“Tarde para morir joven”, de Dominga Sotomayor: La ilusión de ser adulto

La última entrega de la connotada directora nacional -y que se estrena este jueves 25 de abril en las salas locales- es un retrato naturalista e íntimo en torno al Chile de comienzos de la década de 1990, visto desde la tensión dramática y audiovisual de un grupo de familias instaladas en la exclusiva Comunidad Ecológica de Peñalolén, en plena precordillera santiaguina, y quienes experimentan sus cambios físicos y emocionales, junto a la trayectoria de ese país «extraño» y a la vez desafiante para con ellos, y que siempre se encuentra fuera de campo del foco de la cámara.

Por Juan José Jordán Colzani

Publicado el 24.4.2019

La película de Dominga Sotomayor Castillo (marzo de 1985), y premiada en el último Festival de Locarno reflexiona audiovisualmente en torno a los primeros pobladores de la Comunidad Ecológica de Peñalolén -a principios de la década de 1990-, y permite acercarse de paso a los inicios del cine, cuando los hermanos Lumière iban con su cámara a registrar diferentes situaciones del acontecer cotidiano, siempre con un lente fijo.

Así fue como retrataron a un familiar dándole de comer a su hijo en una mesa del jardín, o a los trabajadores a la salida de su jornada de la fábrica, por nombrar algunos ejemplos. Este modo de filmación permite sentir la vida que late en pantalla, mirar con detención y por ende, sentir una efectiva conexión con esas vidas: podemos casi tocar con los ojos a las señoras que salen de su labor diaria o al pequeño sobrino recibiendo la comida. Y si bien, a diferencia de las creaciones de los franceses el crédito de Sotomayor es ficción, comparte el mismo espíritu.

Todo lo contrario al usual bombardeo de imágenes que se suele dar en el cine, en donde existe frecuentemente la ansiedad de rellenar con encuadres banales o que los personajes hablen, aunque sea cualquier sandez. Acá el silencio dice mucho, como la escena en que una joven está triste porque su madre no llegó a la cena de año nuevo a la que estaba invitada. Aparece su padre y le pone su chaqueta, muerta de frío como estaba después de tirarse al río. No le dice algo como: “Tu sabes que los adultos cometemos errores, pero ella te quiere”. Nada. Sirve para recordar que las palabras a veces sobran y no es malo que el cine deje de tenerle miedo al silencio y se vuelva consciente por lo mismo de su obsesión por el relleno.

Lo que se traduce también en una forma particular de lidiar con la visualidad, dándole un espacio para que los hechos y los personajes se puedan desenvolver plenamente en pantalla. Son imágenes que: “no están haciendo avanzar la historia”, como indica el dogma de Hollywood, que uno se da cuenta al enfrentarse a una obra como esta, hasta qué punto se lo tiene inconscientemente internalizado.

Pero qué importa: conducen a otro lugar el plano-secuencia del perro corriendo a través de la niebla o los largos acercamientos al rostro de una de las niñas de mirada melancólica, a uno más personal.

Este naturalismo también se aprecia en la utilización de la música: con excepción de la que sale cuando aparecen los créditos, todo el tiempo lo que escuchamos es algo observado, que está sucediendo: un vinilo de “Los Prisioneros” que comienza a sonar cuando la aguja toca el disco, canciones que los invitados a una fiesta van interpretando por turnos en un escenario, que recuerda a lo que sucedía en la cinta Fiesta de aniversario (Alan Cumming, 2001), donde pasaba algo similar en una celebración. O vemos a un personaje escuchando cintas de ella misma cuando niña, en una escena muy emotiva, que permite reflexionar en torno a lo mucho que aún se puede explorar en la utilización del sonido en el arte audiovisual.

En el plano argumental la obra no ofrece muchas certezas. Más que el tema personal de cada uno, lo esencial es el retrato de ellos como un colectivo: un grupo de adultos que se resiste al paso del tiempo, con problemas para comenzar a afrontar una juventud que se va. En este sentido, la figura del motoquero interpretado por Matías Oviedo, andando a alta velocidad por los caminos de tierra sin usar casco, puede ser una buena muestra de ello. «Forever Young», cantaba Bob Dylan en uno de sus pocos temas para el olvido y a lo mejor no sea coincidencia. Y es que a estos personajes la vida les va pasando y se van acomodando como pueden, siempre al día, como si el mañana fuera una invención.

De todos modos, hay algunos seres relevantes, pero subordinados a lo que sucede en la comunidad. Hay una presencia invisible (y de cierto modo, temida) de una madre que es una especie de mito: la conocemos solo por lo que se habla de ella. Pero al mismo tiempo, representa la personificación del mundo: ella se fue de ahí, vive en Ñuñoa, en la ciudad. Para su hija, que vive con su padre (la misma que recibe la chaqueta), esto se convierte en un medio de concretizar sus deseos de cambio.

La ausencia de una tensión narrativa clara, junto al modo en que está filmada, con largas escenas en que no pasa mucho, pueden generar que Tarde para morir joven sea “pesada de ver”. Pero que bueno que así sea. El espectador es desafiado a salir de su zona de confort en una propuesta compleja y elaborada, muy pensada, y de todos modos, la vida de esa comunidad, a pesar de su aislamiento, comunica por qué no hay un interés de mirarse el ombligo o hablar de cosas que alguien que no es ahí jamás entendería.

Estamos a inicios de la década de 1990, pero las referencias al contexto son casi inexistentes. Se puede creer por harto rato que el Jeep Lada Niva, muy común en esa época, se debía a un gusto por lo antiguo en su dueño (de hecho, todavía se ven en la calle, a veces). Ya con la primera botella de Free la cosa parece quedar más clara, pero quizás el rasgo más decidor sea cuando aparecen unos autos de Carabineros de color negro.

Lo que tiene relación con la vida en la comunidad: están en un aislamiento voluntario, donde el exterior pareciera no existir. Al mismo tiempo, este hábitat también es una especie de burbuja asfixiante. No tienen luz y sus únicos contactos con la ciudad son cuando bajan a comprar. No son infrecuentes los roces que se generan: gente pobre, condenados a desempeñar la función de ser sus trabajadores o los sospechosos cuando hay algún robo. La forma en que dialogan estos dos grupos es limitada, produciendo tensión. Son pocas las veces en que vemos un diálogo en donde miembros de ambos sectores puedan compartir de forma libre.

Pero esta misma desconexión es mirada asimismo desde una postura crítica, como cuando están todos preocupados de apagar el incendio antes que lleguen los bomberos y vemos al padre de uno de los muchachos con su manguera, limpiando su auto, que funciona también como una metáfora crítica para hablar de la incapacidad de atender a lo que pasa a tres pasos de uno, por estar tan preocupado del propio bienestar, lo que de alguna manera también se puede extrapolar a la comunidad en su conjunto o quizás también al mismo mundo cinematográfico.

Se agradece un largometraje chileno que salga del circuito Parque Bustamente – Drugstore- Lastarria – Bellas Artes – Lo Curro (el refugio de la productora Jirafa), como lugares de filmación. Pareciera que no hubiesen más locaciones interesantes para rodar un filme en Santiago. Esto representa de por sí un aporte, al ampliar el imaginario audiovisual y entregar la idea de que también se pueden contar historias que suceden en otros lados de la ciudad.

Es motivante, finalmente, que los creadores se atrevan a hacer un crédito que no sea de género, que desafíe al espectador.

 

Juan José Jordán Colzani (1982) estudió literatura en la Universidad Diego Portales y es autor del libro Ahí va esa y otras crónicas (RIL editores, Santiago, 2014), una recopilación de textos del desparecido narrador y periodista talquino, Guillermo Blanco.

 

Demian Hernández y Matías Oviedo en «Tarde para morir joven» (2018)

 

 

 

 

Dominga Sotomayor Castillo

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: El actor Demian Hernández en un fotograma del largometraje Tarde para morir joven (2018), de la realizadora nacional Dominga Sotomayor Castillo.