[Ensayo] Soñar la casa

¿Por qué anoto este amasijo de recuerdos? Para no olvidar, a fin de que dentro de diez años más, estos esbozos me abran la memoria de mi padre, del hogar y de sus espacios perdidos en el pasado, aunque sea tenuemente, y de esa forma volver a sentir su evanescente experiencia, las impresiones espaciales que, diluidas, retornen a mí, mediante su imagen onírica.

Por José Miguel Martínez

Publicado el 13.8.2023

Lo primero es soñar la casa, la intimidad.
Soñar en los límites, donde el recuerdo es secreto y nítido.
La casa puede leerse sin sus moradores, que no pueden leerse sin una casa.
Carlos Cociña en La casa devastada

Tiempo después de la muerte de mi padre, soñé que volvía a la casa de mi infancia. Todo estaba cambiado, pero sus bibliotecas seguían exactamente igual a como él las había dejado: los mismos libros, las mismas fotografías familiares, todo permanecía en su lugar, aún después del paso inexorable de los años.

Al rato se aparecía él, mi padre, y yo me percataba de un detalle importante: que, en el sueño, se reproducía muy fidedignamente el sonido de su voz. También me acompañaba mi hijo, por lo que mi padre y su nieto, en un acto que nunca ocurrió en vida, se encontraban cara a cara y conversaban. El encuentro, eso sí, era casual, como si ambos se hubieran visto muchas veces antes.

Durante algo más de una década he ido anotando estos sueños que se repiten sobre mi padre y la casa en la que nací y crecí hasta los dieciocho años. Ambos están íntimamente ligados: mi padre y la casa. Y si los he anotado, creo, se debe a que no tengo muchos recuerdos de mi infancia. En mis sueños, por lo general, mi padre aún tiene Párkinson.

La imagen de él sin enfermedad parece difusa, un recuerdo diluido por la lluvia mental de otros recuerdos. El sueño más antiguo que anoté data del 2012 y dice así:

Reunión familiar en el living de la casa. El hijo de un primo, que tendría dos o tres años, lloraba. Yo lo tomaba en brazos para calmarlo, pero él se resistía diciendo quiero ver a mi papá, a pesar de haber estado llorando en los brazos de su padre segundos antes de que yo lo tomara en brazos.

Entonces le devolvía la guagua a mi primo y luego iba a refugiarme a mi lugar favorito, con el que más sueño de la casa: el tejado, al que se accede a través de la ventana de un baño en el segundo nivel. Cuando yo era niño, no habían edificios enfrente construidos, y la Cordillera de Los Andes se veía imponente, sin ningún obstáculo que la bloqueara.

Ahora, en cambio, en el sueño, un galpón gigantesco, oscuro y venido a menos, cubre la vista hacia el horizonte. En general, y al igual que en otros sueños que he tenido sobre esta casa, hay una potente sensación de antigüedad que lo cubre todo.

 

La inmensidad total del misterio

Mucho se ha escrito de los sueños, de sus símbolos, de sus posibles interpretaciones y significados, sobre todo en relación a la infancia perdida. El secreto de los sueños —y de lo que fue nuestra niñez— es similar, en ese sentido, al de la muerte: ninguna explicación puede dar cuenta de la inmensidad total del misterio.

Algunos han tratado: James Joyce dijo que en los sueños todas las edades se convierten en una. Schopenhauer, que la vida y el sueño eran las hojas de un mismo libro que, al dormir, las hojeábamos ociosamente, sin orden ni concierto.

Para Freud, que dedicó una vida entera a su interpretación, los sueños de la infancia podían describirse como sustitutos de escenas infantiles que se habían modificado, transfiriéndolas a experiencias recientes: «la escena infantil», escribió: «es incapaz de volver en propiedad y tiene que conformarse con retornar como sueño».

El ensayista Al Alvarez, en su libro La noche, desestima buena parte de las teorías freudianas, pero encuentra valor en una idea del austriaco que denomina «revisión secundaria»; esto es, que los sueños inevitablemente deben ser traducidos al lenguaje verbal, dotando así el torbellino de imágenes fortuitas con una estructura narrativa.

Por lo menos para mí, el problema es que el lenguaje siempre contiene un error al transmitir la experiencia del sueño, como si uno lo traicionara al ponerlo en palabras, porque nunca, al escribirlo, será lo mismo que se experimentó en el mundo onírico.

¿Qué hacer, entonces?

 

Con el mundo de los muertos

Andréi Tarkovski, en su libro Esculpir en el tiempo, escribió que en un momento determinado de su adultez, las imágenes de su infancia, que lo habían perseguido durante años, se desvanecieron repentinamente: «Dejé de ver en mis sueños la casa en la que habíamos vivido hacía tanto tiempo».

Tanto agobio le produjo esta desaparición, que tuvo que reconstruir por completo la casa de su niñez en una de sus películas: El espejo. Es, probablemente, un impulso similar al del ruso el que me empuja a escribir estas palabras sobre mi padre y la casa de mi infancia.

¿Por qué los anoto, este amasijo de sueños? Para no olvidar. Para que, dentro de diez años más, me abran el recuerdo de mi padre y de la casa y sus espacios perdidos en la memoria. Para volver a sentir, aunque sea tenuemente, la misma impresión que tuve al soñarlos, su evanescente experiencia, las sensaciones espaciales que, diluidas, vuelven a mí mediante la imagen onírica y mi ser, dentro o fuera de esa imagen.

La principal prueba, tal vez, de lo que pudo ser nuestra infancia se encuentra allí, en esas imágenes del mundo de los sueños. No como recuerdos concretos, por supuesto, ni siquiera reales, pero sí verdaderos: imágenes cargadas de una emotividad que le otorga significado al historial de nuestra existencia personal.

A veces, en el mundo onírico, se pueden vivir experiencias emotivas más intensas que en la vida material misma. Un ejemplo: al mes después de que mi padre falleciera, soñé que estaba en una reunión familiar y que tenía que irme de viaje. Mi padre estaba allí. Momentos antes de partir, yo me despedía uno a uno de mis familiares.

La situación era cotidiana: mi padre, de pie en una esquina, esperaba tranquilamente su turno para despedirse. Entonces, al llegar hasta él, nos dábamos un abrazo largo y tendido. Y mientras lo abrazaba, en el sueño, yo sabía que después de ese abrazo no íbamos a volver a vernos. Así que lo abrazaba aún más fuerte.

Al despertar, comentándole el sueño a mi pareja, nos preguntábamos cuánto de psicológico y cuánto de esoterismo habría en los sueños. Cuánto del sueño era construcción de la mente —administradora errática de los recuerdos— y cuánto era, como planteaba en su escena final Waking Life de Richard Linklater, un potencial contacto con el mundo de los muertos.

Pero al final concluimos que, si el abrazo con mi padre había sido tan real y tan sentido emocionalmente, ¿qué importaba la respuesta?

 

 

 

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José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de granola (Tres Puntos Ediciones, 2020) y Ceres (Minotauro, 2021).

Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Vive en Frutillar, Chile.

 

José Miguel Martínez

 

 

Imagen destacada: Casa familiar de José Miguel Martínez (Nevería 5031, Las Condes).