[Ensayo] «Chonpen»: El delirio y el nomadismo de Juan José Podestá

El híbrido y original volumen del narrador tocopillano es una invitación cruda, cruel, y también cruenta, a ser espectadores del desastre existencial propio de una migración precaria como lo fue el desplazamiento humano ocurrido en el Norte Grande de Chile durante las últimas décadas, en lo que podría llamarse, en el ámbito de la elegancia estética definida por el autor francés Maurice Blanchot, al modo de: «una escritura del afuera».

Por Javier Agüero Águila

Publicado el 19.9.2022

 

A la intemperie de la violencia

Siempre me ha inquietado este pasaje del evangelio de Juan: “Al principio existía la palabra, y la palabra estaba junto a Dios” (1:1-14). Según sean las traducciones del Nuevo Testamento, “palabra” puede ser reemplazada por “verbo”, pero insistiremos en “palabra” para dar con algún comienzo.

Como sí (e insisto en el como sí que siempre es plagio, adulteración, desplazamiento, diferencia) previo a cualquier desenlace fundamental o balance primero, la palabra fuera el soplo mágico, el polvo esotérico, el éter titular que manda a la banca a Dios mismo; palabra que, como dice Juan, estaba junto a Dios, pero sin perturbarse a sí misma, sin articular ni imaginar su sabotaje, sin inclinarse frente al reflejo de lo inconmensurable. Palabra que no sucumbe frente a la forma inaugural, sino que la impulsa.

Entonces, la palabra no es Dios, tampoco es un anti-Dios, menos buscaría incendiar la creación y abrir el espacio donde “el mal radical”, por traer a Baudrillard, es la ausencia de toda dialéctica, de fronteras, límites, hitos y por consecuencia la destrucción del mundo (La transparence du mal, 1990).

Siguiendo ahora a Jacques Derrida, la palabra joánica sería algo así como una mitología blanca (La mythologie blanche, 1972), una región transparente, radicalmente difusa que antecede a toda metáfora y a su posterior usura —la única condición de posibilidad de la metáfora, en esta línea, es ser violada, expropiada, gastada al máximo en la proliferación infinita del lenguaje. Previo a ella: el blanquecino inasible que se adhiere a todo cuanto pueda ser imaginable sin que pueda alcanzar en nosotros figuración alguna—.

La palabra no es Dios, pero éste sin ella, entendida como metáfora que enchufa corriente a la cultura, no da con ese inevitable paso al más allá de la metafísica que lo sostenga y despunte en la historia.

 

Chonpen, Iquique, el desastre

De alguna forma, lo anterior está presente en Chonpen. Novela, si es que puede ser clasificada como tal, del escritor iquiqueño Juan José Podestá (otro Juan que no es precisamente un redactor de evangelios) de 2022 y publicada por editorial Navaja.

No quiero decir en esta lectura que Podestá (Tocopilla, 1979) nos derive a la imponderable transparencia de aquello que antecede a Dios, pero sí es posible intuir en esta suerte de collage de impresiones y expresiones literarias, una hemorragia de la palabra, una inflación verbal que, en su pretendida desmesura, expresa una voz que inquieta y que repone, como ya ha venido transformándose en tradición, a la literatura nortina como una vanguardia, lateral, pero vanguardia al fin. Con voz propia, enraizada y fetichista —en el mejor de los sentidos de la palabra. La vida sin fetiches sería insoportable, suicidante—. Y este fetiche es el norte, en este caso, Iquique.

El texto asume en esta dirección una serie de riesgos que de no ser Juan Podestá un kamikaze respetuoso de sus propios protocolos, o un planificador de sus propios laberintos, no tendría sentido. Todo se elabora en su escritura sobre una ciénaga oscura que nos indica bifurcaciones estilísticas que van desde las referencias a Wikipedia, pasando por notas periodísticas hasta pasajes que aparecen como pistolas cargadas con balas de calibre grueso.
A modo de ejemplo nada más, es muy interesante la forma en que juega con el nombre de su sórdido héroe y que recorre el libro.

En principio es Chonpen, pero también Champén, Chanpen, Chan-pen, Chánpen, Shánpén, Champem, Siampém, Chanpén, Shanpén, Champen, Siam-penn, entre otros seudónimos que seguramente se me escapan. Este no es simplemente un juego arbitrario, es un recurso que, de estar atentos, revela una suerte de imposibilidad de nombrar, de abreviar en una sola palabra estandarizada aquello que es irrepresentable: el borde, la pobreza, las drogas, el patetismo del margen, una ciudad que se auto infringe múltiples disparos por la espalda, en fin.

Me viene a la memoria al momento de hablar de lo irrepresentable, el texto del filósofo Jean-Luc Nancy La representación prohibida (2012), en el que intenta demostrar que hay cosas que no pueden, justo, representarse y que habitan en el perímetro de lo «monstruoso» (escribirá Derrida, por ejemplo, en el seminario La bestia y el soberano de 2008); es decir sin forma y enajenado de toda figuración, de todo motivo.

Si bien Nancy está pensando en el Holocausto judío y guardando las proporciones, la multitud de desprendimientos que se suceden con el puro nombre «Chonpen», pareciera perseguir una angustiosa transparencia en la que nada puede ser unívocamente dicho, representado, escrito, capturado por el artefacto literario.

Hay algo que siempre resta, que no es potencia, es «impoder», dirá Maurice Blanchot en Le livre à venir (1959). En este caso es ese resto inasimilable que es Chonpen y todo el «desastre» que le va adherido. (Desastre: del latín disastro que quiere decir «sin astros»).

Pienso que Juan Podestá apuesta a todo o nada en esta mano. Si pierde o gana da lo mismo, lo hace con coraje, oficio y talento.

Y entonces la estructura, el argumento, la trama de un texto difícilmente clasificable como decíamos (no hablamos aquí del descubrimiento de la Atlántida, pero el esfuerzo del autor por deambular en formatos distintos, rinde, es honesto y por momentos desconcertante y brillante).

Por eso escribimos collage, o sea un pegoteo. Pero de uno bien pensado, coherente en su tinglado y que intenta explicar —a esta altura ya con solvencia estilística y siendo prudente con los excesos de lenguaje y florería— el sin sentido de vidas caóticas, arrojadas a la tormenta miserable que auspician sus angustias cotidianas.

Haciendo entrar a sus delirios a un equipo de Hollywood que se mimetiza con una ciudad a la que Podestá presenta como decadente, instalada en su propio síndrome de abstinencia y muchas veces agónica, alucinando y reproduciendo al infinito su inmanencia delictual; una ciudad cuyo verbo se ajusta a la nictálope búsqueda de la saciedad y en la que se sabe, al final siempre se sabe, como escribía Jonathan Swift, que: «hay una fiesta en el centro de la nada».

Esto lo muestra bien este notable pasaje en donde se resume, según lo que entiendo, el rictus de una ciudad que en la escritura del autor aparece invertebrada:

«Los ojos alucinados solo miran: un pedacito de vidrio verde estallando en luz que va a perderse en los ojos bovinos. Y sin embargo. Y sin embargo. La felicidad».

El «Y sin embargo» se entromete aquí como una insistencia, como un «pese a todo»; un «Y sin embargo» que es el vaso comunicante con esa pseuda tranquilidad de la post angustia que se retoba permanentemente. Como lo entiende Maurice Blanchot en La escritura del desastre (L’écriture du desastre, 1980): el desastre es sin nosotros. Esto es que cuando todo se derrumba nosotros somos espectadores de la destrucción. El desastre es sin nosotros, pero nos arrastra hacia el momento sublime de la contemplación.

 

Una fiesta en el centro de la nada

Lo que vemos en este trabajo de Podestá podría ser descifrado de esta manera, como un desastre en permanente despliegue.

Sus personajes de cuneta y de oficios depresivos que se mimetizan con la furia fetichista de los actores de Hollywood, es una amenaza siempre ahí, precipitada, loca y que no nos permite confiar en el futuro de una zona que se envuelve y desenvuelve en su ciudad natal, la misma que podría verlo morir si entendemos, de una vez, que el escritor logró algo que es muy difícil: caracterizar a un mundo desde la irreverencia de un lenguaje que no es condescendiente sino brutal, craquelado y advirtiendo siempre que la muerte ni siquiera acecha, sino que es la compañera de ruta, la única «angustiante fidelidad» (Jacques Derrida).

Chonpen es una invitación también cruda, cruel, cruenta, a ser espectadores de este desastre que siempre está por comenzar (o por-venir). Es lo que podría llamarse en el ámbito de la elegancia blanchotiana, una escritura del afuera.

El texto, sin duda, va de menos a más. Pasando de ser solamente el entramado inteligente de una marginalidad precisa para abrirse a momentos literarios y sobre todo poéticos de alto vuelo. Aquí se esconde la decepción, el ultraje de vidas sacrificadas en el corazón de los límites y de los pasos en falso.

Entre muchos, traigo este hermoso trabajo en el que Juan Podestá refleja una condición y una estatura poética que no solo estremece, sino que al mismo tiempo permite intuir, a través del celofán de las palabras, a un escritor que se juega todo, también, en la belleza, porque, «al principio siempre estuvo la palabra»:

«Escenario irrevocable bajo el puente de El Colorado u otro sitio, eriazo o no (…) La reseña sumaria de una multicancha que nadie conoce, la genética viciada de una fábrica que esconde cadáveres aún vivos, que no saben que son carne de humo y alcohol. Cíanpen, Sean Penn y amigos, dobles y reales personajes, comparecen en este teatro aterrador y ominoso, lado b de la vida bancaria, sótano húmedo o consultorio ignorado».

A este pasaje no le falta nada o quizás le sobra todo. Lo que sí es incuestionable, según lo que leo, es que en esa región de senderos múltiples, pero en la que en definitiva todos serán castigados por el delirio colectivo de una ciudad en degeneración constante, el autor entrevé una dimensión poética a la cual no renuncia nunca por más que sus personajes sean carroña eyectada al margen de la no-cultura.

Una belleza poética que sin abdicar del infierno de vidas pesadillezcas, se involucra con el nomadismo de lo que casi no tiene representación, como apuntábamos más arriba.

O en este pasaje del magnífico poema «Pantomima» (que agradezco como lector y que no deja de darme vueltas): «Todo es cosa distinta y de ese artilugio no hay escape (…) Acostúmbrate a ser la opacidad de una lejanía más dichosa».

Desde aquí es que no veo en Juan Podestá una intención por reivindicar el romance —a veces infantil— con el malditismo. Simplemente él no puede escapar de lo que le es su perímetro más cercano, de lo que conoce desde siempre; de aquellas calles, cerros, playas y esquinas de una ciudad que recorrió su infancia, después su juventud y, hasta hoy, su propia madurez como escritor y, por qué no, como sujeto vulnerable.

En este sentido lo que impresiona, entre otras cosas de este libro, es la nitidez para entrar en un poliedro urbano-humano-existencial sin: «los naipes marcados ni los dados cargados», por parafrasear a Rodrigo Lira.

Así, el autor, como un arqueólogo de lo indecible y a veces, de nuevo, de lo irrepresentable, entiende que es la escritura (noble, justa, creativa) la que lo sacará de la pura órbita pulsional transformando ese deseo trunco en escritura identificada, al límite de la redención, pulsando sin cursilería hacia el lugar donde la vida y la muerte no son un juego, tampoco una desgracia en sí, sino más bien el aliento poético fundamental.

Hay un grito que libera, tanto como es posible, a una ciudad de sí misma y que en la escritura de Juan Podestá, si bien no para siempre, le permite a Iquique exorcizar unos cuantos demonios sin por esto abandonar la costumbre ominosa que la soporta. Se sabe algo más de Iquique, del norte, de la condición humana si se quiere, después de haber leído Chonpen.

 

La migración y el pie de página

Claro, también es un relato que se desenvuelve en los pies de página. Puede ser muy arriesgado pero, a mi modo de ver, es donde el libro alcanza una velocidad creativa y una temporalidad en el análisis tan sencillo como profundo, tan foto como etnográfico.

Por supuesto en prosa y sin abandonar un lenguaje llano que permite, a cualquiera, comprender la cotidianeidad bizarra, sufriente, melancólica y desgarrada de los migrantes en el norte (no decimos «inmigrantes» sino «migrantes», en el entendido que esta palabra supone el doble movimiento de salida y de entrada, ambos al mismo tiempo).

En este sentido la narración alcanza un alto nivel de contundencia política, permitiendo entender a la literatura, también, como un oficio preocupado por el mundo, por «lo que pasa» escribiría el filósofo Alain Badiou —ce qui passe—. Insisto, por lo político en el más amplio y extensivo sentido de la palabra.

Hay párrafos hermosos, cargados de melancolía por el desgarro del/la migrante que mira sin cardinalidad a una vida desaparecida al interior de una señalética nueva y desconocida que coloniza su existencia cotidiana despejando la ruta para la clandestinidad, la vulnerabilidad, la discriminación y el desamparo.

Lo que hace Juan Podestá con este poderoso recurso, entre otras muchas interpretaciones que serán, por supuesto, posibles y legítimas, es que nos abre a pensar en la relación que podría darse entre migrante y huella. Esta relación puede parecer obvia, elemental, en el entendido que todo ser humano que se desplaza dejaría una huella física allí por donde camina, por donde pasa.

Sin embargo, no se trata simplemente de la huella que se dibuja en la arena del desierto, de la que queda impresa en la nieve de los pasos cordilleranos, o de la que caligrafían, serpenteando, a modo de estela en el mar, las balsas repletas de seres humanos activados por la desesperación, y que permutan la propia vida por abandonar y llegar, por salir y entrar en favor de una cierta promesa que, por lo general, es traicionada: «(…) nunca se está a la altura de una promesa, siempre se traiciona».(«El otro (autrui) es secreto porque es otro (autre)», Derrida, 2000).

Todo lo que era horizonte de emancipación queda obturado y lo que hereda es hacinamiento, precariedad: campamentos instalados en la plaza Brasil de Iquique. A la intemperie de la violencia.

Lo que señalo es redactado, casi, a modo del diario de un etnólogo, haciendo de Chonpen un acontecimiento literario aún más original y, ya en este punto, con una potencia política incuestionable.

Me quedo con este bellísimo texto del pie de página n° 38:

«Un adolescente haitiano, azul a la luz del sol para los que no están acostumbrados a observar la piel oscura. Recorre la plaza con los brazos muy juntos a su cuerpo, pensativo y melancólico. Vista a media asta. Su cabellera es corta, hirsuta y muy pegada al caballo. ¿Recordará una mañana igual en Puerto Príncipe, cuando intuyó el amor en los ojos de una vecina asomada a la rejilla de esa casa pobre en un barrio pobre?».

No pude sino recordar el poema «Shibboleth», de Paul Celan:

Junto a mis piedras
crecidas bajo el llanto
tras las rejas,
me arrastraron
al medio del mercado,
allá,
donde se iza la bandera, a la que
no he prestado nunca juramento.

Lo que entrega este escritor nortino, particularmente iquiqueño, es una obra intrépida, arriesgada en la búsqueda de una suerte de Santo Grial que siempre se revelará esquivo, inalcanzable.

Y es en este sentido que la literatura de Juan Podestá está en constante (de)construcción, cuestionándose a sí misma y dándonos la sutil, al tiempo que sinuosa, tranquilidad de que siempre y en tanto escritor, podemos esperar algo más, un nomadismo más.

Una migración más.

 

 

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Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8 y académico y director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

Ha escrito los libros Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (París, L’Harmattan, 2019) y junto a Carlos Contreras, el libro colectivo Jacques Derrida: envíos pendientes (Viña del Mar, Cenaltes, 2017).

Ha publicado más de una veintena de artículos en revistas especializadas, capítulos de libros y ha traducido a importantes autores franceses contemporáneos, entre ellos a Jacques Derrida y a Marc Crépon.

 

«Chonpen», de Juan José Podestá (Editorial Navaja, 2022)

 

 

 

Javier Agüero Águila

 

 

Imagen destacada: Juan José Podestá.