[Ensayo] «Roma, hora 11»: Una joya del neorrealismo italiano en su vertiente más pura

El filme del olvidado realizador Giuseppe de Santis —que data de 1952— es una verdadera obra maestra del movimiento estético y audiovisual, que tuvo hondas influencias en el desarrollo de la cinematografía a nivel mundial durante la segunda mitad del siglo XX.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 28.6.2022

En los Estados Unidos podríamos señalar un posible inicio del que algunos llamarían «cine social». El «happy end» de la década de los 20, que había conquistado al mundo, tembló de miedo tras la crisis del 29.

La Gran Guerra (así llamada hasta que entendieron que debían empezar a numerarlas) se había abierto al optimismo, pero con la debacle financiera del fin de esa década aparecieron las certezas acerca de la fragilidad de los aparatos económicos.

El Hombre quedaba a merced de los ebrios vaivenes de su propia criatura: vaivenes que no conocía del todo y que no podía controlar. Así aparecen los nombres de King Vidor y La multitud de 1928 (filmada en el 27, año en el cual recién nacería el cine sonoro, por lo que el filme es uno de los últimos ejemplos de cine mudo).

También King Vidor filmaría Ganarás el pan y se le sumaría, casi 20 años después, John Ford y sus clásicos Viñas de ira de 1940 y ¡Qué verde era mi valle! del 41.

Un camino parecido siguió el cine europeo, pero donde antes imperaba la vida ociosa de restoranes y teatros y la industrialización, siguió la verdad de haber perdido la guerra. Y es en este contexto en el cual aparece el neorrealismo.

Los anticipos del neorrealismo están presentes en Obsesión de Visconti de 1943 o Cuatro pasos en las nubes de Blasetti en 1942. Se distinguen asimismo, tres corrientes iniciales: el sombrío, inspirado en el naturalismo francés, que se recordará históricamente como realismo poético, con nombres como Jean Renoir o René Clair.

Una variante almibarada que culmina en el 53 con Pan, amor y fantasía de Luigi Comencini (con nada menos que Gina Lollobrigida y Vittorio de Sica al frente del elenco) y la corriente del neorrealismo heroico que no llegó a ver la luz totalmente por la caída de Mussolini.

Estas tres corrientes —sin desaparecer del todo— terminaron dando el definitivo neorrealismo italiano con nombres que le dieron cuerpo y espíritu a este nuevo cine, tales como el guionista, dramaturgo, poeta, periodista y pintor Cesare Zavattini, a lo que se le suman el de Roberto Rossellini (Roma ciudad abierta del 45) y el de De Sica con Ladrón de bicicletas (1948), Milagro en Milán (1950) y Umberto D (1952).

Pero Zavattini también colaboró con otro gran director: Giuseppe De Santis y aquí hablaremos de su Roma, hora 11 (Roma, ore 11), una pequeña gran joya del cine del neorrealismo italiano en su vertiente más pura.

 

En una calle de Roma, cerca del mediodía

Un aviso en el diario sembraba la tragedia: un puesto de mecanógrafa que llevó a más de 200 jóvenes mujeres en el verano de 1951 las que quedaron atrapadas en el derrumbe de una escalera interior de un edificio de la vía Savoia de Roma. Fueron más de 60 las hospitalizadas, algunas con heridas graves, y una de ellas que terminó falleciendo. Di Santis vio material suficiente para dramatizar, en especial, el sufrimiento de las mujeres de la postguerra.

Mujeres que quedaron a merced de las penurias de sus familias, con sus hombres muertos en batalla o con aquellos que sobrevivieron buscando someterlas sin escrúpulos o habiéndose quedado sin trabajo. Al igual que en su anterior película Arroz amargo de 1949, Di Santis fracciona la trama en dos segmentos bien diferenciados.

En la primera, se centra en el mundo femenino: sus sueños perdidos, sus ambiciones y el espíritu heroico de allegamiento a la situación dramática en la que vivían. Muchas habían debido renunciar a sus hogares y familias para sobrevivir y muy atrás quedaron maridos y novios.

El filme comienza con el detalle del pedazo de diario donde está el aviso, pero durante los créditos ya resuenan casi como balazos los golpes de las teclas y demás sonidos propios de una máquina de escribir. La guerra, aún como referencia —y a menos de 6 años de terminada— está siempre presente como motor metafórico central del drama.

Las chicas van trasluciendo progresivamente sus dramas interiores y sus pasados y poco a poco se van juntando frente a la puerta exterior del edificio. Comienzan los apretujones y refriegas entre las jóvenes: la tímida, la agresiva, la romántica, la descreída, la misteriosa, la sufriente, la cantante… todas van queriendo defender su sitio evitando que nadie se adelante.

Pero la espera se está haciendo demasiado larga y para colmo, comienza a llover. Los reclamos a una empleada y al portero van de la burla al insulto. La tensión crece, hasta que un inquilino del edificio quiere salir y al abrir la puerta externa, desata el aluvión al interior del edificio.

 

Un fotograma de «Roma, ore 11» (1952)

 

El símbolo de la Italia perdidosa

La escalera interna que rodea al hueco del ascensor, se llena. Tomas de una precisión quirúrgica (fotografía del gran Otello Martelli) van mostrando cómo la escalera se transforma progresivamente en una suerte de gigantesca serpiente de seres humanos que se enrosca alrededor de aquel ascensor por donde sólo suben los poderosos.

A los planos más amplios se le van colando primeros planos donde las actrices (todas ellas profesionales, pero con algunas de las protagonistas originales del desastre entre ellas) van desarrollando sus miedos y valentías. Las vamos conociendo con más intensidad: son el símbolo de la Italia perdidosa, con una clase media que ha caído, llevada a una vida de penurias, desesperanza y pobreza extremas.

Primeros planos en picado y contrapicado van poniendo a la escalera en movimiento, y está el súbito amor entre un marinero vendedor de muñequitos y la romántica del grupo. Empiezan a resaltar otros personajes: el de Caterina, la prostituta (Lea Padovani), que aporta la cuota de desenfado y humor, amén de ser quizás la más consciente de la profundidad del pozo en el que se encuentran todas sumergidas.

Caterina las entiende y desde esa plataforma moral (que no gratuitamente está en manos de una «mujerzuela») avanza contra los dueños del poder arrastrando a las demás. Tenemos, en contraparte, enfundada en su impermeable gris como el día, a Adriana —la bella Elena Varzi— que tuvo que renunciar a su trabajo como víctima de abuso por parte de sus anteriores superiores de un bufete de abogados.

La también muy bella Simona —la italiana nacionalizada española, Lucía Bosé— es la hija que reniega de su familia acomodada y es la novia de un pintor pobre, Carlo, en un papel marginal interpretado por el legendario actor norteamericano Raf Vallone.

Otra historia es la de Angelina (Delia Scala), una sirvienta abusada por su patrón y por el hijo de la familia que busca libertad en la posibilidad de obtener ese trabajo de mecanógrafa.

A medida que las primeras aspirantes van entrando, las miradas se centran en los sonidos de la máquina de escribir: lentitud en la ambigua aspirante que hasta quiere ofrecerse sexualmente para conseguir el trabajo; velocidad en la aspirante de rostro duro y sufrido lo que llevó a que la trataran como «una ametralladora», a lo que la mujer —sin abandonar su rostro amargo— responde: «sí, como una ametralladora…».

La guerra seguía presente en el tableteo de las máquinas —de escribir y de matar—, en la hambruna y en la memoria colectiva.

Pero llega una de las aspirantes que, mintiendo una entrevista de urgencia con el abogado que buscaba empleados (el actor Paolo Stoppa) se va abriendo paso hasta entrar antes que las demás. Todas se dan cuenta de la trampa al escuchar la máquina de escribir y comienza el aluvión de las jóvenes mujeres que se abalanzan subiendo sin orden hacia la oficina.

Y es entonces cuando el amontonamiento produce el derrumbe de la escalera. Una sangrienta catástrofe muy bien filmada, sintetizada a partir de unos segundos de cine de montaje muy efectivos.

 

Herir para despertar

Más extensa que la primera, la segunda parte trabaja el funcionamiento de las instituciones públicas, la crítica al periodismo y a la expansión del egoísmo medular hacia la verdad que se oculta detrás de la realidad que vemos desde nuestras expectativas e ideas.

Las mujeres internadas, sus parientes y amigos y la investigación policial. Si bien la tensión dramática desciende, esto se vuelve necesario para la exhibición de las diferentes fuerzas que fueron llevando a las chicas hacia la tragedia. La única víctima fatal fue, como coronación del drama, la de la joven enamorada.

De Sica había sintetizado, a modo de ironía, su propia producción fílmica bajo un listado de un solo título: Egoísmo los que fue numerando según los grados de intensidad (Lustrabotas, de 1946- fue Egoísmo Nº 1, Ladrón de bicletas como Egoísmo Nº 2 y así sucesivamente) y en cierto sentido, podemos coincidir en que el egoísmo se muestra en el neorrealismo italiano como núcleo y causa de la calamidad que vivían hombres y mujeres comunes por igual tras la guerra.

Zavattini respondió a quienes le pedían: «¡Basta de miseria!, ¡basta de filmes tristes!», afirmando que eso era ignorar la realidad y que ese era un pecado peor. Que la necesidad de evadir la verdad era, lisa y llanamente, miedo… miedo a reconocer que no nos podemos mentir a nosotros mismos.

La muerta está en el hospital y, encima, descubren con espanto que —como hubo de decirlo el muerto Mussolini— el Estado ya no lo era todo y tendrían que pagar la atención médica y los medicamentos… la perspectiva socialista y populista —propia del nazismo y del fascismo— se estaba haciendo lágrimas en los ojos de muchas que, aún heridas, debían abandonar el nosocomio para no pagar con un dinero que no tenían.

La multitud atrapada en Roma, hora 11 es una multitud de individuos y no una propuesta, un programa social. Las mujeres lastimadas y la muerta nos dicen que en los programas socialistas lo que desaparece primero es el individuo, y que al desaparecer el individuo ni el amor es posible ni la solidaridad, porque es necesario ser individuo para buscar el acercamiento al otro.

Y paradójicamente, la argamasa socialista que busca unificar, genera los más severos aislamientos y egoísmos. De hecho, denunciar ese egoísmo fue la principal misión del neorrealismo italiano: denunciar la insolidaridad que se había hecho carne en la sociedad.

Ni Roma, hora 11 ni ninguna de las cintas que denuncian esta situación inmoral a la que habían sido arrastrados por la guerra y, más puntualmente, por el fascismo, pudieron trascender la barrera de la denuncia, pero el neorrealismo no buscaba la trascendencia: buscaba sólo herir para despertar.

 

Rodaje del filme «Roma, ore 11»

 

Las exigencias elementales del hombre

Por su parte, la censura de la época se centró —ante el miedo de un eventual avance del comunismo ateo ruso— en la Iglesia Vaticana: «Cine anticristiano» bautizaron a este movimiento artístico.

Y esto, hasta cierto punto es cierto: sin trascendencia hacia el otro no hay posibilidad de cristianismo, pero, justamente, y como quedó dicho, no es lo que se buscaba a pesar de la escena final de Ladrón de bicicletas cuando el desastrado Antonio (Lamberto Maggiorani) se aleja avergonzado, tomado de la mano de su hijo o cuando el «viejo verde» de Roma, hora 11 descubre espantado las barriadas pobres de donde provenía Caterina y termina huyendo.

Para cerrar, recordemos al propio Zavattini defendiéndose del ataque católico, argumentando que gran parte de Europa vivía en una nueva era precristiana: «hay cristianos estúpidos y otros que no lo son, y los primeros son los que se niegan a ver a Dios como en realidad es: unido a las exigencias elementales del Hombre».

Añadiendo: «Si no temiese pecar de irreverente, diría que Cristo, con una cámara en mano, no forjaría parábolas por muy maravillosas que fueran, sino que nos haría ver quiénes somos los buenos y quiénes los perversos de la actualidad, y pondría de relieve y en primer plano a los que hacen demasiado amargo al pan del prójimo y a aquellos que son sus víctimas. Eso es lo que haría Cristo, naturalmente siempre que se lo permitiese la censura», reflexiona Zavattini.

El neorrealismo italiano fue una fuerza, no un destino del cine. Fue una herramienta que buscó denodadamente sensibilizar al espectador del miedo y el dolor que lo llevaron a la callosidad del egoísmo. Y una vez que este principio fue siendo alcanzado, el neorrealismo fue cediendo su espacio de nuevo al arte trascendente de los Visconti, Rosellini, Fellini o Antonioni.

La circularidad en el guion de Roma, hora 11 nos muestra que Giuseppe De Santis entendió este carácter instrumental de su arte: no nos muestra un verdadero alivio al dolor, una salida dramática como lo es el final de Ladrón de bicicletas, a través del perdón del hijo.

En Roma, hora 11 todo vuelve al comienzo. Se trata de una situación sin verdadera salida que se clava en el ojo del espectador para que no olvidemos lo terribles que pueden llegar a ser los socialismos.

 

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

«Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban».

«La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…».

«He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…».

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Roma, ore 11 (1952).