La mayor vocación perdida: “Ser” humano

Quizás convenga recuperar el sentido de las prioridades e incorporar en nuestro lenguaje palabras como solidaridad, dignidad o amor a lo que existe, aún a riesgo de parecer cursi. Sólo el respeto hacia los reinos que coexisten con el hombre, el mineral, vegetal y animal, podrá dimensionarnos nuestra insignificancia y grandeza en medio de una vía láctea donde ocupamos un mísero lugar espacial y donde probablemente no seamos, ni con mucho, el centro del universo.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 24.12.2018

«Pero si Dios es las flores y los árboles/ y los montes y el sol y el claro de luna/ entonces creo en él/ entonces creo en él a todas horas/ y mi vida es toda una oración y una misa/ y una comunión con los ojos y por los oídos.»
Fernando Pessoa, en El guardador de rebaños

Hace poco leía en una novela sobre la supuesta antinomia entre hacer historia y hacer política, y el personaje, ya descreído, desesperanzado, pero práctico al fin y con pleno conocimiento de la naturaleza humana, concluía que hacer política era lo aconsejable, toda vez que la historia no sería sino una paupérrima extensión de aquella. Podrá ser o no compartida esa idea. Es más, suele ser utilizada por la dirigencia de turno para escribir de un modo determinado la historia, creyendo -o sabiendo- que, precisamente, un núcleo reducido controla y decide el devenir de las mayorías. Probablemente sea así. Suele ser así. Es más, en la dilatada historia de la humanidad es evidente que quienes no exceden los dedos de una mano han resuelto el futuro de imperios o civilizaciones enteras. Por ello no puede ser novedoso a estas alturas que los Estados modernos restrinjan al máximo la intervención colectiva y la utilicen conforme los intereses «concentrados» de unas pocas fortunas, las que deciden qué tipo de información entregar, dónde y cómo, con el objeto de que el individualismo a ultranza parezca un pálido remedo de la decisión mayoritaria, inexistente, por cierto. Y no es que se propugne el estallido social como una forma de hacer política y luego historia, o sencillamente como una contrapartida necesaria o exigible.

Por lo demás, suele ocurrir, sobre todo en los sistemas liberales modernos (post modernos para ser más precisos) que las individualidades parezcan ser tales, parezcan tener conciencia de sí mismas cuando apenas son la expresión semi inconsciente de los intereses de esos grupos reducidos y «controladores» que reproducen, ya no un sistema político claramente ideologizado, (aunque la ideología está presente de un modo novedoso y diferente al de unas décadas atrás) sino que apelan a la codicia humana como una suerte de instinto de sobrevivencia. Si se quiere ser alguien o algo en la vida social o comunitaria es preciso que el individuo de al lado se alce, ex profeso, como un competidor, real o potencial, irrefutable o posible. Y si se quiere acceder a la felicidad (término tan manoseado y utilitario) se suele asociarla a la realización de los sueños. Pero no la de los sueños trascendentes (porque tales sueños existen y han dado pábulo a las mejores páginas de la literatura universal, independientemente del género de que se trate), sino a aquellos «mediatizados» por la elaboración «perversamente pensada» de obtener fama o fortuna a costa de un sinnúmero de cadáveres, reales o ficticios, si cabe el término, que van quedando en el camino. Y claro que cabe, si se hila un poco más delgado o ni siquiera se hila, sencillamente se toma el tejido ya hecho para apreciar por dónde se desovilla la madeja. El resultado es o será el mismo: la concentración del poder, el manejo de las economías, (aunque nadie sabe a ciencia cierta hoy en día cómo se sustentan en verdad las economías) la proliferación del lucro como consigna planetaria (porque no se trata de un paisito solamente o de un paisaje adscrito a la globalización para no quedar colgando del globo terráqueo), el desarrollo consecuencial de la industria armamentista, de los ingresos de la droga o el fútbol u otros deportes menores, sin dejar de lado la trata de blancas en esferas más íntimas y secretas, por cierto, o el negocio de la pedofilia y la prostitución en niveles que resultaban impensados y no porque precisamente antes no existieran.

Claro, quienes defienden o se sienten amenazados por la irrupción del descontento apelarán a la descontaminación de las esferas públicas o privadas, dependiendo del cristal con que se mire. Apelaran a que en el ámbito más propio de la naturaleza personal no es posible ingresar de contrabando so pena de invadir el sacro terreno de la más perfecta individualidad. Bien, parece legítimo reaccionar de ese u otro modo. Sólo que si la tan mentada individualidad (que se comparte plenamente en cuanto sujeto único e irreproducible, salvo eventuales clonaciones) está indisolublemente asociada hoy al egoísmo y por ende, la defensa del espacio individual se torna aún más mezquina que el derecho de separación esgrimido. En un mundo repleto de miserias colectivas, donde menos de un cuarto de la población vive bien o medianamente bien y el resto sufre los rigores de la sobrevivencia, y donde, precisamente esa sobrevivencia actúa como fuerza retro alimentadora de los privilegios de aquellos, resulta del todo justificable re-examinar las causas que generan tanta desigualdad. Y por supuesto, la disociación de la ciencia y de la poesía puede ser un indicador, entre otros muchos. O, extrapolando incluso los alcances, la tecnología moderna se ha apropiado de una manera casi incontrarrestable de las necesidades de la población mundial. En la gran mayoría de los casos apenas una tecnología observable a distancia (África sin ir más lejos, laboratorio del hambre, experimento del Sida y los medicamentos desechables por la industria farmacéutica, entre otras aberraciones) o, que en nuestro caso, ingresa como el máximo ícono de la convivencia cotidiana: millones de celulares que infectan calles y avenidas, que se introducen subrepticiamente en nuestros dormitorios y acechan nuestros pensamientos como si intentaran doblegarlos. Y entonces le hablamos «al otro» cual si la tecnología lo pusiera a nuestro alcance y pudiéramos conocer sus secretos e intenciones, mientras olvidamos -de nuevo ex profeso- su existencia real, la de ellos, las nuestras. Y el alcance directo e inmediato se ha transformado en un control indiscriminado de las voluntades individuales. Si asociamos seguidamente a internet tendremos al mundo otra vez en «un pañuelo.»

Pero, ¿y dónde entonces recuperar «el sentido» de la existencia? ¿Es que acaso nos hemos convertido en macacos repetitivos a quienes se les enseña a manipular un mouse creyendo que llegarán a manejar de verdad lo que trae el computador y sus anexos? ¿Es que podemos ser tan ingenuos creyendo que con acceder a páginas «manipuladas o manipulables» encontraremos nuestra vocación más íntima, la vocación de «ser» humanos que respetan la coexistencia, no sólo de su propia especie, sino la de los demás seres, animados o inanimados? Se replica señalando que el mundo moderno da la opción que conlleva la libertad de elegir, pero ¿cuáles son las opciones reales? ¿La de optar por una esclavitud solapada que nos hace dependientes de los «artefactos» que condicionan hasta nuestros pensamientos? ¿La de creer que somos incluso capaces de pensar por nuestra cuenta cuando lisa y llanamente «alguien» nos está pensando y decidiendo por nosotros? La libertad verdadera es intrínseca a la naturaleza humana, está incorporada en su interior como un código genético, pero también se ha inoculado ahora el «miedo» individual o colectivo como motor de una historia de ficción. Desde que despertamos hasta que ingresamos al sueño reparador (y que hasta deviene en pesadillas ocasionales o permanentes) el miedo a recuperar nuestra real individualidad se apodera de nuestros restos de conciencia personal y nos hace ver el mundo que no queremos y detestamos como el mundo que queremos y necesitamos. Luego, identificarnos con «el otro» resulta una falacia. La opinión pública es condicionada por una imagen televisiva que se apega a nuestra decadencia disfrazada con los peores o más fulgurantes atuendos. Y los noticieros son dirigidos a exacerbar nuestros apetitos más primarios: crímenes pasionales, enfermedades inusuales hasta hace unas décadas surgen como novedades de mercado, discusiones banales y peticiones mediatizadas por una emotividad condicionada y condicionante que realcen, en suma, la atención de un televidente cansado de sí mismo y ansioso de perderse en la decadencia general. Si unimos a aquello la aglomeración de programas artificiales que sustentan, oh prodigio divino, los consumos de productos de dudosa procedencia y peor destino, tendremos un cuadro casi apocalíptico inserto en nuestro living.

De ahí que sea más cómodo aceptar el estado de cosas imperantes, ¿para qué pensar por nosotros mismo si alguien lo hace por nosotros? La reflexión o la más simple especulación filosófica aparecen como pedantería y terminan siendo relegadas a una prisión mental donde el emisor contenido mira el mundo como algo ajeno, impropio, desligado de sus anhelos de verdad o de esperanzas, y prefiere verse en el espejo íntimo de su propia conciencia, allí en ese sitio recóndito y personal donde no cabe nadie más y a donde a muy pocos les interesa ingresar para no contaminarse. Luego, el paradigma moderno pareciera la copia fotostática de un destino en serie: no es posible ser uno mismo so pena de quedar aislado a priori. Sin embargo, no tiene porqué seguir siendo de ese modo. No hay porqué seguir a la expectativa de ser alguien en medio del caos generalizado esperando un milagro que no devendrá del cielo -aunque quién sabe.- En los pequeños poblados los adalides de la urbe moderna aún persisten en ingresar de contrabando y extirpar de raíz la raíz misma de los bosques, de los animales o las plantas. Y mientras más alejado de los espacios concentrados desde donde se emiten las señales invisibles, pero perceptibles del dominio humano, mayor la probabilidad de sobrevivir bajo un cielo despejado que oxigena de mejor manera el alma.

Aunque podrá argüirse que el progreso es necesario y útil. Bien, pero si olvida al individuo relegándolo a sujeto de utilería, el progreso deviene en la peor de las falacias. Quizás convenga recuperar el sentido de las prioridades e incorporar en nuestro lenguaje palabras como solidaridad, dignidad o amor a lo que existe, aún a riesgo de parecer cursi. Sólo el respeto a los reinos que coexisten con el hombre, el mineral, vegetal y animal, podrá dimensionarnos nuestra insignificancia y nuestra grandeza en medio de una vía láctea donde ocupamos un mísero lugar espacial y donde probablemente no seamos, ni con mucho, el centro del universo. Por eso, o por mucho más que eso, clamar por justicia social no es otra cosa que la expresión manifestada de una vocación mayor: ser humano, algo tan simple y original, que se olvida a cada instante.

 

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’90 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua.

 

El escritor y crítico chileno, Juan Mihovilovich

 

 

 

Imagen destacada: El poeta portugués Fernando António Nogueira Pessoa, más conocido como Fernando Pessoa (Lisboa, 13 de junio de 1888 – 30 de noviembre de 1935).

Crédito de la fotografía a Juan Mihovilovich: Ximena Jara.