[Ensayo] «No queremos cazar la noche»: El misterio de la finitud

La autora peruana Carolina O. Fernández invoca en este libro a las ausentes y a otras subjetividades que han quedado atrás, y las cuales permanecen en pena y esperando su oportunidad en el ciclo de la historia (y de las palabras): sus versos conducen a una lectura política de las osamentas, de los fósiles y de los símbolos atemporales, en la constitución de un tejido que atiende el futuro de una comunidad posible.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 19.7.2021

Caza y noche son dos elementos que confluyen en una etapa inicial de la humanidad. La caza como modo de subsistencia. La noche como modo de resistencia. Hace miles de años, la noche no era la noche que es hoy. Una completa oscuridad sobre pequeñas aldeas agrícolas, de criadores sedentarios o de cazadores nómades. Los habitantes de la tierra y la luna. Cara a cara.

La noche es la fértil provincia del sueño y de las pesadillas, pero ¿y si ya no lo fuera? ¿Y si la noche es el terreno en el que la vida y la muerte pueden darse cita? En la noche, la existencia se pone en algún límite. Quiérase o no.

No queremos cazar la noche (Hipocampo Editores, 2019) de Carolina O. Fernández es un libro que problematiza los límites del lenguaje, desde su procedencia y hasta el cómo configura las trayectorias de la vida entendida como zoe y como bios.

La noche es uno de los grandes tópicos que se permite zurcir a un tejido que empieza en el arte de navegar que un barquito ensaya. El viaje de las palabras es un florecer en complicidades inusitadas, cuyo horizonte estético es la reverberación de la propia voz. Me hace pensar en las palabras de Héctor Viel Temperley: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”.

La metáfora del barquito es la del cuerpo. Tanto la sugerencia de la piel como el retorno a la tierra íntima para nacer, en materia de los epígrafes de Anne Carson y Roni Wano, respectivamente. En el transcurso de los textos, el cuerpo no se entiende fuera de la naturaleza, sino entremezclado en los ícaros (cantos sagrados y misteriosos de poder chamánico) sanadores, en la pregunta que subyace a todo viaje de ida y regreso al cuerpo. Un viaje también que se hace en y con el cuerpo.

Carolina O. Fernández integra las dimensiones andinas de su biografía y trabajo académico, así como también la manera en cómo es interpelada por sus ancestras y las de un pueblo que en el agua observa la memoria de la vida.

 

Los cuerpos son distintos

En este sentido, la perspectiva es interesante. El agua y el cuerpo no son lo mismo para distintas cosmovisiones. Cabe la pluralidad, sobre todo pensando que la naturaleza puede ser la cultura de otros. En una anécdota sobre el agua hervida que el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro menciona en su ensayo El nativo relativo hay un punto para notar.

En una aldea de la Amazonía peruana, una profesora-misionera trataba de convencer a una mujer piro que podía preparar la comida de su hijito con agua hervida. La segunda le contestó que si beben agua hervida tienen diarrea. Ante eso, la primera río y señaló que precisamente el agua no hervida genera ese efecto.

La mujer piro, en el diálogo, señaló que eso puede ser verdad en Lima, pero en la aldea de Santa Clara no ocurre, toda vez que los cuerpos piro son diferentes de los urbanitas.

A la postre, los cuerpos son distintos, pero no la biología, lo que se pone en cuestión es el concepto de cuerpo y las consecuencias de portar uno u otro.

A ello, sumo la escena que abre el documental Sigo siendo, Kachkaniraqmi (2013) de Javier Corcuera, donde la lluvia cae sobre un paisaje amazónico y se oye el canto de una Roni Wano navegando, un canto con la fuerza de la profundidad y con la energía del cuerpo del agua. El viaje de la mujer es un retorno a la mujer.

Los primeros versos concentran algo de lo anterior: “Nombrar / lo que se lleva dentro / el árbol / hojarascas /mi corteza // En la memoria abundan paisajes / no aman teñirse el cabello // Desprenderse // Desgajar la palabra / astral…” (p. 13).

Al inicio del viaje, qué se lleva dentro, qué hay en la memoria, pero también hay algo que se separa. El desprendimiento es una referencia que volverá en las páginas siguientes. Sin embargo, en este primer poema, el sujeto poético va hacia sí mismo. Escribe la poeta: “Para llegar a mí / y descubrir la orilla / arrancarme los albatros / más allá del misterio / lograr la escollera verde / viajo por dunas / oceánicos vientos nutridos de coleópteros / o enmudezco ante el cantar / de la escritura que zozobra” (pp. 14-15).

Se navega por un interior hacia un núcleo: el cuerpo y el lenguaje. Del nombrar, las constelaciones familiares (la madre, el padre, la hija) y el mundo mismo, más allá de París —como poética del crisol de imágenes— “nombrar el mundo / o lo que llevamos dentro / sin antifaz” (p. 16).

Si en un tiempo, se instó a un hacer u omitir basado en el miedo (y lo que Andrés Bello llamó en el Código Civil chileno: “temor reverencial”), ya está subvertido en la valentía que traduce la esencia de uno mismo que emerge como potencia y como acto.

Carolina habla del mundo andino en las “Leyes de la Pacha” y pregunta: “Y si arde NY y sus barras de oro / cómo arden los bosques?”. Un juego de referencias. Hace un par de años, parte de la Catedral de Notre-Dame (volvemos a París) se quemó y no solo fue un espectáculo que dio la vuelta al mundo, sino que conmocionó a un millar de personas.

Pregunta, ¿por qué la devastación de un ecosistema o de un río no produce conmoción, cuando algo de lo que somos parte está siendo dañado? En ese sentido, la poética sugerida por Carolina puede deslizar un pensamiento ecológico (que no es lo mismo que ecopoética).

Nos duele Notre-Dame, pero no nos duele, por ejemplo, la muerte del río Doce. Ailton Krenak en varias entrevistas habla del luto de esa corriente y la refiere como un miembro de su gran familia. En Chile han ardido hectáreas de bosques (se recuerda el hito de los aviones que trajeron para apagar incendios en el verano del 2017) y parece solo ser un show.

Aquí están en juego, sí, las “Leyes de la Pacha”, lo que, en otras jergas, como la cosmopolítica de Bruno Latour, se ha llamado “Gaia” a un cruce de saberes en torno a lo que se había creído antes como la naturaleza. Y en juego, evidentemente, en medio de una crisis ecológica, liderada por el calentamiento global y la acción antropogénica.

En otro lugar, se hablará de la “deforestación” (p. 59) como un tropo del propio cuerpo. Las incisiones del cuerpo humano no son tan diferentes de las incisiones del cuerpo del planeta habitado por todos los seres vivos.

 

Un diálogo con el tiempo y el espacio

El sujeto poético se mueve como una serpiente, en ondas como el agua y entre la superficie y lo subterráneo. Emerge entre desde un líquido amniótico, atormentado por “tres mil quinientos años de intensa poesía”, ¿y dónde está ese punto de quiebre? En algún lugar, entre la poeta acadia Enheduanna y las líneas de Nazca. La poesía es un diálogo con el tiempo, pero también con el espacio.

La memoria se abre para el poema: “Vivimos en un barrio sencillo abierto a los ojos de un eidolado mundo lleno de árboles y piedras que se veían como un gran horizonte lunar. Y había una cruz luminosa que se miraba a la distancia y acompañaba las oraciones a la estrellita del sur. Mamá siempre estaba trabajando porque padre se olvidaba del nido y yo acompañándola me acostumbré a su silencio, y su silencio por las noches se convertía en el cantar de los grillos, y el cantar de los grillos en una proclama intermitente” (p. 22).

Es preciso detenerse en “eidolado”, que me suena a la voz griega eidolon (un fantasma, una aparición). En la memoria, algo de espectral, ¿y para qué la poesía sería un vehículo de esto? En un poema, el lenguaje puede circular fundido entre la potencia del pensamiento y de la imaginación.

Más allá que entre pensar e imaginar pueda haber una distancia, lo espectral en la lectura de No queremos cazar la noche conjura a esos fantasmas de lo que se supone desaparecido e inhumado, pero que puede verse flotando en el mar.

Mamá trabajando y habitando el silencio, padre olvidando el nido. La escena que Carolina escribe es una sutil formulación de la desposesión y una clausura —que parece imposible— del pasado, el padre queda como una herida siempre abierta.

Los fantasmas vienen a partir de las representaciones de la mujer que en el poemario también pueden verse. Su punto de máxima expresión está en “Emergencia” y con explosiones notables en “Nací de ti” y la carta dirigida a N, con un epígrafe de Nina Simone (antes cantada por Rosa Luxemburgo y Enrique Verástegui).

Con los fantasmas, quiere decirse, esa trayectoria donde se reinicia la historia en las tesis de Walter Benjamin, esa reivindicación (Anspruch) pendiente. Hay quienes no han terminado de irse, borrados por una escritura que hace provecho de los cánones y los modos de lectura.

Carolina invoca a las ausentes y a otras subjetividades que han quedado atrás. Permanecen en pena y esperando su oportunidad en el ciclo de la historia (y de la palabra). Libros como No queremos cazar la noche conducen a una lectura política de las osamentas, los fósiles y los símbolos atemporales, en la constitución de un tejido que atiende el futuro de una comunidad.

“Cuando alguien te llamó marica no entendiste sino unos años después en que te expulsaron de la escuela. Nunca olvidaré el año que llegué, fuiste el único que no se burló de mi hablar cajamarquino ni de mis largas y surcadas trenzas, fuiste el único que comprendió mi llanto aquella mañana en que sentí mis piernas húmedas en el mismo bus atosigado al que subimos juntos y te diste cuenta que me sentí talada como un árbol o rota como el bello Cometa de Vientre Gris que murió en mis brazos. Jugando a la ronda casi olvidamos el huayco que arrasa con el alma de lxs niñxs que se sienten profanadxs, digo casi, porque lxs niñxs son profanadxs una y otra vez y nadie se da cuenta” (pp. 34-35).

 

La reparación de los afectos

Leído desde el interior del Perú, la burla de un acento cajamarquino dice mucho de las prácticas denigratorias de la diferencia que han sido observadas tanto en la literatura (por ejemplo, la novela Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner) como también en la poesía (los destellos indigenistas en la pluma de César Vallejo, de José María Arguedas).

Más allá de una alegoría de un tiempo, la reparación de los afectos y de la lengua se hace presente. En esa sintonía cabe la proclamación del cajamarquino Pedro Castillo como presidente del Perú.

Carolina modula la palabra para que las presencias espectrales se re-sientan con el pensamiento de otro tiempo. Más adelante se habla de “la niña de ojos rotos” o de la niña Isabel R. Ch. que “volvió al mundo blindada de coraje” (p. 38).

Ya se adelantaba el clímax que es “Emergencia”, uno de los textos más poderosos del libro: “Ellas no querían cazar la noche Anne Sexton / ellas deseaban gozar disfrutar la noche / días de sombra luz oscuridad” (p. 40).

En estos versos, escudriña el destino fatídico de mujeres frente a la violencia de género y el femi(ni)cidio. Más que pensar que Carolina dota de voz a estas subjetividades, en los ríos indelebles de la memoria de un cuerpo, se recrea la pérdida que sufre una comunidad de personas, el horror que implica el asesinato y la vulnerabilidad que circunda a cientos, miles de mujeres.

Detrás de la recreación, la denuncia se conduce por intermedio de la escena de ese cuerpo que padeció. En palabras del poema: “Han matado la vida / la luna el sol / han matado a Eyvi / 22 años / sueños incumplidos / señorita / 22 años mi hija” (p. 43).

La lectura política de estos vestigios exhumados o que han salido a flote, porque la tierra los ha devuelto, crea una salida. En esa línea, se avanza en lo que Catherine Malabou designó como “plasticidad”, esto es, “hacer posible la aparición o la formación de la alteridad ahí donde el otro falta absolutamente” (La plasticidad en espera, Palinodia, 2010, p. 8).

La poesía es una salida de emergencia al lenguaje hegemónico de estos tiempos donde la violencia nos llega todos los días a la palma de la mano.

La reivindicación, al estilo de Benjamin, tiene una impronta feminista en buena parte del poemario de Carolina. Algunas muestras de ello: “En casa / se acabaron los reyes” (p. 46); “Mi cuerpo / es decir mi país / es un campo de batalla” (p. 48).

En los últimos versos, se distingue de la formulación de Pizarnik, la patria como la memoria, poniendo al cuerpo en la materialidad de esta lectura. Y un retorno doloroso al Perú: “Mi casa / mi país / es el qhapac ñan transitado” (Ibíd).

En ese camino del inca (qhapac ñan), los textorios de la propia escritura, pero en la vida. Se confunde la poética con una narrativa, una especie de apunte de aprendizaje, para N: “Al día siguiente de cumplir los quince, ingresaste por la puerta destinada al personal, te mostraron una silla con su máquina de escribir. Era una Remington de formato grande como la usada por Martín Adán. Empezaste a tipear cuadros y recuadros a gran velocidad. Habías dicho que eras una experta mecanógrafa y nadie percibió que sólo escribías con los índices. Cambiaste una y mil hojas” (p. 53).

Hay una viviente lírica que interpela y que es interpelada. Las que utilizan el rodete para tallar el lenguaje y las que transmiten su saber arte/sano (p. 62) limpian o reciben la limpieza de la cicatriz. Carolina nos habla, en ese punto, de “las leyes inexistentes del poema” y tal como se dijo en ese hermoso discurso del Premio Nobel de Literatura de 1971, no hay receta para el poema y la poesía es una acción por donde entran en medidas equitativas la soledad y la solidaridad.

Precisamente en ese acceso, la soledad de la noche y una mano amiga que viene en sabiduría a sanar hasta el lugar más inhóspito para habitar. La mujer con el rostro pintado de palabras (p. 61), María Liseth Zenepo Sangama (p. 62) y el gran conjuro que trae a todas esas fantasmas de regreso a la luminosidad, a la gran ciudad solidaria y sorora que es el poema que Carolina ha construido.

En una siguiente misiva, dirigida a lxs “queridxs N”, un sueño de libertad, de una noche cazada y en calidad de casa, que vio venir tertulias como las que Juana Manuela Gorriti y Clorinda Matto de Turner organizaron en las postrimerías del siglo XIX en los suelos peruanos y andinos. Una carta que es cerrada con las estrellas que refulgían en la noche de la dictadura aquí o allá: “Hacíamos todo esto porque ansiábamos más vida y más poesía” (p. 68).

Y esto, un acceso directo a las palabras de Verástegui que Carolina emplea como epígrafe. Me refiero a los primeros versos del impresionante Teorema de Yu, reproduzco: “Toda belleza no se corresponde / al poder sino a la eternidad”.

El lenguaje es el vector de esa correspondencia y la poesía abre los confines de la palabra en la unión subversiva e imperecedera, en un gran tinkuy (encuentro) de brujas, las hechiceras, protectoras del agua que bailan y cantan en honor a “la insurrección de todos los días” (p. 73).

 

Una rehumanización de los espacios

En su Economy of the Unlost (1999), Anne Carson se pregunta, a propósito del desperdicio de palabras a través del habla y de la escritura, “¿qué se pierde exactamente cuándo se desperdician las palabras?”. Esto podría rebatirse sin llegar a la respuesta. No, no se desperdician las palabras. El tema, sin embargo, no es ese. Hace unas semanas viajando en micro llegué a esa zona del desperdicio, oyendo —por azar— a dos personas, donde una le decía a la otra: «no malgastes, no botes tus palabras».

El desperdicio como algo que sobra, deliberadamente o no; algo cuyo destino es ser desechado. ¿Podríamos, en esa línea, decir que las ruinas son un desperdicio de lo que hubo? Esto es interesante. Para continuar leyendo entre los versos de estos poemas en un par de años más. Su luz es ya un faro.

En la última carta a N, es que la poesía no ha cantado en vano. Escribe la poeta: “Sé que luchaste hasta el final y que tu historia no se perderá en las orillas del mar” (p. 78).

Y de lo que no va en vano es el amor, esa potencia coconstitutiva del mundo con la que Carolina cierra el libro, tal vez una de las imágenes poéticas más hermosas que haya leído en mucho tiempo: “Ella apoyaba el oído sobre su pecho para oír el tic tac del big bang” (p. 82).

No queremos cazar la noche es un libro que emerge desde la energía personal y familiar, en conexión con las semejanzas y diferencias que la poesía como forma de conocimiento coloca en frente de la pregunta cuánto puede un poema.

Carolina O. Fernández ha escrito un poemario emocionante, profundo y que hace justicia a la memoria del cuerpo mismo ya no como soporte de escritura, sino como la textura que permite una rehumanización de los espacios por donde transitar y habitar el tiempo que da una casa a la noche y no una caza.

 

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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.

 

«No queremos cazar la noche», de Carolina O. Fernández (Hipocampo Editores, 2019)

 

 

Imagen destacada: Carolina O. Fernández.