«La extrema insensatez»: La crisis moral del Estado de Derecho en Chile

Un texto donde su autor -en la particular estética intimista y un tanto escatológica que caracteriza al finalista del Premio Herralde, por su novela «El contagio de la locura» (2006)-, analiza el cinismo ético que fundamentó al país construido desde 1990, y el cual ha hecho convulsión, política y social, durante este año de gracia de 2019.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 26.12.2019

Etimológicamente sensatez deviene del latín y es la suma del vocablo “sensatuz”, es decir, dotado de buen juicio, y el sufijo ez, que equivale a “cualidad,”.  Luego sensatez es la cualidad esencial del sensato, del cuerdo, prudente o de buen juicio.  Y la palabra como tal está vinculada a la cordura, el entendimiento, el raciocinio y la prudencia.  Así se desvirtúa por ejemplo con que “el gobierno deja de lado la sensatez y reprime eventuales ataques con más violencia,”.  De ahí que la sensatez sea uno de los pilares sobre los cuales debe erigirse la persona humana y por ende la relación civilizada entre los componentes de una sociedad, una herramienta central para tratarse adecuada y educadamente entre los individuos que componen la nación. La locura, la imprudencia y lo absurdo se contraponen a la sensatez y por ello se puede concluir, a guisa de otro ejemplo, que: “Cualquier insensato puede lograr que nos enemistemos unos con otros”.

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Vivimos días de insensatez extrema. La nación, ese conglomerado multifacético de habitantes que conforman un pueblo, que hacen de su proyección soberana la conformación del Estado y en igual perspectiva claman y exigen un auténtico y democrático Estado de Derecho, ha ido decayendo hacia límites de insospechada violencia física e intelectual y, de por medio, manipulaciones reiteradas desde los medios masivos de comunicación, consignas vacías de contenido, esgrimidas como pancartas de un desorden generalizado, en la idea de llevar agua a sus molinos y erigir una historia propia, desgajada de las capas sociales y culturales que componen la nación en su conjunto, las que persisten en modificar un orden injusto con una persistencia conmovedora y digna de mejor destino. Pareciera que en esta permanente contradicción no resultaría posible arribar a buen puerto con navegantes tan contradictorios.

Los datos empíricos nos permiten concluir que las iniquidades nunca han sido mayores que en todo este periplo democrático -o seudo democrático- desde que cayera “parte” de la Dictadura Militar. Recordar que todo se reinició con una premisa: “justicia en la medida de lo posible”. Luego los cheques del hijo del Dictador dieron pábulo a un conciliábulo de oficina que derivó en: “superiores razones de Estado”. La detención del autócrata en Londres fue otro asunto de Estado amparado en un añejo principio de soberanía respecto de delitos de lesa humanidad: sólo debía ser juzgado en Chile. (¿Se logró?) Los derechos humanos huyeron a trastabillones de los tribunales, de los colegios y de las universidades.

Y suma y sigue. Las componendas han estado a la orden día. En nuestro mundillo era imprescindible negociar hasta la dignidad personal.  Todo en aras de una paz social que no despierte el gemido ancestral de los oprimidos, de los conquistados, de “los usuarios del sistema”, o que hiciera resucitar a un pueblo “que unido jamás sería vencido”. Y amparando todas las estratagemas estaba el poder omnímodo de la burguesía local y de las transnacionales que jugaban en el espacio global con las cartas marcadas.

Y vamos celebrando tratados de libre comercio: el cacareado crecimiento económico debía ser real, así más tarde escaseara la mano de obra e ingresaran al país inmigrantes deprivados de su condición más esencial: la humana, y se los tratara como gañanes del viejo latifundio y algunos pernoctaran en barracas similares a las pocilgas de cerdos, perdonando la brutal comparación.

En eso nos fuimos convirtiendo. Gobernantes que miraban a su alrededor premunidos de una petulancia indolente, mostrando esos índices de crecimiento que solo entienden dos o tres técnicos de Harvard y algunos subalternos que les soban el lomo.

Y vamos viajando: Asía, Oceanía, Europa y Norteamérica; empresarios y parlamentarios mirando desde lejos cómo nuestro frágil territorio era sembrado de manzanas, uvas, frambuesas, kiwis o arándanos que solo consumían en sus lejanos destinos los hoteles de cinco estrellas.  Para Chiloé y la Patagonia lo que no pasaba el cernidero de la calidad virtual. Y los vinos renacían en Europa: diez veces el valor nacional en las botillerías noruegas, suecas o finlandesas. Y los salmones otro tanto en Japón. Y con rumbo asiático o israelita los corderos y vacunos australes. Y el cobre, ah, el sueldo de Chile, hacía dónde se dirige “nuestro cobre” sin el con todos sus agregados: plata, oro y demáses; ni una sola tonelada elaborada en Chile y nadie que pague impuestos por “la gratuidad” de los anexos. Y pensar que si se elaborase su materia prima en el país cubriría todas las desigualdades existentes: miles de millones de dólares que no ingresan al erario nacional. Pero nos ufanamos con una reforma tributaria de circunstancias y el “raspado de la olla” intocable para los militares.

Entonces es mejor ingresar a las AFP o a las Isapres, poner parte de las dietas en ellas o en las universidades privadas, total la educación es un bien de consumo y lo que se consume da los mejores dividendos adscritos a la liberalización sin freno de la economía. No importa que mueran los ancianos. Es parte del costo y problema de otra generación. La amplitud del sistema da para cualquier cosa. Los árboles que se exporten sin medida, que se destruyan los bosques nativos y se los reemplace con pinos artificiales. Que el mar se compre en pedacitos y las leyes de pesca se negocien tras bambalinas con los nuevos representantes o con algún dirigente ocasional que ansía llegar a los circuitos de poder. Que las aguas naturales de uso público sean del dominio privado y que nadie ose transar eventuales modificaciones legales hasta veinte o treinta años más. Que los remedios farmacéuticos sean parte de los contubernios como el papel confort o las “empresas de papel” que le hacen honor. Que la salud la pague quien pueda y los que deban morir que se incorporen al proceso de selección natural: si ya el nazismo propugnó la mejoría racial expurgando a los débiles físicos y mentales.

¡Ah, los imperios, los manejadores del señorío colonial!  ¿En que desean convertirnos, a qué espacio del planeta nos confinarán? Sólo que ahora la intervención extiende sus garras invisibles también hacia el dominio mental. Vamos dependiendo de la tecnología controladora, sometiéndonos a la frivolidad televisiva, que nuestro máximo “comunicador social” derrame lágrimas de cocodrilo por un país desarticulado que impide, (¡oh injusticia humana!) realizar su enésima teletón, cuando ya le han sido vedados los sábados de gigante alegría, mientras sus hermanos eran torturados en las mazmorras del régimen, en tanto la Sra. Juanita ganaba un auto cero kilómetro de la marca auspiciadora.  (¡Ah, moderno Guasón: que extrema ha sido tu pavorosa crueldad!).

En fin, sagas de pedofilia, de proxenetas a sueldo, del irrestricto apoderamiento de las conciencias infantiles y adolescentes. Que las iglesias, que creíamos ya separadas del Estado, reinscriban en sus redes a los incautos.

¡Ah, inhumanos vestigios de la eterna transición! ¡Corolario de esta extrema insensatez!

Dios yace moribundo en los hospitales.

El demonio goza aún de buena salud.

 

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los 80 nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Yo mi hermano (Lom, 2015) y Grados de referencia (Lom, 2011). De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Juan Mihovilovich

 

 

Imagen destacada: Galería de los Presidentes de la República de Chile, desde 1990.