Entrevista al escritor Alejandro Sandrock: «Mis personajes experimentan una mutación sobre la idea de Dios de cara a la homosexualidad»

El autor de la novela «El huerto de los corderos» (Cuarto Propio, Santiago, 2017) analiza con el Diario «Cine y Literatura» las hondas disquisiciones éticas, religiosas, ficcionales y filosóficas, que se desprenden de una lectura crítica de su primer y último libro publicado, en un diálogo insoslayable.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 29.9.2018

El huerto de los corderos de Alejandro Sandrock (Cuarto Propio, 2017) se organiza como un Bildungsroman, con Pedro Minder como protagonista. La novela comienza con Pedro despidiéndose de su familia para seguir un camino religioso que lo llevará a transitar por  diversos espacios cargados políticamente como verdaderas heterotopias, aquellos espacios que Michel Foucault designó como mundos otros, mundos dentro de otros mundos.

Desde el comienzo vemos que Pedro sufre del bullying que le hacen sus compañeros, y ahí encuentra una capilla, que se transforma un su refugio  donde Pedro mira las “imágenes de santos tan afectados como él, tan finos como sus gestos”. Esto es, sin embargo, una ilusión de protección, pues es en ese mismo espacio donde el profesor, el personaje de Lorenzo, primero lo defiende de las burlas para luego abusar arteramente de Pedro. A partir de ahí, la novela documenta las torcidas estratagemas para engatusar a los jóvenes quienes, consecuentemente, sienten un extraño sentimiento de culpa: “Quería que alguien le perdonara y no sabía de qué”.

En esta transición que marca la salida del colegio hay múltiples descripciones del sufrimiento del joven ‘afeminado’ y condenado socialmente por su ‘pluma’. Si el colegio es un entorno hostil, la ‘nueva casa’ donde conviven curas, seminaristas, más que una parroquia acogedora es un lugar donde su desviación debe ser corregida: “Comenzó a emular aquellas actitudes convencionales que definen para muchos la masculinidad”. Por boca de uno de los curas, escuchamos: “tiene diecisiete años, no es grave. Bien sabe usted que hay algunos que ni con treinta años más que Pedro, cambian. No tienen remedio…”. Esta condena es acompañada por una evidente conciencia del entorno y sus personajes. La voz narrativa es lúcida al observar sus representantes y en delatar críticamente el manto de silencio que cubre los abusos: “Curas que, si fuese preciso, sacarían una buena tajada de las limosnas del domingo, para satisfacer las necesidades de su carnalidad alborotada”. En otro momento se habla, vox populi, de cierto Monseñor como un abierto pedófilo que le gustan los rubiecitos.

La iluminación que Pedro va viviendo en ese entorno (que corre paralela a su despertar erótico), le permite denunciar las apariencias en la Iglesia: “Afuera serían condenados por ella misma y el mundo; por la misma que predicaba de sí ser madre y maestra en humanidad. Por lo tanto, era mejor permanecer dentro de ella y sin escándalo. Solo importaba guardar la apariencia”. Y también comprender los mecanismos con los que opera el espacio altamente politizado de la Iglesia: “La información era poder y daba lo mismo lo que se supiera, con tal que fuera en materias donde la sexualidad del involucrado sonara estrepitosamente. Todo sería para mantener ese tráfico de influencias, para librar todo tipo de escaramuzas en donde el que más sabía, más ganaba”.

Pero Pedro (cuyo objetivo bíblico es ser el pilar de la Iglesia—ese es su origen etimológico) no se amilana por mucho tiempo; prontamente comienza a experimentar con su sexualidad en escenas eróticas álgidas, gráficas. Es lo que vemos, por ejemplo, en su relación con Álvaro, sacristán, que nos permite ver el desarrollo de una historia de amor gay original. Acá no vemos el escenario de una disco santiaguina convocando a los amantes; no es un “after hour” donde suena música electrónica; no es el Santiago del cerro Santa Lucía ni del Tinder; no hay acá éxtasis ni anfetaminas ni cocaína, ni siquiera alcohol. Acá hay pasteles de milhojas y bebidas de fantasía y un contexto de iconos religiosos y de atmósfera romántica teñida por vitrales antiguos. Es así como se sella el pacto homoerótico.

Pero hay dos dilemas que Pedro enfrenta una y otra vez: la desfamiliarización que produce la fe y la convicción por Dios, y la contraparte. Hay muy pocos momentos en que se duda de la existencia de Dios: “Una rabia profunda y soterrada le invadió, sintiendo que Dios jugaba con él a los dados, colocándole una prueba insoportable, guardada todo ese tiempo, todos esos años de inalterable donación”. Eso es lo que Pedro, como mucho, alcanza a objetar. A pesar de lo que ve en su entorno y la documentación que hace de los espacios donde la depredación y la perversión abundan, parece haber un tercer espacio intocado que vendría a ser el real refugio. Por otra parte, Pedro, como parte de su aprendizaje, necesita encontrar la raíz paterna, puesto que no conoce a su padre biológico. Acá ocurre una interesante operación que lo lleva a perseguir los pasos de ese elusivo hombre (Nicolás), quien ha formado otra familia. Se perfila una identificación con Jesús que enarbola esta pesquisa: “No sé si Jesús sabía que no era hijo de José, pero ¿crees que le importó? Al contrario, José era para Jesús como Dios. Quizá tu papá sea el que más te acerque a Dios”, le dice el Obispo en un punto clave.

Así, cuando cumple 18 años, marcando un trayecto que lo lleva a la conclusión de la novela, la búsqueda del padre biológico se torna urgente, pero a la vez decepcionante cuando, finalmente, se encuentran. Pedro entiende que las idealizaciones no han estado a la altura y termina prácticamente sintiendo un reverso incómodo cercano a la compasión: “Se preguntaba qué hubiera sido de él, criado por ese hombre que se dedicaba a administrar un pub, con horarios insostenibles y ambiente difícil, lenguaje simple, humor fácil, que no entablaría con él alguna conversación profunda, porque su pragmatismo o quizá inconsciencia, lo separaba de la condenada hondura existencial que le caracterizaba”.

 

En algunos momentos de la novela hay ciertas dudas sobre la existencia de Dios, asociadas a la posible condena que significaría ser homosexual. A pesar de que algunos curas dicen no objetar esto, no considerarlo un pecado, igualmente flota una nube de sospecha sobre estos cuerpos.

Más que una duda de la existencia de Dios, es una transformación, un proceso, una especie de revelación que van viviendo los personajes. Es un descubrimiento que se devela en la existencia de estas individualidades que son Pedro y Osvaldo. Ambos, en especial Pedro, experimentarán una mutación sobre la idea de Dios. Y esa mutación sólo es posible, de cara a la orientación sexual, de cara a la homosexualidad.

Pedro, en particular, refleja una metamorfosis que transita desde una fe pueril, manipuladora, centrada en mérito, a una idea de Dios que se cuela en los pliegues de lo humano, que es una realidad encarnada, y por tanto, proclive de todas las sensaciones, frustraciones y vivencias que contiene el ser humano. En Pedro, Dios va transformándose en lo humano. En Osvaldo, se parte de una fe soberbia, encumbrada en certezas basadas en la ascesis personal, como en convicciones utópicas y algo piadosas. Es un personaje que ha recorrido un camino desde una orilla farisaica, con una fidelidad a su Dios basada en su imperturbable vida vocacional. Al final, descubre que ese Dios que le permitió vivir un camino sin baches, lo enfrentó a vivir la infidelidad de su camino con tal que asumiera esa parte innombrada e impensable de su vida. En ese trance, va redescubriendo a Dios.

No obstante, todos estos elementos de despliegan en un escenario común: ese camino se hace desde la duda. Duda por la orientación, por el proyecto, por si hay Dios que los ha convocado a una misión especial desde la eternidad, por el amor o sentimiento que despierta el otro. La duda, moviliza a los personajes a enfrentarse a sus creencias, propias y colectivas.

 

-Muchas veces se habla de “El llamado”, como una idea difícil de definir. Otras veces se refiere a ella como un eufemismo, un escapismo. ¿Cuál es la realidad de este concepto?

-Creo que es una idea que, dentro del tiempo social de los personajes, puede ser tomada como una excusa. Hablar de una “llamado” hecho por Dios, evita el preguntar por qué un hombre o una mujer, están solos, sin pareja, sin una vivencia afectiva pública y transparente. Justificar esa aparente renuncia, se sostiene desde esta idea del llamado vocacional. Esa llamada, además, ubica a los llamados como seres de primer orden, mientras que los que no son llamados, serían ciudadanos o personas de segundo orden. Los coloca en una dimensión diferente a la del mortal común, por lo tanto la vivencia de la sexualidad dentro del espacio eclesial, también tiende a verse como una vivencia distinta a la del resto. Quizás por eso en la Iglesia los actos sexuales de miembros del clero se entienden como faltas, pecados, debilidades y todos esos eufemismos que evitan referirse al hecho en sí, que la vida sexual del clero y de la vida religiosa no dista mucho de la vida sexual de la feligresía.

 

La novela también explora la idea de la fe (de los creyentes) versus una postura más cerebral. Por ejemplo vemos que su fe se afianza cuando Pedro le reza a Dios para que su madre se salve de una operación grave, y concluye que la exitosa operación es producto del pacto entre sus rezos y Dios. ¿Cómo empalmas ambos discursos?

-Es difícil cruzar esas dimensiones, porque mientras Pedro concluye que su pacto con Dios o su oración, causó efectos en la voluntad de Dios, la voz del narrador va cuestionando esos pactos, va descorriendo un velo que permite ver cómo los discursos eclesiales van doblegando la inteligencia de las personas al punto de creer que existe una voluntad divina, homologable a un guion teatral que debe ser actuado por aquel que se somete a dicha voluntad. El problema, es que nadie se sabe el guion de antemano, por tanto debe buscar o acertarle a esa voluntad.

Lograr que ambos discursos empalmen en un mismo producto, sólo es posible distinguiendo las voces dentro del texto, las voces de los personajes y la voz del narrador. Dicho de otro modo, hay un discurso sobre Dios que deja entrever un ser manipulable desde oblaciones personales o trueques espirituales, mientras que el narrador ofrece una mirada crítica, nueva, racional, que interpela lo dogmático y juega con pasajes de los evangelios y la realidad descrita. La voz del narrador, es la de un teólogo que cuestiona los presupuestos doctrinales, el discurso oficial y el consenso acrítico de la masa creyente.

 

-No es común hallar retratos eróticos tan gráficos en una novela con un escenario religioso como el que vemos en El huerto de los corderos. ¿Qué riesgos corriste al zambullirte en la descripción de escenas donde la genitalidad juega un rol importante?

-Son varios los riesgos que se corren cuando uno se atreve a describir un acto sexual o relatos eróticos. Un riego puede ser tratar de no caer en descripciones injustificadas, que alimentan el morbo o la curiosidad más que la trama o el hilo del relato. Otro riesgo, el saber escoger qué escena o qué situación ameritaba ser explicitada. El no caer en descripciones burdas o caer en el eufemismo. En fin.

Para mí, el riesgo más grande fue el instalar una historia homoerótica con tintes románticos en un espacio supuestamente sacro-religioso y patriarcal. Describir las escenas, tienen la finalidad de instalar un relato homosexual dentro del vasto  mundo literario heterosexual, que nos ha obligado a aprender del amor y sus ribetes, desde orillas que no nos pertenecen o que no tienen un eco real, profundo.

Hablar de una historia que puede ser tomada como un relato romántico, pero desde dos hombres, puede ser un tremendo desafío, no sólo para el que escribe, sino para el lector. La descripción de la genitalidad y de los actos sexuales explícitos, son una medio para captar la atención del lector y asomarlo a un espacio real, concreto. No es sólo un espacio de faltas e inconsistencias, sino de sexualidad reprimida, que brota con avidez y ansiedad, que se escapa, que no se puede controlar y que se abre sin tener a los protagonistas con plena conciencia de sus cuerpos, de sus impulsos y deseos.

 

Nicolás Poblete Pardo es escritor, periodista y PhD en literatura hispanoamericana por la Washington University in St. Louis, Estados Unidos. En la actualidad ejerce como profesor titular de la Universidad Chileno-Británica de Cultura, y su última novela publicada es Concepciones (Editorial Furtiva, Santiago, 2017).

 

La novela publicada por la Editorial Cuarto Propio (2017)

 

Alejandro Sandrock es licenciado en ciencias religiosas de la Pontificia Universidad Católica y magíster en ética social y desarrollo humano de la Universidad Alberto Hurtado. En la actualidad es docente en cursos de formación teológica de la Universidad Alberto Hurtado. El huerto de los corderos es su primera novela.

 

 

Tráiler:

 

 

Crédito de la imagen destacada: El escritor chileno Alejandro Sandrock por Pousta (https://pousta.com/).