[Ensayo sobre el conflicto en Nagorno Karabaj] La guerra como un hecho cultural

Luego de un cruento enfrentamiento armado de dos meses entre Armenia y Azerbaiyán por el territorio de la República de Astaj, se ha firmado entre el Primer Ministro del país mencionado inicialmente, y el Presidente de la segunda nación anotada, más la participación del líder ruso Vladimir Putin, un acuerdo de «paz». Un avenimiento que sin embargo ha iniciado una serie de disturbios y de protestas en la ciudad de Ereván, la capital del antiguo reino cristiano de la Eurasia.

Por Ana Arzoumanian

Publicado el 10.11.2020

Solemos creer que los hechos bélicos son situaciones que lindan con el destino, con cierto sino trágico fuera del devenir de la voluntad y el deseo de las personas. Como las guerras son acontecimientos disruptivos que aparecen en escena rompiendo la cronología regular, espacial y temporal del sujeto provocando traumas; como, además, son causante de la muerte de muchas personas, solemos adjudicar ese fin de la vida con un designio de los dioses, de las furias o de los ajusticiados.

Sin embargo, la guerra es un hecho de la cultura. No me refiero a las guerras culturales o las guerras en la cultura sino al teatro de operaciones mismo como fenómeno cultural con sus modalidades técnicas, legales, estéticas. La guerra está al límite con la noción de ciudad, civilización, ciudadanía. Tiene lugar en su borde, en el margen. Pero sus actores son sujetos que se forman con las reglas de cultura de una “polis” determinada.

Si la violencia institucionalizada en la ley conforma las reglas de convivencia en el derecho de una nación, aquella mediación “fuera de la ley”, aquella que adviene de un grupo militarizado puede considerarse una violación al derecho, pero no por eso deja de pertenecer a la cultura.

La resolución de conflictos puede realizarse a través de medios no violentos, en la esfera del mutuo entendimiento o sea, del lenguaje. Lenguaje que es la célula constitutiva de la política. O por medios violentos, allí donde el lenguaje falla, donde la representación de soluciones imaginables a los objetivos humanos se desbarata. A la pregunta de si se puede matar surge como respuesta el mandamiento: “No matarás”.

Sin embargo, por más sagrado que sea el hombre y su vida, alega Walter Benjamin, no lo son sus condiciones o su vida corporal que sus semejantes convierten en precaria. Porque lo humano no es para nada idéntico a la mera vida del hombre, ni a la mera vida que posee, ni a la unicidad de su persona corporal. No hablo de violencia legítima o ilegítima, sino en esa tesis según la cual la violencia sería un dato natural dado.

La máquina mitológica tiene engranajes que no paran de reproducir bienes deseables o descartables. Trabajo de la cultura que hace de los sujetos instrumentos a reinar. Una técnica, un conjunto de dispositivos que disciplinan las palabras, las imágenes, delimitan los afectos que estos provocan, deben provocar. La vinculación es emotiva, no sólo racional. De modo que el esquema de poder, su pedagogía militar, jurídica, pero también civil construye un tipo de sujeto, un “guerrero”, un “luchador”, un “reivindicador”.

Así se escribe el “hasta la victoria” a modo de religión cuyo día después es siempre el de la resurrección, es decir, un tiempo sagrado donde el cuerpo muerto renace como cuerpo y reina. Como si el día después no fuera una cuestión de poder, de un poder nuevamente institucionalizable. De la impotencia de la víctima a la transformación de los sacrificios en gozos, el relato se apodera adiestrando una identidad; identidad que es siempre narrativa.

 

Nikol Pashinyan y Vladimir Putin

 

Historias de la gloria de un fervor

Durante la infancia y la adolescencia, asistí a un colegio armenio de Buenos Aires. Todas las mañanas, a las 7.30 izábamos las banderas. Primero la argentina, luego la armenia. Mientras la bandera argentina flameaba recitábamos “Alta en el cielo” conocida simplemente como “Aurora” perteneciente a la primera ópera argentina estrenada en el teatro Cólon, llamada Aurora, del compositor y director Héctor Panizza y compuesta originariamente en italiano:

Alta en el cielo un águila guerrera,

audaz se eleva al vuelo triunfal,

azul un ala del color del cielo,

azul un ala del color del mar.

 

Así en el alta aurora irradial,

punta de flecha el áureo rostro imita,

y forma estela al purpurado cuello,

el ala es paño, el águila es bandera.

 

Es la bandera de la Patria mía,

del Sol nacida que me ha dado Dios;

es la bandera de la Patria mía,

del Sol nacida, que me ha dado Dios.

 

Lo guerrero está encarnado en un águila que vuela, un águila legendaria de alas de color azul (como el mar, como el cielo). Si bien la canción relata un nacimiento mítico, el contenido de los versos son “textuales”, de paño, de una tela que no habla de un territorio, de una tierra, sino que se eleva a un cielo, a un mar que, por ser extensos, y por ese grado mismo de extensión, son signos más de lo común que de lo propio nacional o de origen.

 

Ilham Aliyev, Presidente de Azerbaiyán

 

Historias de la ira

Luego, los abanderados de la sección de armenio se acercaban a la bandera tricolor y mientras izaban el pabellón, los alumnos cantaban: Harach Nahadag, “Adelante mártires”, Marcha de los Voluntarios de Armenia, compuesta por Georges Garvarentz, armenio francés, nacido en Grecia, casado con la hermana de Charles Aznavour.

Es en estos días de guerra en Armenia que una ex compañera del colegio me llama para conversar sobre la traducción del texto al castellano y sus implicancias en nuestras emociones. Sucede que todos los días recitábamos estos versos en armenio, entendíamos lo que decíamos, pero lo comprendíamos desde el armenio: ese modo que tiene la lengua de ser afectada.

Niños nacidos en Argentina, niños de cuerpos argentinos a quienes se les imprimía una lengua materna de una madre patria lejana y ausente. De modo que niños de lengua madre huérfana, cantábamos con la boca, mientras el corazón vibraba en el latido de la pronunciación pero no se detenía en el peso de la milicia que redoblaba en cada frase. Fue en estos días de guerra que pensamos en aquellos versos:

Adelante, mártires inmortales

seis siglos de venganza inolvidable

sobre la cima de la montaña armenia

vayamos a plantar allí la bandera tricolor

 

Gigante de la dedicación

pies de alas ardientes

ejército voluntario

adelante, adelante, firmemente

adelante infaliblemente

hacia la victoria, hacia la victoria

 

La negra sangre del demonio

alguna vez se esparció en nuestro suelo

los exiliados armenios renovaron sus vidas

ayer encadenados, hoy libres

resurrectos noblemente de las tumbas oscuras

 

Gigante de la dedicación

pies de alas ardientes

el ejército voluntario

adelante, adelante, firmemente

adelante infaliblemente

hacia la victoria, hacia la victoria.

 

Si en Latinoamérica nuestra lengua habla de un “hasta la victoria”, la canción armenia dice: “hacia la victoria”. Hacia allí. La diferencia radicaría en un espacio donde algo se detiene. Hasta, implica un límite, un punto donde otra cosa puede pensarse. Hacia: es un camino, un proceso, una no llegada de un ejército de voluntarios. ¿Y qué es un ejército de voluntarios sino un grupo paramilitar? Los comandos paramilitares asumen su existencia al lado o al costado de la milicia oficial, al ejército del Estado.

Sin embargo, esta canción fue compuesta en el tiempo de la Segunda República de Armenia, una república socialista soviética cuya construcción como nación estado dependía de su hermandad soviética. De modo que el ejército diaspórico era un ejército sin territorio, sin Estado; un ejército voluntario al que los niños cantaban y al que, por ello, de algún modo, pertenecían.

El portavoz de esa fuerza militante es (era) la ira. Conducir la potencia vital, eso es también un signo de la cultura. Repetir todas las mañanas durante casi nueve meses (¿el tiempo de una gestación?) la cólera de la venganza. Si la justicia no tiene cabida, la maestra violenta reaviva una pasión furiosa.

El cuerpo humano necesita, dice Baruch Spinoza, para conservarse, de muchísimos otros cuerpos, por los cuales es continuamente como regenerado. Esos otros cuerpos están afectados y afectan con sus pasiones tristes o alegres. Ahora bien, la ira es una pasión triste.

Según Carl Schmitt una nación o una comunidad es una unidad fusionada por el miedo a otra nación o a una comunidad que sirve de enemigo. Concepto hobbesiano que resuena en monstruosidades. Si la diáspora es un grupo de sujetos residentes en diversas partes del mundo, diversas y bien distantes, diversas y con culturas y lenguas diferentes, en territorios regidos por religiones diversas, la argamasa que une a esa población si no es la lengua, ya que la mayor parte de la población de la diáspora no habla o conoce de modo débil el armenio occidental, ¿será la ira? ¿Una cólera que nace a partir del genocidio armenio, o es más antigua?

Vuelvo a Benjamin, en alemán Gewalt significa al mismo tiempo violencia y autoridad legítima. Violencia fundadora que instituye el derecho y violencia conservadora que lo sostiene y aplica. Pero ¿cuando un grupo o colectivo está diseminado y no tiene normas constitutivas que lo agrupe, que lo regule, bajo qué parámetros y con qué fundamentos se mantiene? Quizás solo quede la violencia desnuda, la autoridad de la violencia sin gobernabilidad instaurada en una cultura de la lucha.

Las emociones son históricas, afirma Bertol Brecht. Hace más de un mes se desarrolla entre Armenia y Azerbaiyán una guerra por el territorio de Nagorno Karabagh (cuyo nombre armenio es Artsaj).

Conflicto que llevó a ambos países a las armas de modo intermitente entre los años 1991 al 2020. Una guerra entre 1991 hasta un débil cese de fuego que se inicia en el año 1994, luego un reavivamiento de las hostilidades que llevaron el conflicto al límite de las armas en el año 2016, y hoy día una guerra cruenta que suma la intervención de Turquía en la contienda.

El territorio es un enclave en disputa que, además de tratarse de la región estrictamente de Nagorno Karabagh, incluye las zonas aledañas y el denominado corredor de tierra entre Armenia y Artsaj. En todo este tiempo hubo intentos, tentativas de negociaciones que nunca prosperaron.

La única vez que el gobierno armenio se acercó a un acuerdo diplomático con su país vecino sucedió un atentado en el parlamento armenio donde resultaron muertos ocho parlamentarios entre los cuales se encontraba el primer ministro y una docena de heridos. Fue octubre del año 1999, quizás el dato de color sea contar que el actor principal del hecho era un filólogo que enseñaba la lengua armenia en Crimea, y quizás éste no sea sólo un dato marginal.

De modo que las posibilidades de diálogo fueron siempre recortadas y desenfocadas no sólo por la República sino por la diáspora. En este último avance, el ejército armenio autoproclamado como ejército de defensa consideró cualquier demanda de paz como traición.

El día 9 de este mes de noviembre, luego de que la ciudad de Shushí (nombre armenio/ Shushá, nombre azerí) fuera tomada por las fuerzas azeríes, el primer ministro de Armenia, el presidente de Azerbaiyán y el presidente de Rusia firmaron un acuerdo de paz. Acuerdo que genera una revuelta en la capital de Armenia, Ereván.

Las emociones son históricas, afirma Bertol Brecht y los armenios traen el dolor del genocidio sufrido en el siglo XX de modo de explicar (se) un martirio. ¿Habrá acaso una teodicea, comparable a la de la religión, que protegería la legitimidad de un grupo frente al sufrimiento? Quizás los miembros de una sociedad portan las marcas del dolor como precio de pertenecer a dicha sociedad, tal como lo analiza Veena Das en relación a la India contemporánea.

El dolor y el sufrimiento pueden constituir experiencias que son activamente creadas y distribuidas por el mismo orden social. Localizadas en el cuerpo de los individuos, el dolor puede estar estampado por la autoridad de una sociedad sobre esos cuerpos dóciles.

De modo que, por un lado, podemos encontrar una manufactura del dolor y, por otro, una teología del sufrimiento. De manera tal que el sufrimiento (la guerra) constituye el sentido de la legitimación social, en lugar de ser una amenaza al orden. La injustica que testifica el sufrimiento sólo puede ser redimida por mayor sufrimiento. Este quizás sea el subtexto de la guerra como cultura.

Llegados a este punto, me gustaría detenerme en la obra del artista checheno Aslan Gaisumov, quien pasara su infancia en un campo de refugiados en Ingushetia, y quien utiliza la escultura para denunciar las narrativas de guerra. Una de sus obras más conocidas es la serie “Intitulado (Guerra) 2013” (Untitled (War) 2013).

Tengamos en cuenta que la palabra inglesa Untitled se traduce como intitulado, pero también como: sin título. Esta obra consiste en libros que llevan en sí las huellas de la guerra. Recordemos que los libros fueron usados para hacer fuego y aliviar el frío, pero también fueron utilizados como caja para bombas.

Siguiendo los trazos de la colonización, la represión, la destrucción, el exilio en la cultura chechena, Gaisumov representa un libro cuya tapa se quiebra y deja desmoronándose tierra. Es decir que en lugar de hojas, hay tierra que se vuelca.

Una primera interpretación podría acercarnos a la idea que, cuando sucede la guerra, la cultura termina y sólo es el territorio el que resta. Sin embargo, habría otra interpretación: la tierra sólo tiene sentido en una cultura, en un libro; la guerra, la destrucción del cuerpo de la tierra no es más allá del libro, sino desde él, desde dentro de él.

Si la guerra es un ofertorio de sentidos actúa como un velo cubriendo algo insoportable de ver; algo más insoportable que la guerra misma.

Ismet Prcic, nacido en Bosnia y Herzegovina, emigrado a EE. UU. luego de la guerra de los Balcanes sabe lo que se esconde detrás: “somos los descendientes de esas personas estúpidas y reales que se olvidaron de que eran nada. Por tanto, emprendieron viajes épicos, desde la nada hasta la nada, empezamos en nada y acabamos en nada, nunca abandonamos nada, pero perpetuamos nuestros delirios. En cierto momento sabemos que no somos nada pero por miedo no pensamos en eso. Durante todo el tiempo mientras realizamos ese viaje desde la nada hasta la nada percibimos —esperamos— que ahí fuera hay alguien, algo, una tercera presencia que nos sigue, vela por nosotros, nos narra, nos da existencia en sus sueños, y esperamos que ese ser signifique algo, sea algo».

 

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Campos de batalla en Eurasia.

 

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Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962.

De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: LabiosDebajo de la piedraEl ahogadero, Cuando todo acabe todo acabará y Káukasos; la novela La mujer de ellos; los relatos de La granadaMíaJuana I; y el ensayo El depósito humano: una geografía de la desaparición.

Tradujo desde el francés el libro Sade y la escritura de la orgía, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem con el propósito de realizar el seminario Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión, en Jerusalén, el año 2008.

Rodó en Armenia y en Argentina el documental A, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera (1976 – 1983), y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010). Es miembra, además, de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela Mar negro, por el sello Ceibo Ediciones.

El artículo que aquí presentamos fue redactado especialmente por su autora para ser publicado por el Diario Cine y Literatura.

 

Ana Arzoumanian

 

 

Imagen destacada:  Un tanque en Nagorno Karabaj.