«Un día lluvioso en Nueva York», de Woody Allen: Una epifanía urbana

La última cinta estrenada en las salas sudamericanas, por el gran maestro estadounidense, facilita el pertinente análisis audiovisual, estético y literario, característico a la pluma de nuestro redactor argentino, y el cual entrega nuevas y trascendentes miradas en torno a la última «perlita» de ese artista fundamental para la historia del cine.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 15.2.2020

En pocos lugares conocidos por el Hombre llueve agua. La Tierra es uno de ellos y otro parece ser bajo los anillos de Saturno… de modo que la lluvia de agua es en verdad algo muy particular. Muy especial.

La lluvia es, en pocas palabras, una cosa rara. Por empezar, no es estrictamente una cosa: nadie puede asirla, besarla, patearla o abrazarla. Es como una multitud esquiva que se parece a aquellos conceptos que decimos albergar en nosotros, como el alma o el espíritu, aunque a diferencia de ellos, la lluvia es totalmente indiferente: la lluvia no nos ve. No sabe que la apreciamos o que nos moja. La lluvia es desalmada. Nosotros la vemos, la olemos, la palpamos, sabemos que está ahí, pero ella no sabe nada de nosotros. Puede ser furiosa y destructiva o apenas una mollizna molesta, pero siempre está en su historia, en su intimidad, en su delicada y, paradójicamente, luminosa oscuridad. La lluvia es una pequeña infinitud, un mundo traslúcido con su carácter y su tiempo. Oscurece y apaga los colores, aunque puede florecernos en un arco iris. Es un manto de humildad para los hombres y verla nos deja un poco más solos que antes. Humildad y soledad parecen ser su carne más elemental. El viento la atraviesa y, extrañamente, no se moja y ninguna de sus gotas cae fuera de una cierta álgebra misteriosa que traduce el idioma que se habla en el cielo, aunque sus palabras estén hechas de tierra, de asfalto, de baldosas y terrazas… ¿Qué la trae hasta éste, nuestro mundo hundido? ¿Qué la hace limpiar nuestras calles, lavar nuestras caras y manos como si se tratara del remordimiento de un diablo deicida? Aunque las más de las veces, apenas si colma de calma las tardes de siesta, con sus sombras, murmullos y frescura. Con ella, o entre ella, todo se puede volver recoleto, íntimo, uterino. Simplifica las ventanas y le da cuerda a la casa con las goteras…

Rara es la lluvia y raro se hace el mundo cuando llueve: se puebla de sombras que le son propias y parece generar la atmósfera ideal para que respire buscando inspiración el poeta, el artista. Muchas veces pareciera que la lluvia fuera el planeta propio del arte, sin embargo, ¿qué somos para la lluvia? Una nada ¿Qué es ella para nosotros? Un todo… y entre el todo y la nada, la lluvia nos trae el secreto de las cosas en sus extremos del ser y del no ser. Y así resulta palmario para nosotros, que nuestra evolución mental como especie se ha visto modelada en gran parte por los antojos del clima: sus rayos, sus días apacibles, sus irascibles vientos, truenos, nevadas y, por supuesto, sus lluvias… Y en este caso, es la lluvia la que nos ha convocado alrededor de una perlita del cine: Un día lluvioso en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019) de Woody Allen.

 

Las ciudades y sus magias

Alguna vez conocido como Allan Stewart Konigsberg, Woody Allen nos trajo una perla más de su producción ¿Una perla más? Sí: es un Woody Allen pleno, frágil y a la vez sólido como siempre, instalado en la comodidad de su relato fluido, sin mayores vericuetos, como quien pasea sin rumbo por su ciudad tras una larga ausencia. Y que sea una perla más quiere decir que es un producto “Woody Allen” con todos los tics, humor, candor y delicadezas de, por ejemplo, Medianoche en París del 2011, esto es: una producción afortunadamente incapaz de defraudar a sus fans.

Un día lluvioso en Nueva York tiene, además y en común con Medianoche en París, el detalle de destacar la simbiosis entre ciertos personajes (y personas) con la ciudad en la que viven, así hayan nacido en esa ciudad, como es el caso de Gatsby Welles (interpretado por Timothée Chalamet), o como el caso de aquel tierno Gil (Owen Wilson) que aprendió a amar París huyendo de la prosaicidad de sus EE.UU. y de su pasado. En ambos casos, el personaje masculino se descubre a sí mismo como parte de la ciudad que habita, mientras que el personaje femenino traiciona esa pertenencia. En el caso de Un día lluvioso en Nueva York, el elemento femenino es aportado por una excelente interpretación de Elle Fanning como Ashleigh Enright: una chica de pueblo que se encandila con Nueva York. Su interpretación es la de una perfecta funámbula entre la estupidez y la ingenuidad, logrando no caer en ninguno de los dos lados pero generando una tensión permanente en el personaje que resulta encantadoramente irritante, con sus respiraciones exasperadas e hipos a micrófono abierto. El personaje de Gatsby, por el contrario, es de una estabilidad psicológica mayor que no le exige demasiado esfuerzo interpretativo. ¿Un alter ego de Woody Allen? Difícil decirlo. Más bien, el personaje de Gatsby es el símbolo de una idea de lo que la ciudad de Nueva York es para Woody Allen. Y así como París tenía que caer en la hora profunda de la medianoche para que desate su magia sobre la vida de Gil, en esta cinta en particular es la lluvia la que se torna para Gatsby en el detonante de una historia con una deriva totalmente inesperada y de la que no será plenamente consciente hasta el final del recorrido. Una historia en la que la ciudad define “su propia agenda” llevando a sus habitantes por los caminos que ella decide. Pero para poder hablar de ese poder, Allen necesitaba de algo mágico… algo tan mágico como –según vimos– lo es la lluvia.

 

«Un día lluvioso en Nueva York», de Woody Allen (2019)

 

El recorrido de una gota y un arrepentimiento

Gatsby y Ashleigh son una parejita de novios de una de esas Universidades menores del interior de los Estados Unidos. Ella viene del Oeste, de Tucson, Arizona, y él del Este, de Nueva York. Ambos son hijos de familias adineradas, pero Gatsby viene huyendo de su propia familia: su espíritu libertario antes que liberal siente que lo aleja de sus padres, especialmente de la madre. Ashleigh consigue del periódico universitario que le asignen una entrevista con el célebre director de cine Rolland Pollard (Liev Schreiber). Gatsby la acompañará y planea para ella un recorrido turístico por la ciudad a partir del dinero ganado en una partida de póker y en función de su propia nostalgia. Gatsby, luego de dejar a Ashleigh con el director, inicia, solo, su recorrido encontrándose con algunos de sus amigos y compañeros de estudio. Hasta que aparece un viejo conocido, Josh (Griffin Newman) quien está filmando un cortometraje y como están cortos de extras, lo invita a Gatsby a que se una a la filmación: debe estar sentado en un auto y besar a una chica que resultó ser una antigua conocida: Chan Tyrell (Selena Gomez).

Gatsby se siente incómodo por tener que besarla apasionadamente y confiesa que todo es por respeto a su novia y sólo logra que Chan se burle de él: “porque no abre la boca”, hasta que en la tercera toma nace al fin el beso que Chan (y el director Josh) buscaba. Pero es durante ese beso que hace su aparición la estrella principal del filme: las primeras gotas de lluvia, que con sus propios recorridos sobre el parabrisas del auto inician la incierta magia de la lluvia que iniciaba la metamorfosis en las almas y en el ambiente que la “agenda de la ciudad” necesitaba. Nueva York quería que la magia del amor llenara el íntimo desierto de Gatsby (“¿Tu novia es de Tucson? ¿Y de qué hablan? ¿De cactus?”, le había espetado reveladora, Chan en el auto).

A partir de allí, la lluvia, va revelando la esencia misma de la ciudad. Ashleigh navega bajo las gotas por diferentes historias que la van separando de Gatsby hasta que cae en las garras del famoso actor latino Francisco Vega (el mexicano Diego Luna). Ashleigh sabe dónde terminará su acercamiento con la estrella y se autojustifica, pero todo termina en un pequeño, molesto y húmedo desastre. Gatsby, por su parte, hallado por sus tíos en el Museo Metropolitano (en un paseo casi surrealista), debe asistir a sus insufribles reuniones sociales de sus padres y para mostrarse ante ellos contrata los servicios de una prostituta: Terry (Kelly Rohrbach), a quien la madre echa rápidamente de la reunión porque: “olí a una prostituta apenas traspasó la puerta”. Momento de revelaciones y de reconciliaciones. Momento de luz en la tiniebla de la lluvia nocturna. Ahora todo cobraba sentido para Gatsby: la lluvia estaba revelando la matriz oculta que dirige la vida de aquellos que la merecen. Para Ashleigh, sólo se trataba de agua que la mojaba, pero para Gatsby significó el encuentro con su camino hacia el amor: descubrió, con Carson McCullers, que el corazón es un cazador solitario y que Nueva York y su herramienta –un día de lluvia– habían logrado orientarlo hacia su presa.

La lluvia no es para todos. En el campo –y quizás bajo los anillos de Saturno–, la lluvia es sólo agua que cae y moja. En las verdaderas ciudades, la lluvia es, en cambio, una verdad poética para quienes saben verla: es un manto de humildad para las personas que le son sensibles. La lluvia revela el espíritu de metáfora que tiene, invisible, la verdadera ciudad respecto de las personas que la viven… Y así como los psicopompos de diferentes mitologías conducían a los espíritus a sus moradas, la lluvia de una ciudad puede llevar a las almas al interior de sus personales metáforas urbanas liberándolas de las tornadizas fuerzas del destino. Personalmente –y si se me permite– confieso haber escrito este texto bajo un largo día de lluvia rodeado de campo, tras ver la película y recordando mis días de lluvia en Buenos Aires, hace ya muchos años. Con Un día lluvioso en Nueva York pude revivir aquellos momentos de poesía que no supe reconocer en su momento en la ciudad, viendo llover tras el ventanal de algún oscuro café. Fui, hace tiempo, poesía y anonimato de una ciudad gracias a aquellas lluvias y lamento por eso mismo que esta película me haya llegado tan oportunamente tarde…

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Un día lluvioso en Nueva York, de Woody Allen (2019).