[Ensayo] «Oxígeno»: La vida sin límites

Disponible en la plataforma de streaming Netflix, este largometraje de ficción dirigido por el realizador francés Alexandre Aja y protagonizado por la actriz gala Mélanie Laurent es un intenso thriller que a través de códigos audiovisuales reflexiona en torno al siempre acuciante misterio del origen de la biología inteligente en el cosmos.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 1.8.2021

«La supervivencia es el secreto. La mente cambia para sobrevivir. Todo puede convertirse en normal».
Harlan Coben

«Si algo nos ha enseñado la evolución es que la vida no puede reprimirse. Se libera. Se extiende a través de nuevos territorios. Rompe todas las barreras dolorosamente e incluso, peligrosamente… pero así es… La vida se abre camino», fueron estas palabras de lo mejor que nos dejara el Dr. Ian Malcolm (Jeff Goldblum) en Jurassic Park de 1993.

En efecto: es la vida la única materia existente y que conocemos de la que puede decirse que se abre camino a sí misma. Que necesita el camino que a la vez crea, para poder necesitarlo. Es el camino, la necesidad del camino y la marcha misma por ese camino. Lo que no podemos saber a ciencia cierta es adónde se dirige ni a qué debe su fuerza.

La vida es un sistema dentro de metasistemas y que contiene infinidad de subsistemas, y tales sistemas tienen una línea de desarrollo que no escapa nunca de la médula misma de lo cósmico… en la naturaleza misma de la materia y en el estado de organización en que la encontremos, la materia del Universo tiene “un impulso a algo superior”: esa instancia de autosuperación que ya había intuido Nicolás de Cusa en el siglo XV.

Una presión omnipresente a ser más… y si vemos algo que nos parezca un retroceso, bien analizado, rápidamente formará parte inevitable de un proceso más vasto que lleva a la materia hacia adelante. Pero ese “adelante” es misterioso… y lo es por la misma estructuración de la lógica: nuestras dudas, preguntas y eventuales y parciales respuestas, constituyen el secreto que queremos develar.

Nosotros somos el secreto a descubrir. Somos la materia que se pregunta y que a su vez es su propia respuesta. La vida, como seres humanos, es la materia de un planeta que en, su preguntar, en su misma naturaleza inquisidora, intuye descansar la respuesta… y donde la respuesta es, nuevamente, la pregunta.

Tal embrollo gordiano de lógica autorreferencial nos deja sin la posibilidad de un conocimiento certero de nuestra forma y destino de ser… aunque es cierto que sentimos vivir la vida, no nos es dado entenderla como un objeto de nuestro conocimiento, ya que nosotros como sujetos del conocimiento somos a nuestra vez el objeto del conocimiento.

La fuerza de lo material para trascenderse a sí misma está presente en nosotros como un impulso natural. Amor, odio, violencia, egoísmo, altruismo, lealtad, traición son diferentes líneas de acción por las cuales nuestra naturaleza material, inherente al cosmos, busca su camino hacia la trascendencia.

Tanto sea como elementos constructivos o destructivos, esta energía centrífuga forma parte del abrirse camino de la vida. Se aprende del necio así como del sabio. Se aprenden cosas diferentes pero dotadas de la misma intención: el ir más allá.

Es el “Poetas, he aquí la consigna: id más allá” de Víctor Hugo que se complementa en el modesto y puntual “ai” confuciano de Mo Tse, que ignoraba todo valor a la acción fuera del ai, entendido el ai como el movimiento verdadero que no es el del Hombre sino de la fuerza sutil que circula en su centro, y que suele ser traducido como “amor”.

Tal concepto nos ayuda a entender que el “yo” más íntimo, no el que actúa sino el que se olvida de sí mismo para moverse en el ai: en esa búsqueda de lo otro donde lo otro es uno mismo, encontramos el verdadero movimiento. El “Amaos los unos a los otros” de Mo Tse encandiló mucho a muchos cristianos, pero no es exactamente igual al amor cristiano.

La metáfora de Víctor Hugo (metapheró: “yo llevo”), el ser “llevado más allá”, remite al movimiento occidental de acción y efectividad, y en ambos, entrelazada, la ganancia de algo… pero se topa con la quietud confuciana, donde lo que se moviliza es el ai y donde el verdadero movimiento es el que persigue la fuerza central: aquella donde el ego se vacía de sí mismo y se abre paso más allá de todos los obstáculos… y volvemos a China, pero ahora de la mano de Lao Tse: “Los obstáculos del camino son el camino”…

Como sea, ese núcleo de energía a la vez activa e inmóvil, que podemos identificar con algo imperceptiblemente delgado que pasa por el centro inmóvil de nuestro yo, es la energía que anima a todo el Universo, que lo llevara hasta las formas vivas y autoconscientes y que se traduce en el elemental “querer abrirse paso”.

Ir más allá de la soledad es hacer del todo, una unidad que pasa por el centro inmóvil del yo activo. El abandono a esa fuerza hace que todo el movimiento se vuelva un punto: el centro del centro psicológico del yo acude a la misma fuerza que lleva a la materia a ordenar gas inerte en estrellas, estrellas en galaxias y galaxias que se ordenan detrás de un pequeño gusano que se retuerce sobre la tierra, luchando por vivir y respondiendo exactamente a la misma magnitud de deseo de vivir que el que moviliza a un ser humano o a la más enorme ballena.

Y es a esta fuerza, a este ímpetu, al que apelamos ahora para tratar de comprender el atolladero que significa toda buena película. Nos referimos, en este caso, a Oxígeno (Oxygen, en el original) del francés Alexandre Aja, filmada en este 2021.

 

La actriz francesa Mélanie Laurent en «Oxígeno» (2021)

 

Una «rata» de laboratorio

Cuando los primeros organismos comenzaron a hacer fotosíntesis en las aguas de los océanos primitivos, empezó la masiva liberación de oxígeno molecular (O2), un elemento químico que, ubicado bien a la derecha de la tabla periódica, sabemos que tiene propiedades altamente corrosivas, capaz de acabar con gigantescas y sólidas construcciones de metal.

Sin embargo, la vida, en el afán expansivo que mencionáramos más arriba, consiguió que lo que tendría que ser en cualquier otra circunstancia un veneno, se convierta en un gas fundamental para muchas formas de vida, incluyendo la nuestra y sin el que apenas podríamos sobrevivir unos tres minutos.

¿Cuál es nuestra situación en el comienzo de la película?

La de una rata de laboratorio en un laberinto, al que a poco a poco descubrimos como un virtual infinito de caminos a recorrer y del que, quizás, la rata no podrá abandonar nunca… o quizás sí.

No vamos a spoilear nada que sea clave para el desentramado de este tejido que envuelve a la “Bioforma Ómicron 267”: Elizabeth “Liz” Hansen (Mélanie Laurent).

Y por supuesto, la primera letra de “oxígeno”, en griego, es la ómicron, desde que este gas será un protagonista clave de la película y merecía un rol metafórico de mayor amplitud en el guión (de la francesa Christie LeBlanc)…

El tema central es, esencialmente, el de una mujer que despierta en una suerte de ataúd tecnológicamente adaptado, que no recuerda nada sobre sí misma: ni qué hace allí o cuál es su nombre. Pero poco a poco irán apareciendo los recuerdos, mayormente como breves flashbacks.

 

Animar al Universo todo

De hecho, a nadie puede escapar que el de “Oxígeno” es un tema trillado por otras obras y directores, de los cuales el que seguramente más se recuerda es Rodrigo Cortés en su filme Buried  (Enterrado) del 2010.

Las diferentes críticas negativas a Oxígeno se basan, precisamente, en que la cinta no consigue el elevado efecto claustrofóbico de Buried, pero nuestra idea es diferente: aunque toda la película transcurre en ese encierro, Aja no busca exprofeso la claustrofobia del espectador.

Antes bien, entre los abiertos diálogos —incluso con la madre— y los flashbacks y las imágenes dedicadas a esclarecer el contexto, el encierro de Hansen se descomprime para que no haya demasiada angustia, aunque sí suspenso… un suspenso que no sigue la fórmula de Hitchcock (que el espectador sepa algo que el personaje ignora), sino que el público va descubriendo junto a ella el origen de ese terrorífico e inexplicable enclaustramiento.

Aunque cierta angustia siempre está presente —que es la que mantiene la tención en alto—, LeBlanc nunca busca asentar del todo su guión en esa tensión sino que, muy lejos de la reclusión, su leitmotiv fílmico será la caída de semillas de fresno (una sámara) que nos acompaña desde muchos spots de publicidad del filme —estrenado en mayo— y que tendrá su explicación sobre el final… pero sí podemos dar cuenta de su efecto liberador, así como lo es para los diferentes recuerdos que le irán dando progresiva coherencia al misterio en su resolución.

La “unidad” es, apenas, una “bioforma”: una masa de materia viva que sólo puede interactuar con una computadora M.I.L.O. en la voz del actor Mathieu Amalric, una voz digitalmente tratada que la acerca —y mucho— a la “cálida frialdad” de la H.A.L. 9000 en 2001 Odisea del espacio —1968— de Stanley Kubrick; aunque M.I.L.O. se aleja de H.A.L. en que, ante todo, su luz no es roja (maligna) sino azul (menos agresiva) y en que no la anima a esta computadora ninguna segunda intención más allá del bienestar de la “bioforma”.

Elizabeth Hansen se despierta, como dijimos, en un ataúd que es, en realidad, un féretro criogénico. Despierta sin memoria, pero ésta se va restaurando y asistimos progresivamente a la comprensión de su situación. Conectada a cables, tubos, asistida por M.I.L.O. y atada por los pies y por un cinturón, Liz deberá abrirse paso porque tal es el mandato de la materia.

Pero cada exceso de ansiedad va en detrimento de su consumo del oxígeno disponible, haciendo que este elemento químico se convierta en lo que en teoría teatral, llamaríamos un personaje arquetípico, o sea presente desde antes que los protagonistas: ya vimos que está presente en forma determinante en la mayor parte de la vida sobre la Tierra, de modo que su progresiva reducción en el ataúd —que los equipos automatizados se encargan de recordar al personaje y a los espectadores a cada instante— presagian un fin trágico que se aproxima.

Para contrarrestar la ansiedad consumidora de oxígeno, y en lo que quizás sea el único elemento que da cierto toque de comicidad, M.I.L.O. parece querer arreglarlo todo ofreciéndole a la atormentada Liz, un calmante. Liz, por su lado y en cambio, busca un centro en ella misma.

Debe construir su centro, porque es el único punto donde la fuerza y el conocimiento para salir de esa situación puede encontrar el apoyo necesario. De lo que Liz carece es de un ego maduro, tiene poco tiempo para hacerlo madurar y para ello necesita saber quién es y cómo terminó allí.

Lo que ella necesita es, en definitiva, alinear su noción de sí misma con su deseo de trascender y —como se verá en el filme— con el mismo concepto de ai de Mo Tse: la fuerza del amor que ignora las dispersiones de tiempo y espacio que acomplejan la mente de los cosmólogos, pero que vemos animar al Universo todo.

 

La pulsión de la materia

Oxígeno (Aja) maneja con maestría la unidad de tiempo, lugar y acción, explotando perfectamente las reglas del drama clásico y añade elementos creíbles de ciencia ficción médica, con computadoras, monitores de actividad biológica, regulación de movimientos, hipersomnia, polímeros líquidos, etcétera.

Por su lado, primerísimos primeros planos, travellings circulares, ángulos retorcidos, nada de maquillaje, todo coadyuva a esta joyita del cine que va deparando sorpresas cada dos o tres pasos bien calculados por parte de guionista y director.

Es así que la historia manipula con maestría la ambigüedad en la que se desenvuelve el argumento en una doble vertiente de laberinto mental —yendo y viniendo entre rápidas hipótesis y administrando las nuevas olas de información— con la unidad elemental de una tumba de la que, al principio, al menos, ella es el centro.

Liz es, al mismo tiempo, el laberinto y el ratón. Es la pregunta y la pregunta que ella es, es la respuesta que busca. Liz descubre, en este laberinto, que el sentir su cuerpo es el comienzo de su espíritu, y por eso llega hasta autotorturarse para conseguir recordar. “¿Quieres un calmante?”, insiste M.I.L.O. ante el conflicto.

¿Esperar la muerte? ¿Tratar de seguir luchando hasta la última molécula de oxígeno? ¿Aceptar de una vez el calmante?

Oxígeno evoluciona con sutileza la intimidad de una mecánica de alta precisión, que no se desvía de los preceptos emocionales que se esperan del género y que tan bien, según dijimos, domina el director.

La puesta en escena (apoyada en efectos especiales, música y sonido) saca el máximo provecho al escaso espacio y a su atmósfera opresiva, brindando una experiencia a veces moral, a veces física, y hasta donde la violencia y la inteligencia serán necesarias para conseguir que la vida perdure y progrese.

Decía Unamuno que el cuerpo duele cuando el alma choca con la carne, y así, Liz apela a ese recurso pero a la inversa: busca el dolor para encontrar su identidad, y para encontrar en la identidad el enfoque de la materia, de toda la materia del Cosmos, en esa especie de pasaje a la novedad que siempre busca la vida… ¿la novedad, aunque más no sea, “para volverse una piedra más del campo”, como escribió el bronxita Donald DeLillo?

Si para el budismo el acostumbramiento es el camino al infierno, el cambio, la novedad trascendental, será el “Punto Omega” de Teilhard de Chardin o la “causa final” de Sócrates… La pulsión de la materia por ser más de lo que es, será el objetivo que nos redima en nuestros esfuerzos por insistir en existir.

Liz se abrirá paso tal como quería el Dr. Ian Malcolm… aunque no sepamos a ciencia cierta a dónde se dirige su lucha, que es la nuestra, ni a qué misterioso milagro le debe su origen y su fuerza.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Oxygen (2021).