[Ensayo] «Cuentos rurales»: La invención de un paisaje afectivo

En la literatura chilena del siglo XX el desaparecido escritor Manuel Rojas es el padre rebelde, el faro de luz que invita a enfrentar la tragicomedia existencial del ser humano en un renovada cartografía nacional, la que al decir del narrador Marcelo Mellado, se construye a partir de un saber peatonal, de la huella del viajero y también de su travesía geográfica y síquica.

Por Claudio A. Maldonado Maldonado

Publicado el 31.10.2023

En 1962, el escritor y crítico literario Fernando Alegría publica, por editorial Zig-Zag, Las fronteras del realismo. El libro consta de acuciosas reflexiones sobre el estado de la literatura nacional del siglo XX, destacando a las generaciones anteriores que la forjaron, analizando a los exponentes más representativos y esperando con ilusión, que esa pugna de culturas que lleva el chileno, se armonice y traduzca en una sola voz hispanoamericana.

Alegría, en el texto inicial titulado La prosa, señala con elocuencia: «¿Por qué vivimos de una leyenda y rehusamos identificarnos tales como somos hoy? Esta es entonces la respuesta más directa: busco lo chileno en lo humano, no en lo circunstancial del paisaje».

Al correr de las páginas, luego de mostrar la importancia de Baldomero Lillo, presentar una semblanza de los Tolstoyanos chilenos y del humor de González Vera, el crítico ensaya sobre la figura de Manuel Rojas Sepúlveda (1896 – 1973) y su trascendentalismo.

Mientras está enfrascado en ejemplificar, con fragmentos de entrevistas, las formas que Rojas tiene para concebir sus creaciones, de súbito se aparta del tema y vuelve a su conflicto inicial: «¿O será necesario falsear nuestra realidad, evadirse de lo inmediato, e inventar lo que no existe y algo más? (…) Y, por fin, ¿tienen alguna importancia nuestro paisaje, nuestro color, los hombres y los hábitos de nuestra tierra?».

La dicotomía de construir la ficción nacional al amparo de lo meramente local o a través de una universalidad sicosocial, es una discusión que fácilmente la podríamos imaginar como superada ya en ese tiempo.

Sin embargo, para Fernando Alegría y todos sus compañeros y compañeras de la Generación de 1938 (Nicomedes Guzmán, Andrés Sabella, Francisco Coloane, entre otros) es una problemática que los insta a tomar una posición de guerrilla en contra de todo lo nacido bajo las normas hegemónicas del costumbrismo español, que luego deviene en criollismo y en diversas vertientes naturalistas.

Para esa generación (y las que luego vendrán) Manuel Rojas es el padre rebelde, el faro de luz que los invita a enfrentar la tragicomedia existencial del ser humano en un renovado paisaje chileno, que, al decir del escritor Marcelo Mellado, se construye a partir de un saber peatonal, de la huella del viajero y su travesía geográfica y síquica.

A partir de esta suerte de trizadura Manuel Rojas instala el paisaje narrativo ficcional, donde intentaré dar cuenta de algunos aspectos que conforman el espacio rural en estos ocho cuentos seleccionados, una ruralidad que se expande más allá de las locaciones clásicas y que muchas veces resulta el extravío y el encuentro de una verdad final para el mundo de sus protagonistas.

 

Ciudad traicionera

Gran parte de los cuentos presentados en esta selección se publican en un periodo aproximado de diez años, entre la segunda mitad de los años 20 y la medianía de la década del 30. Es un punto a considerar, para comprender el contexto social por el que atraviesa el país.

La emigración en masa, de gente que vive en los sectores rurales hacia los grandes centros urbanos, resulta explosiva. Muchos quieren escapar de las condiciones de vida miserables de las haciendas y también de la pauperización de los pueblos desperdigados por el Valle Central, la Cordillera de la Costa, el litoral y la Cordillera de los Andes.

Es sobre este éxodo donde Manuel Rojas funda las proyecciones de vida de sus protagonistas. El peregrinaje traza sus destinos y derroteros. Una fuerza que invita al sujeto a un futuro mejor que ser por siempre ese esclavo miserable que reportea Tancredo Pinochet en 1916 en el polémico Inquilinos en la hacienda de Su Excelencia.

Pese a las esperanzas de un mejor nivel de vida, la pobreza de la ruralidad no es bienvenida en las capitales, relegando a estos grupos a conventillos y zonas marginales, donde florecen como espinos las poblaciones callampas a orillas de las vías del tren. Parece una condena.

Así, para los sectores más conservadores de la oligarquía estos huasamacos, ermitaños o indios ya no son tan pintorescos ni tan simpáticos como cuando los veían en sus estancias veraniegas. El folklore dio paso al realismo y ahora son el foco de la nueva delincuencia, el alcoholismo y las bajas costumbres sexuales.

Para otros sectores más progresistas este sentimiento se disfraza de preocupación social, pero en el fondo esta masa igual es una gran suma de nuevos votos electorales. Muchos personajes de Rojas caen en esta travesía capitalina y viven el desconsuelo, sin embargo, una mirada vitalista y combativa (derivada quizás de la construcción ideológica anarquista del autor) los hace querer escapar.

¿Pero adónde ir? ¿Cómo no volver a ese punto original? Es aquí cuando aparece, por ejemplo, la figura de don Leiva, protagonista de El bonete maulino, figura pícara provinciana que en otros cuentos se replica y reencarna a su manera en personajes como Francisco Garrido, el maestro Córdova, Segundo Segovia y Aniceto Hevia.

Todos ellos interpretan la identidad de un pueblo indómito y ancestral que no se deja absorber por el poder, pese a las cicatrices de su abuso. Don Leiva, en su juventud, tiene la oportunidad de forjarse una buena vida en el gran Santiago, pero su carácter festivo lo hace fracasar y volver humillado al cerril Talca, donde intenta ser feliz con la juerga y luego con el matrimonio.

Pero los años pasan y las penurias no lo dejan de habitar. Llega al extremo por zafar, lo logra, pero el costo es ahora esconderse en ese Santiago que alguna vez lo rechazó. La historia se repite, pero don Leiva ya no es joven. Pasan los años, vuelve a Talca nuevamente.

La llegada de don Leiva se podría sintetizar en estos dos últimos versos del poema «Se te advirtió que tengas cuidado» del poeta Bernardo Colipán: «Nunca se olvidará el día que volviste al campo / de tu rostro pálido resbaló una lágrima de alquitrán».

 

Peón, gañán y proleta

En sus inicios a Manuel Rojas se le asocia con la corriente del criollismo de Augusto D’Halmar, Salvador Reyes y Mariano Latorre. Esta vinculación (gatillada quizás por la estética de sus primeros cuentos) es dada por el impulso de romper con ese paisaje rural de donde sólo emana vida pura, calma y ocio feliz.

En las primeras décadas del siglo el mundo parece derrumbarse y esa pastoral chilena, sostenida durante un par de siglos, requiere de una revisión suspicaz. Así emerge una suerte de contra pastoral, donde los personajes del campo, de la montaña, o los cerros costeros conviven con ambientes hostiles, agrestes y contenedores de una lucha brutal en el ejercicio de la supervivencia. El desafío está ahí, en esos páramos olvidados, donde no llegan las noticias de la civilización.

Y aunque este sello criollista en Manuel Rojas es relevante, también es muy primario, pues los cuentos rurales del autor adquieren tres nuevas dimensiones que lo desmarcan de la didáctica cognitiva de Mariano Latorre.

La primera es su negación al naturalismo, donde el paisaje no sobrepasa al ser humano ni lo somete necesariamente a convertirse en un esperpento legendario o mitológico.

Después, la segunda es una ruralidad que no arrastra a los personajes a ser una entelequia inefable de chilenidad pura, no se hace necesario describir, punto a punto, la geografía de un yacimiento de oro en Putú, o dar cuenta de todos los rasgos físicos y sicológicos de un carrilano para representar una identidad acabada nacional.

Los rasgos de la chilenidad también se extrapolan a personajes que pueden ser argentinos, europeos o mapuches. La tercera dimensión (y la más relevante en ese golpe de timón que Manuel Rojas le da al espacio rural) es la creación de un personaje que nace del peón y el gañán. Este último, también llamado torrante, nace de las masas vagabundas que surgen en el siglo XVII y que son forzadas a trabajar incluso bajo peores condiciones que las del inquilino ya asentado en un fundo.

El gañán, entonces, muchas veces se niega al trabajo y sólo quiere libertad. Es ahí donde las clases más acomodadas le achacan todas las penas y vicios del ocioso delincuente que quiere que todo se lo den. El historiador Gabriel Salazar señala que el gañán desapareció en el Maule en los 30 del siglo pasado, a diferencia del peón que siguió el curso de su existencia como pequeño y mediano labrador. Salazar asevera que la sociedad chilena nunca le dio un espacio donde reconocer su dignidad.

¿Qué queda entonces de ese torrante? La respuesta primera es que de ese gañán nace el proleta urbano, tan bien caracterizado en novelas magistrales como La sangre y la esperanza de Nicomedes Guzmán o Eloy de Carlos Droguett.

Por otra parte, Manuel Rojas instala a sus personajes en territorios donde muchas veces son llevados a la errancia y la destrucción. Sin embargo, una altivez moral en la conformación ética de esos seres castigados, los hace alejarse del arquetipo del gañán oprimido y también de ese sujeto proletario que devela su tragedia con una bandera discursiva de crítica social.

Los personajes de los cuentos de Manuel Rojas, fundamentalmente sus protagonistas, son individuos de acción, que a través de su experiencia han logrado conformar un conjunto de creencias sobre el valor de la libertad, el compromiso con el compañero de trabajo, y el respeto por el oficio aprendido. Es así, como en el cuento El hombre de los ojos azules se puede ver cómo estos personajes le otorgan al espacio rural una nueva significación valórica y vitalista.

Hay tres personajes que simbolizan a este nuevo ser libertario creado por Rojas: el argentino Martín de Misiones, el chileno nortino Juan Puelche y el indio Mariluán de Pillanlelbún. Pese a la fiebre del oro y a la contienda con sus antagonistas este trío de cuatreros logra humanizar la vida en la cordillera.

Pareciera que en esta mortal misión por ser ricos hay algo más que ambición, hay un deseo por conformar una familia, por ser dueños de un pequeño rancho, por tomarse una caña en un boliche sin temor.

En Tres alemanes y un chileno, un cuento que se puede leer como un spin-off del clásico El vaso de leche, un muchacho llega a un fundo en busca de trabajo.

Le dice al patrón, sinceramente, que no tiene la menor idea de las cosas del campo, pero que en algo puede servir. El patrón no entiende nada. El joven le explica en detalles lo que él es, y quizás lo que siempre será: un hombre de mar. Hay un reconocimiento en la hidalguía del muchacho. Contrario a todo lo que se puede creer, el hombre abre el portón.

 

La memoria del taita y del guaina

Grínor Rojo, académico y crítico literario, señala que un hallazgo central en la poética de Manuel Rojas es la garantía biográfica, es decir, la virtud de autoridad que da el haber vivido lo que se cuenta, o el haber conocido muy bien a los que vivieron esa experiencia. En síntesis: la garantía biográfica les imprime a los relatos el sello de algo verdadero que lo valida ante el lector.

Dicho esto, es necesario indagar en esos personajes rurales que dan cuenta de su devenir y cómo esa autoridad incide en el imaginario de otros actantes que cumplen el rol de receptores dentro del espacio rural ficcionado.

El colocolo comienza en el fogón de la casa de José Manuel, en el Fundo los Perales. El dueño de casa espera a su invitado Vicente. La oralidad folk campesina es el motor de la conversación. Se cuentan leyendas sobre presencias terroríficas y el invitado pone en cuestión al anfitrión. Es ahí cuando don José Manuel da cuenta de la muerte de su padre por el colocolo.

Los detalles del relato son precisos y surten a este narrador de datos que Manuel Rojas tiene desde sus fuentes biográficas familiares. La madre de Rojas nace en Talca, y de acuerdo a entrevistas que este dio, escribió este cuento por algo que alguna vez escuchó de ella y también por el conocimiento de las leyendas y mitos desperdigados por la zona: El cochero sin cabeza, la Colua, la Llorona o el Tue Tue.

José Manuel relata que, siendo un adolescente, viviendo en Talca, en el sector de la estación de trenes, su padre toma la decisión de mudarse a una vieja casona de adobe, cerca del presidio. Una viejecilla le advierte al padre que la casa tiene colocolo, pero este se burla y no toma en cuenta la advertencia.

El horror y la muerte es descrita con precisión por el narrador. El invitado se despide achispado por tanto vino caliente y monta su caballo. Es de noche y el camino es una boca de lobo. Vicente no cree en cosas raras, pero algo le ha quedado de los sucesos contados por su compadre, que más sabe por viejo que por diablo. Mientras galopa, una luz brillante lo mira de reojo.

Por otra parte, en el cuento El niño y el choroy una voz omnisciente narra un suceso familiar propio de la vida campesina. Un padre, mientras trabaja su tierra, mira la llegada de los choroyes. Decenas de loros se posan en las copas de los árboles de los ranchos.

Es tiempo de escasez, les dice a sus dos hijos, que entienden que se viene el tiempo de la caza. El más pequeño sufre una cruel mordida que casi le destroza el dedo. El pájaro está herido y el padre y el hijo mayor impiden la venganza del pequeño. El choroy termina convirtiéndose en la mascota de aquel tiempo, pese a no tener gracia y recibir de cuando en vez alguna patada rencorosa.

¿Contará el niño la experiencia, cuando ya de adulto esté frente a algún fogón familiar? ¿Surtirá a esa anécdota de invenciones fantasmales cuando muestre la cicatriz? ¿O será sólo un recuerdo borroso ese vuelo de pájaros perdidos?

 

La luz que persiguieron fue un candil

En los apartados anteriores se hace mención a la marca que la capital deja en los personajes de los cuentos de Manuel Rojas. Quizás habría que indagar también en la huella que queda en estos seres cuando retornan o por vez primera conocen el espacio rural, descubriendo ahí algún tipo de verdad, que, al decir de Borges, les termina mostrando quiénes son realmente en este mundo.

Así, en el caso del retorno aparece la figura del bandido que, a pesar de mostrar un perfil avasallador, denota rasgos que lo desmarcan de la caricatura del malvado de una sola cara. Ser un maleante es una opción de vida y en sus correrías, el hecho de mimetizarse en las montañas o en los campos constituye un espacio de liberación. No tienen nada que perder, ni terreno, ni fortuna. Huyen de la venganza, de algún asesinato o de pagar condena en calabozo por alguna estafa.

En el cuento Bandidos en los caminos, Pancho el Largo y el Guaso Blanco Encalada son dos amigos que se juntan, después de un tiroteo que casi los mata, en el norte. Van camino al sur. Necesitan efectivo y planean un asalto en la casa de un hombre rico perdido en un pueblo.

Más allá de la suerte en esta acción, los dos sólo quieren un espacio de calma en la llanura: «Galoparon durante un largo rato, contentos de encontrarse en la soledad del campo, lejos de la ciudad, libres, sin temor a la policía ni a nadie».

Como lector, a través de esta imagen recuerdo un verso del poema «Algo te identifica» de César Vallejo:

¡Alejarse! ¡Quedarse! ¡Volver!

¡Partir! Toda la mecánica social cabe en estas palabras.

Por otra parte, el hallazgo o el primer acercamiento de los personajes con la crudeza de lo rural lo podemos encontrar en los cuentos El rancho en la montaña y Oro en el sur.

En la primera ficción, Floridor Carmona, un campesino comerciante, ya entrado en años, vive con su esposa en un rancho de la precordillera. Su vida transcurre en la monotonía del viento y las heladas andinas, hasta que un rayo emprendedor lo fulmina, llevándolo a arrendar un rancho cochambroso en las alturas de una meseta cordillerana. Su deseo es montar un emporio y venderle sus productos a los arrieros y paisanos que aventuran por esas rutas.

Aquel negocio parece funcionar, pero en esos pagos circula la realidad de bandidos, cuatreros y policías corruptos, un panorama que desarma el espíritu de Floridor, que ya en sus años viejos le ha tocado abrir los ojos.

Una situación similar ocurre en Oro en el sur, ficción que evoca a los imaginarios que décadas más tarde creará el narrador Óscar Bustamante Urcelay, que da cuenta de esos hombres maulinos enfrascados en la extracción de oro, en zonas como Santa Rosa de Lavaderos o en Putú.

Es en esta última localidad donde transcurren los hechos del cuento de Rojas. Un padre acomodado (y dado más a los trámites del arte y a los salones culturales talquinos que al trabajo duro) manda a sus hijos a Putú a buscar alguna veta de oro.

Llegan a Constitución, atraviesan el mar en balsa y se encuentran con miles de pirquineros afiebrados por rentar alguna lonja de tierra. Entre la multitud son empujados, absorbidos por el gentío, sofocados por la presión que impone la masa. Cuando logran escapar por las calles los hermanos se han vuelto sombríos, les han robado las esperanzas, el valor y los caballos.

Es así, como el retorno y el hallazgo de lo rural suele ser esa luz que alumbra un nuevo espacio, un paraíso que para Rojas supera las fronteras, en una alta conciencia de la dignidad, en una trascendencia proyectada en sus personajes y ambientes, con un amor total y libertario.

 

 

 

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Claudio A. Maldonado Maldonado (1977) es profesor de castellano y magíster en pedagogía universitaria en la ciudad de Temuco. Escritor y editor, imparte clases y talleres de literatura y lenguaje en universidades de la región del Maule. Autor de Santo sudaca (2008) y Piel de gallina (2013).

 

«Cuentos rurales», de Manuel Rojas (Ediciones Universidad Católica del Maule, 2022)

 

 

 

Claudio Maldonado Maldonado

 

 

Imagen destacada: Manuel Rojas.