempre efectiva Judi Dench y un no menor desempeño del legendario actor irlandés Ciarán Hinds.

Conflictos familiares que se centran en el padre ausente por trabajo en Londres y la posibilidad de dejar todo para irse a la capital británica, con los conflictos culturales que ello acarrearía, se suman al miedo por la violencia creciente.

Los personajes jóvenes se muestran como fatalmente arrastrados a pertenecer —o terminar queriendo pertenecer— a las facciones activistas que dominaron el Úlster: tanto la antiquísma «Mano Derecha Roja» como el hoy partido político —y originariamente, sociedad secreta de carácter criminal— Sinn Fein («Todos nosotros»).

La historia de Buddy es construida por Branagh con el afecto y la ternura de quien entiende que se puede sentir nostalgia aun hasta por el dolor sufrido. Porque el dolor y el miedo no podrán separarse del amor a un pasado, a una chica, a los abuelos.

Los hogares se vacían, las familias se fracturan y la de Buddy es una más de ellas. Una película de amor, violencia y derrota moral que denuncia con serenidad la crueldad de la que tuvo que huir. No hay rencor en Belfast, hay, sí, un mensaje de tristeza por todo el tiempo y las vidas que se desperdiciaron.

Belfast quizás tenga lugares comunes y quizás sea superficial en algunos aspectos, pero nuestras vidas —las vidas que se viven, no las que se piensan— están hechas también de superficies: mano, rostro, piel… y también de golpes o caricias.

Quizás la melancólica mirada de Branagh haya buscado ser para él mismo, una superficie amorosa donde pueda descansar el recuerdo doloroso del final de su infancia y que resume en la dedicatoria: «Para los que se quedaron, para los que se fueron y para todos aquellos que se perdieron».

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

“Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Belfast (2021).