Mi educación sentimental: Vivir traspasa todo entendimiento

La sociedad, al menos la chilena y me atrevería a decir la latinoamericana, ha impuesto por mucho tiempo la falacia de que uno se puede enamorar solo de una persona en la vida. Tal vez eso es posible en una novela, pero rara vez en la vida real, tomando en cuenta los ciclos vitales y las nuevas expectativas de vida, da para vivir más que una exclusiva historia. Creo que uno se puede enamorar muchas veces de la misma persona o se puede enamorar de varias personas en su vida: la biografía de un individuo, así, es numerosas novelas a la vez.

Por Andrea Jeftanovic

Publicado el 22.7.2018

Me piden escribir sobre el amor y miro mi biblioteca. Antes de enamorarme por primera vez había leído sobre el amor en los libros. No cargaba con una lectura cualquiera sobre un amor cualquiera, sino con historias de novelas portentosas que indagaban en la complejidad de esa experiencia.

En general, cuando escucho hablar del “amor”, me pasa que, en este tema, veo que domina un discurso redentor, plagado de lugares comunes, finales felices y sentimientos eternos. Confieso que no me satisface lo que la gente habla en conversaciones cotidianas, en entrevistas ni lo que dicen los expertos; creo que pocos se atreven a abordar el amor en su hondura, señalando las zonas luminosas y oscuras. Porque sin duda el amor nos saca lo mejor y lo peor: se pierde la cabeza por amor, se enferma, se enloquece, se llega a apreciar o a querer perder la vida por un amor no correspondido o imposible, y hasta se mata por amor. Pero también el amor enaltece, nos lleva a sacrificios impensables, a cambios insospechados. El amor y el deseo nos invaden y se levanta un torbellino; nos ponemos obsesivos, amables, celosos, cuidadosos, monotemáticos, seductores, bellos, salvajes; es una vivencia alquímica.

La sociedad, al menos la chilena y me atrevería a decir la latinoamericana, ha impuesto por mucho tiempo la falacia de que uno se puede enamorar solo de una persona en la vida. Tal vez eso es posible en una novela, pero rara vez en la vida real, tomando en cuenta los ciclos vitales y las nuevas expectativas de vida, da para vivir más que una exclusiva historia. Creo que uno se puede enamorar muchas veces de la misma persona o se puede enamorar de varias personas en su vida. La biografía de un individuo es numerosas novelas a la vez.

Respecto a la sexualidad y al deseo, opino algo similar. Ante un titubeante profesor de biología que sigue un manual o una incómoda conversación familiar llena de eufemismos, he preferido mil veces los libros. Pese a entender el necesario carácter pedagógico de su contenido, la literatura me ha ofrecido claves para abordar es de La sonrisa vertical de Tusquets, con sus inocentes portadas rosadas, para luego sonreír yo horizontalmente. En ese contraste con la realidad, me incomoda que las personas hablen de sus acrobacias físicas, lo encuentro de mal gusto y hasta poco sensual, pero en cambio he leído con avidez novelas y cuentos que describen el goce íntimo. En ese aprendizaje, leí los Trópicos de Henry Miller, los diarios de Anaïs Nin, las novelas de Marguerite Duras, uno que otro libro de Pierre Klossowski y de Juan García Ponce. Leí la transgresora literatura medieval española mezclada con la generación Beat, y luego el amplio abanico que se extiende desde el Marqués de Sade hasta Fleur Jaeggy.

Los libros me alertaron de muchas cosas, entre ellas de algo poco verbalizado, y es que toda relación amorosa tiene puntos ciegos: pese a que haya la mayor confianza y comunicación, siempre hay una imposibilidad de expresar lo que se siente y saber cómo el otro lo acoge, o bien tener certeza a cabalidad de todo lo que el otro siente por uno. Cuando digo “otro” me refiero a algo genérico, porque hay muchas formas de amar. Es curioso, aunque conozcamos los mínimos detalles de un cuerpo, nunca poseemos el secreto de quien lo habita. Hay más, el amor y el deseo constituyen un territorio en el que no entran los que te rodean, son emociones que vives a solas, te pertenecen sin mediaciones; ambas te llevan al estado de decir no solo “nosotros”, sino también “yo”.

Para hablar de amor me refugio en la ficción. La ficción salva, no hay que leerla literalmente, sino literariamente como productora de sentidos, como entramado de imaginarios, como indagación existencial. Los libros son valientes y honestos, nos muestran a través de los personajes que cuando amamos, todos tenemos tejado de vidrio, hemos decepcionado o nos han decepcionado, hemos herido o nos han herido, pero que, también, hemos tenido instantes de altruismo, de cuidados extremos, de sacrificios impensables.

Hablar de la propia historia de amor implica traicionar un pacto implícito, entrar en un territorio intransferible donde nadie puede entender las particulares lógicas, los recorridos, los pactos, las rutinas; eso que dicen “cada pareja un mundo” no puede ser más cierto. El amor, al mismo tiempo, es una máquina ficcional, se ama y se cuenta una historia, se proyecta una historia. Y, por eso, las rupturas duelen, perdemos a alguien, nos quedamos sin relato. Y los celos son los urdidores por excelencia de la intriga. Hay que ir a los libros y a la vida, ida y vuelta. No sé si se ha escrito todo lo que se puede vivir, pero en un duelo amoroso la lectura puede servir para no sentirnos tan solos y miserables. Frente a un dilema, una historia nos hace sentir menos incomprendidos. Los libros nos señalan límites que felizmente no necesitamos cruzar en la vida real.

Pienso en las trágicas heroínas del siglo XIX, Madame Bovary, Ana Karenina y la Regenta. Todas estas protagonistas se aventuraron a romper las convenciones de su tiempo y a dejarse llevar por el deseo, pero de alguna forma fracasan en esa liberación, porque optan por el suicidio. Ellas indican lo que una vez escuché de una escritora sagaz: que el amor puede ser el opio de las mujeres. Lo curioso es que estas emblemáticas novelas sobre el mundo interior femenino fueron escritas por hombres. Pero también hay una postura cercana en la protagonista de Deseo escrita por la austriaca y Premio Nobel Elfriede Jelinek: Gerti, quien se rebela contra su autoritario marido y de la sociedad a la que pertenece, pero a costa de sacrificar a su hijo. ¿Por qué la rebelión de la mujer, en los afectos y roles, debe cobrar víctimas? ¿No sucede algo así en los casos de femicidio?

En otro registro pienso en esa frase o impulso amoroso de “te quiero comer” que adquiere ribetes radicales en La carta de Sagawa de Juro Kara, novela que relata el caso de un estudiante japonés que devora literalmente a su novia holandesa en París. ¿Y los motivos de esta antropofagia? Obsesión, inseguridad, complejos culturales, patologías, todo junto. En la línea de los sentimientos extremos, siempre me ha sorprendido leer a la cerebral y fuerte Marguerite Yourcenar perder la cabeza por amor en su libro Fuegos; entre muchos versos recuerdo: “Cuando estás ausente, tu figura se dilata hasta el punto de llenar el universo. Pasas al estado fluido, que es el de los fantasmas. Cuando estás presente, tu figura se condensa; alcanzas las concentraciones de los metales más pesados, del iridio, del mercurio. Muero de ese peso, cuando me cae en el corazón”. También el amor puede ser asimétrico, peligrosamente dispar. Eso lo vemos en El niño que enloqueció de amor, de Eduardo Barrios, cuando un chico cae rendido ante la amiga de su madre y enferma física y psicológicamente hasta su extinción, o bien, lo observamos en la adulta profesora de música, que se obsesiona por el joven pupilo en La profesora de piano, de Jelinek.

O el pequeño paciente en el cuento “Señorita Cora”, de Julio Cortázar, que se enamora desde el catre hospitalario de una de las enfermeras donde anuda alucinaciones físicas y mentales. O el emblemático caso de la novela de Nabokov, Lolita, en la que el reconocido profesor Humbert Humbert pierde la cabeza y la ética con tal de satisfacer sus deseos con la caprichosa nínfula.

Por lo demás, hay magistrales relatos de desamor, de quiebre, aunque sea paradójico. Pienso en la novela Intimidad, de Hanif Kureishi, que relata el día en el que un hombre ha decidido abandonar a su familia, sin que esta lo sepa, y observa desde ese prisma, con una cruda desazón e indiferencia, la rutina del baño de sus pequeños hijos. O bien en el cuento, “Si me necesitas, llámame”, de Raymond Carver, la conciencia de lo insalvable en la madura y desgastada relación entre Nancy y Dan, que despiden una vida en común mientras observan un rebaño de caballos en las nieblas del jardín, para minutos después llamar cada uno a su amante de turno.

En el campo del deseo, porque el amor de pareja no es abstracto, pienso en fragmentos que ahondan en el placer que difícilmente se podría verbalizar mejor. Por ejemplo, la narración de la “primera vez” en manos de Erri de Luca en El día antes de la felicidad: “Guió mis manos hasta sus senos, el preciso movimiento en los pezones, se subió el vestido, las caderas elevadas, empujó su sexo contra el mío, coreografía de bailarines tensos, me daba la orden, entra, y yo entré hasta sus vísceras, entré en una acometida, mientras me acostumbraba a la quietud allá adentro, hasta sentirme una marioneta sin hilos, sus ojos abiertos a lo lejos, salía y entraba desde la ingle, el latido de la sangre en las orejas, en la nariz, las pupilas dilatadas, las frases procaces al oído, todo fluía, todo se humedecía, todo río mar rojo en tu orilla. Y ella decía, pon tu inicial dentro de mí”. Además, se hace cargo de otro tabú, que es la medida violencia que requiere el acto sexual. No hay campo más impredecible que el amor, pero no hay certeza más incuestionable cuando uno se enamora.

Asimismo, el amor siempre tiene algo de platónico, es una sombra en una cueva, un conjunto de siluetas que nos inquieta sin nunca poder apresarlas. Tiene algo de inasible como el tiempo presente, y eso lo dice muy bien el escritor español Manuel de Lope en Otras islas cuando escribe: “Para mí, los días amados fueron aquellos en los que lo imposible quedó guardado en el corazón, y no aquellos en los que se cumplió”, o bien, cuando agrega: “A fin de cuentas el amor se recoge en dos o tres instantes privilegiados de los que lo demás parece ser la imitación, y uno de aquellos instantes privilegiados todavía estaba cargado de dulzura”. Así podría seguir infinitamente con más ejemplos literarios, más pasajes, más escenas. Voy de los libros a la vida, de la vida a los libros, hallando inquietantes semejanzas. De todos los misterios de la existencia, el único que no me atrevo a desentrañar hasta las últimas consecuencias es el del amor. La literatura explora en el campo de las interrogantes, y evita las ansiosas respuestas que ensaya la sociedad. En eso sigo las palabras de la escritora brasilera Clarice Lispector, la gran maestra, que traduciría así: “Amar es un cálculo matemático errado: pensaba que, sumando las incomprensiones, yo amaba. No sabía que, sumando las incomprensiones es que se ama verdaderamente”. Y, por último, agrego otra idea que ella sostiene: “Ríndete como yo me rendí. Sumérgete en lo que no conoces como yo me sumergí. No te preocupes en entender, vivir traspasa todo entendimiento”.

 

La escritora chilena Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970)

 

 

La portada del volumen lanzado por el sello Ediciones Universidad Diego Portales (Santiago, 2018)

 

Andrea Jeftanovic Avdaloff (Santiago, 15 de octubre de 1970) escritora chilena, es una de las autoras más destacadas en la escena literaria del país.​ Narradora, ensayista y docente, ha publicado las novelas Escenario de guerra y Geografía de la lengua y los volúmenes de cuentos No aceptes caramelos de extraños y Destinos errantes. En el campo de la no ficción ha firmado el libro Conversaciones con Isidora Aguirre y el ensayo Hablan los hijos. Estudió sociología en la Pontificia Universidad Católica de Chile (se tituló en 1994) e hizo un doctorado (PhD) en literatura hispanoamericana en la Universidad de California, Berkeley, Estados Unidos (2005). Actualmente ejerce como profesora e investigadora de la Universidad de Santiago de Chile, y escribe sobre teatro para el diario El Mercurio de Santiago.

Integrante del volumen Escribir desde el trapecio, la crónica que aquí presentamos fue cedida especialmente por su autora para ser publicada por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: La actriz estadounidense Dominique Swain en una escena del filme Lolita (1997), del realizador inglés Adrian Lyne