Pancho Bravo desde la zona de sacrificio

En esta serie que hemos inaugurado en torno a los secretos literarios mejor guardados del Norte Grande, el autor de la celebrada «Ciudad berraca» presenta en esta ocasión al narrador de la inédita «Pequeño Dubai», en compañía del fragmento respectivo e inspirado en esa frontera a la vez cosmopolita y desértica, a salto de mata, y donde todo puede suceder: realismo sucio se llama, compañero.

Por Rodrigo Ramos Bañados

Publicado el 13.7.2020

Francisco (Pancho) Javier Bravo Ponce (Antofagasta, 1981) ha mantenido una intensa relación con la literatura en los últimos años, tanto como editor y escritor. Bravo Ponce es editor en las Ediciones Hurañas desde 2012, sello literario desarrollado en Antofagasta, y que mantiene un catálogo de autores nortinos con nombres como Lesly Prieto e Iván Avila. Participó de los talleres de la Universidad José Santos Ossa, (UJSO), bajo el alero de Patricio Jara, entre los años 1997 y 2002 en donde publicó el relato “Mañana no voy a trabajar” en la antología Objetos contundentes (1998), y el cuento “Agudo lejano” en la antología Población flotante de Ediciones Santos Ossa (2002).

Bravo actualmente está escribiendo la novela titulada Carreteras invisibles, donde cuenta su experiencia de caer preso, y a la vez, un montón de anécdotas ligadas al narcotráfico regional. Lo que viene en los próximos meses es su primera novela Pequeño Dubai, por Ediciones Huraña, con una cruda descripción de una ciudad que a pesar de sus grandilocuentes comparaciones no es más que una zona de sacrifico. Entremedio circulan protagonistas que buscan desesperadamente su identidad.

Un extracto de Pequeño Dubai:

 

5.

Pienso en todas las posibilidades. Un pito de paragua del mercado más dos pasajes de bus. Una hamburguesa de soya y dos pasajes de bus. Un schop y un pasaje de bus, era todo. Debía detenerme y pensar. El mundo es complejo. Una shopería siempre es una pausa. No te quedarás ahí toda la vida. Te enguatarás de espuma o las ganas de jalar te harán correr de aquel lugar en busca de alguna oferta por el barrio, se te acabará el dinero, nunca podrás estar ahí para siempre. Pronto se acaban las rancheras y las cumbias. Las meseras cambian de turno y la espera te tira hacia fuera. Una schopería es solo una pausa. Elegir una. Algo tranquilo. Faldas cortas, pero nada de mamones en sillones rojos. Algo de villeras argentinas y un espacio iluminado. Una mesera linda con acento extranjero, mineros con descanso tomando jirafas de cerveza. Un partido de fútbol que nadie ve como una novela que nadie lee. Un relato perdido que se evaporó con el sol. Aun cuando yo parecía un bicho raro entre esos tipos de manos curtidas y voz de envenenada por el plomo y el arsénico, había algo que me conectaba con esos escenarios como una enfermedad venérea que me corroía la uretra poco a poco.

Un montón de historias, un montón de acentos. El centro es el hambre del pueblo saciado por migajas de esperanza de un metal agónico que promete casa y porvenir. No hay nada de eso. Solo envoltorios de paletas Fruna que se quedan pegados en el asfalto. Las arepas se cocinan a fuego lento y las ensaladas de fruta se llenan de moscas. Una mulata me pasa un flyer que tiene una rubia tetona y dos cervezas en la mano, cinco mil dice con colores chillones. Parece esos carteles con bandas de cumbia peruana como Los Maravillosos. Esto no es Chile, ni siquiera es Antofagasta. Esto es una película mala que tiene el soundtrack de la dictadura saliendo por los parlantes de la Onemi. Esto no es corriente de conciencia. Esto no es auto ficción, ni literatura de los hijos. Esto es más sucio que el realismo sucio, mierda de palomas, plomo que flota en el aire, todo está intoxicado por el colorante rubio y el ruido de las botas que por las noches alegra la ciudad. Este es el pozo séptico de Sudamérica adornado de casinos con luces de navidad.

Otra vez la batería se va y los correos no me llegan actualizados. Soy un inútil. Pienso en las armas para enfrentar al mundo. Un calibre 38. Un cuchillo de choro, uno de verdad.

 

6.

No soy un hijo del patrimonio, soy hijo de la zona de sacrificio. Como un campo de concentración que está listo para estallar.

La calle Prat parece un ácido con la cara de Jodorowsky. Más toldos, más parrillas, más miseria. Bajo lento. Saludo al Gato Urzúa y me calza con luca. Me dice que la cosa está mala, que no hay pega. Todo el mundo parece machetear, o vender cosas importadas que nadie necesita, Colalless por luca y bisutería de Gamarra. El gato saca de su mochila unos pequeños lentes de marco rosado y me los ofrece por otra luca. Rechazo la oferta y sigo rápido; antes que cambié de turno el American shop.

Avanzo cuadras entre perros, hamburguesas de soya y pequeños toldos donde se promocionan los partidos políticos como si fueran planes de compañías telefónicas. No tengo ideología pensé, ¿acaso solo pienso en beber y drogarme?, en conseguir un poco de sexo después de cada noche en que no puedo dormir y no me queda más que refugiarme en aquellos pequeños antros habitados por zombis, donde aún se puede respirar un poco de la libertad de los borrachos. Pensaba en mi generación, parecía una legión de esperpentos agobiados por la locura que causan los cyber monday y las aerolíneas de bajo costo. No teníamos un nombre para definirnos, solo nos vinculaban esas horas dilatadas al tiempo donde podíamos terminar en alguna taberna clandestina o bañándonos desnudos en alguna playa artificial de la ciudad.

 

7.

Insisto una shopería es siempre la misma wuea. Lo único por lo que se está ahí, es para esperar que algo pase, aunque todos sepamos que se viene la piscola en La Leonera y el remate en el Café del Sol, que si la wuea prende vamos a ir a comprar coca en Condell, donde los parce nos dan maicena porque uno ya está muy puesto y no cacha na. Después al clandestino y chupar y seguir chupando hasta que la coca se me vaya a la punta del pico y dejé que mi mente se deje correr como un video porno. Entonces voy a buscar un hoyo donde ponerlo, alguien que me la chupe o me corra la paja fumando pasta detrás de un árbol en calle Esmeralda. Una puta barata en los burdeles de Condell, un travesti de calle Serrano.

Esto no es Trainspotting pero la decadencia es casi la misma.

 

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Rodrigo Ramos Bañados (Antofagasta, 1973), es escritor y periodista. Publicó las novelas Alto Hospicio, Pop, Namazu, Pinochet Boy y Ciudad berraca, además del libro de crónicas Tropitambo. Actualmente es becario del fondo del libro por la Región de Tarapacá.

 

Rodrigo Ramos Bañados

 

 

Imagen destacada: Pancho Bravo.