[Ensayo] «Costa Brava, Líbano»: De la acción personal y colectiva ante la crisis medioambiental

El filme del realizador libanés Mounia Akl —de reciente estreno en la cartelera española— acaba de obtener el Premio Especial del Jurado en el Festival de Sevilla, e inspirado en la gran explosión química que asoló al puerto de Beirut a principios de 2020, se trata de un logrado drama familiar.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 13.6.2022

«El mundo cae delante nuestro, los paisajes se destruyen y continuamos sin hacer nada para evitarlo. Y aunque sea cierto, y que hay una parte tristemente irreversible en este proceso, también hay una parte que podemos arreglar, y por eso vale la pena seguir luchando».
Mounia Akl

Prometedora ópera prima la de la realizadora libanesa quien coescribe el guion junto a la catalana Clara Roquet. La película es una excelente ficción en torno a una familia comprometida con la causa medioambientalista y la justicia social, una historia que es denuncia a la nefasta gestión política del Líbano cuya profunda crisis económica y social se ahonda más y más en su encadenar gobiernos corruptos.

Paralelamente Costa Brava, Líbano nos ofrece un rico retrato humano de la familia protagonista que invita a la reflexión, en especial a darse cuenta de que el modo de ser y entender paterno —por muy loable que sea— no puede ni debe imponerse a los hijos.

Todo ello expuesto con una mirada empática que apuesta por la esperanza «a pesar de tanto» tal y como apunta la realizadora en la cita del encabezado, cita extraída de la entrevista que concediera al periódico catalán Ara.

Y comenta además que el título de la obra evoca a la bella región libanesa conocida como Costa Brava por su parecido a la homónima catalana. Una región que lamentablemente ha acabado convirtiéndose en vertedero de todo tipo de residuos y que para Akl es la imagen de la realidad que la película denuncia: «El Líbano, un país que destruye belleza».

Pero también —entiendo— un país que crea belleza gracias a algunas de sus gentes, tal es el caso de esta comprometida película que es luz artística en la negrura de la desidia y de la desfachatez humana.

Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

La fuerza del arte

Es una obra artística la que precisamente abre la película, concretamente una gran estatua que es transportada desde el puerto de Beirut al escenario principal de la obra.

En esa estatua retratada, la fuerza del arte —el arte escultórico y el arte cinematográfico— que está en la estética y más aún en el mensaje que contiene. Porque en ese mostrar artístico se simboliza la corrupción política del país:

La escultura es la del nefasto presidente de turno a quien veremos junto a su efigie plantada en una propagandística «planta de reciclaje» que en realidad será un nuevo vertedero contaminante. Él la inaugura con toda pompa y su discurso es el de la gran mentira que encarna impunemente.

Y no es casual que la estatua se cargue en el puerto beirutí, allí tuvo lugar en el verano de 2020 una terrible explosión que causó más de 200 muertes. Las autoridades políticas libanesas prometieron una investigación rápida pero en ningún caso ha sido así.

Todo lo contrario, vergonzosamente han bloqueado y paralizado la acción de la justicia para evitar asumir sus enormes responsabilidades. Y es que como Amnistía Internacional denuncia se sabe que las autoridades judiciales, aduaneras, militares y de seguridad libanesas habían advertido durante años a los sucesivos gobiernos de la peligrosa acumulación de productos químicos explosivos en el puerto.

Triste y terrible realidad de un país a la deriva por la cruel desfachatez de sus gobernantes.

 

Utopía y dinámicas familiares

Ese vergonzoso vertedero está ubicado justo al lado de la finca de la familia protagonista. Una familia atípica que vive en la montaña apartada de la vorágine beirutí.

Viven en su mundo utópico, un particular paraíso ecológico autosuficiente construido por Walid (Saleh Bakri) y Souraya (interpretada por la polifacética Nadine Labaki) ambos activistas comprometidos que optaron por el aislamiento tras las duras vivencias sufridas en su valerosa lucha juvenil por la causa medioambiental.

En ese mundo naturalista y austero han crecido sus dos hijas, la adolescente Tala (Nadia Charbel) y la pequeña Rim (Ceana Restom, naturalmente excelente). Y en ese mundo también convive sin entusiasmo la abuela paterna.

Un mundo ideal (para los padres) que de la noche a la mañana deja de serlo por la construcción de la falsa planta de reciclaje.

Y esos dos mundos antagónicos vecinos conformarán el escenario principal de la película, un escenario que fue aparente paz siendo uno y será aflorar guerra en el dos impostado.

Porque en el proceso de lucha por parar esa nueva atrocidad gubernamental se desencadenará una lucha interna familiar en la que se evidenciarán las sombras paternas —especialmente las del padre que es el más radical de la pareja— que hasta entonces las hijas y la abuela en mayor o menor medida habían tolerado.

Una abuela que en la crisis catártica familiar calificará a su hijo como dictador por su férreo control total, un entender que también comparte Souraya quien lo cuestionará con un contundente: «¿quién te ha pedido que nos protejas?, estamos atrapadas».

Y en esa guerra aflorada, la hija adolescente es quien más cuestiona el modo de vida radicalizado del padre, ella es la que más sufre el aislamiento y las normas restrictivas impuestas como la limitación en el uso de dispositivos electrónicos.

Tala arde en deseo y se lanza desesperada a por uno de los operarios del vertedero, es brillante la escena en la que la vemos fascinada —indiferente a la lucha paterna— contemplando el gran fuego de las basuras nunca recicladas.

Por el contrario la pequeña Rim —muy cercana al padre— está totalmente entregada a la causa. Conmueve su estremecerse en dolor y terror ante el estruendo de las excavadoras arrasando árboles —arrasando la belleza natural libanesa— en los preparativos de la «planta de reciclaje».

Y será Rim la que logrará que el conflicto familiar no acabe en ruptura. La niña permanece junto a su padre cuando las demás lo abandonan para regresar a la «civilización». Pero, al comprobar que este persiste en anteponer sus ideales e ideas a las de los demás, decide marchar sola de madrugada rumbo a la ciudad.

Y esa sentida deserción hace reaccionar a Walid quien abandona la utopía para abrazar la realidad recogiendo a la niña para regresar con la familia y construir una vida consensuada con todas que —se entiende— será lucha activa pero no aislamiento ni imposición.

En este sentido Akl señala que ese retorno lo entiende: «no como una derrota sino en la voluntad de trabajar en sociedad y no aislarse radicalmente».

Y añade que: «Los conflictos de la familia pretenden reflejar los de los ciudadanos libaneses en la actualidad: si me quedo, si marcho, si emigro, si lucho…».

Esa extrapolación entiendo que da mayor profundidad y valor (si cabe) a una obra con voluntad pedagógica, con voluntad de concientización social ante un problema que afecta a un país concreto pero que sabemos es mundial.

 

Del mercadeo medioambiental y la esperanza

La película denuncia la corrupción gubernamental del Líbano poniendo el foco en su desastrosa política medioambiental.

Pero lamentablemente esa realidad es la de demasiados países —algunos muy poderosos y con muchos más habitantes— que contaminan y degradan el medioambiente sin prácticamente control alguno.

Son décadas de cumbres del clima con acuerdos mínimos que postergan decisiones necesarias y favorecen mercadeos medioambientales en los cuales los países ricos contaminantes «compran» cuotas a otros pobres y en consecuencia menos contaminantes, los famosos «derechos de emisión».

Y también es tristemente frecuente el envío de materiales reciclables entre países con los mismos criterios de dominación económica. Es el caso de la basura electrónica europea que se envía a África, Asia y a diversos países del este europeo.

Mucho, muchísimo por hacer en todo el mundo. Sin duda como afirma la realizadora libanesa llegamos tarde para demasiados desequilibrios medioambientales pero sigue en nuestras manos la posibilidad de arreglar y mejorar muchos otros, en sus palabras: «por eso vale la pena seguir luchando y no perder nunca la esperanza».

 

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Costa Brava, Líbano (2021).